Según un trabajo del estudioso Martín Hernández, el calado es un arte importado de Madeira e introducido en el siglo XIX. Los géneros madeirenses tenían fama en toda Europa y constituían un importante apoyo económico para numerosas mujeres de las clases más desfavorecidas. La experiencia de la isla portuguesa, tanto artesanal como comercial, habría de trasladarse a Canarias, donde pronto los calados cobraron gran reputación, siendo exportados a Inglaterra y contribuyendo al auge económico del Archipiélago. Martín Hernández refleja que se pudieron ver entonces labores en los escaparates más lujosos de Oxford Street y Kengsinton Street, en Londres, con anuncios engañosos que aseguraban que habían sido realizadas por los salvajes de Canarias. Si un mantel costaba en las Islas alrededor de 300 pesetas, podía ser revendido en Londres por 850 ó 900; un craso negocio. Es mísera la ganancia de las caladoras; es muy cansada la tarea; es bello el resultado; es provechosa la ganancia de los intermediarios. Porque en muchos bastidores se trabaja para la exportación, que, como fácilmente se comprenderá, no realizan las propias artífices1, explica Loynaz en Un verano en Tenerife, escrito a raíz de su estancia en 1958. En 1901 se creó la primera manufactura de calados destinados a la exportación en el Puerto de La Cruz.
En un comienzo, las labores canarias se destinaban a Inglaterra y Estados Unidos, pero pronto a este mercado se unieron el alemán y el francés, aunque en menor medida. Se estima que hacia 1905 había entre 10.000 y 12.000 mujeres dedicadas a este oficio en el Archipiélago, en especial en Tenerife, Gran Canaria y La Palma. Tenerife era la mayor productora, y los principales centros se situaban en Icod El Alto, La Orotava, Los Realejos, e incluso en municipios tan apartados como el de Vilaflor.
La materia prima se traía toda del exterior. En un principio, los modelos eran sencillos y esquemáticos; ciertos autores apuntan la posibilidad de que algunos colonos ingleses instalados en la isla y relacionados con la artesanía introdujeran motivos nuevos procedentes de México.
A partir de comienzos del siglo XX el calado entró en decadencia en Tenerife para cobrar mayor protagonismo en La Palma. En los años cincuenta, Dulce María Loynaz describe un panorama más que sombrío, debido, entre otras razones, a la invasión de productos chinos y escoceses que imitaban formas y técnicas canarias, a precios más asequibles. Ahora el calado está, como todo en el mundo, en crisis. El movimiento turístico es escasísimo, y para el envío de las labores a otro país hay dificultades de permiso de importación, trabas de divisas, escasez de materias primas elaborables, como batistas, hilos, sedas2. Hoy, sin embargo, se puede comprobar que, si bien su esplendor nunca será el que fue o, al menos, eso parece, el calado está lejos de desaparecer.
Se trabaja sobre lino, vulgarmente conocido como hilo, y sobre batista. Consiste en tensar la tela en un bastidor sujeto mediante unas burras (las patas), entresacar hebras de la urdimbre según los motivos que se desee realizar dejando huecos en el tejido, y formar dibujos enlazando tela y huecos mediante un hilo de algodón de marca Dalia (que es la que recomiendan las caladoras). El resultado es una labor enormemente delicada, que antiguamente se realizaba sólo en tonos crudos y blancos, aunque en la actualidad también se han introducido telas de color. Dos de las más veteranas y afamadas caladoras de la isla, María Dolores Hernández Ramos, de Tegueste, y Juana Mesa Vargas, de La Orotava, coinciden en afirmar que las tonalidades blancas y crudas son más clásicas y elegantes.
A las rosetas, que hoy prácticamente sólo se hacen en Vilaflor -a excepción de María del Rosario González Regalado, que trabaja en La Orotava-, se les supone un origen parecido al de los calados. Aunque menos documentadas, son igualmente populares. Para llevar a cabo este sutil trabajo con aspecto de encaje sólo son necesarios una almohadilla de unos cuatro o cinco centímetros de espesor que adopta distintas formas -el pique-, alfileres, hilo Dalia del 16 y, en algunas ocasiones, del 20, y agujas de coser. Para realizar mantelerías o labores grandes hace falta ensamblar varias piezas, cosiéndolas entre sí. Con este fin se utilizan rosetas menores de unión, o determinados puntos como el de pescado o el de nudo. Algunas roseteras no se ocupan de ensamblar las piezas entre sí, encargando esta tarea a otras mujeres. Este no es el caso, sin embargo, de Clara Cano ni de Candelaria Fumerio, dos de las más afamadas artesanas de Vilaflor, apreciadas por una labor que, según Loynaz, ... no es bordado ni calado, y ni siquiera encaje, sino una suerte de redondel cuyo tamaño y dibujo varía más o menos; se logra mediante la colocación del bramante en un verdadero acerico, y son los alfileres los que trazan la orientación que debe dársele3.
Además de los calados y las rosetas existe en Tenerife una modalidad de bordado, como el que realiza María del Carmen Rodríguez Reyes en La Orotava. Incorpora motivos de girasoles, amapolas y claveles en los justillos de maga de este municipio. El paño es de lana roja, y los bordados se aplican con hilo de algodón del 46, y son de colorines, muy llamativos y alegres. María del Carmen, que se dedica a este trabajo desde que era chica ganándose la vida con él, asegura que los chalecos de principios del siglo XX eran de terciopelo y se bordaban con hilo de seda. Llevaban un vivo y la superficie decorada era menor. La moda del bordado tal y como hoy se conoce comenzó a finales de los años cuarenta, afirma.
Estas bellas labores son el resultado de la paciencia infinita de muchas mujeres sencillas, que entre hilos y tramas se dejan la vista y el amor minucioso de sus dedos.
Juana Mesa calando en su taller de La Orotava
Una mujer de armas tomar. Son muchas las mujeres que calan a lo largo de la isla, pero pocas tan reconocidas como María Dolores Hernández Ramos. Una mujer de carácter. Tras un aspecto dulce y maternal se esconde una persona vigorosa y combativa socialmente, que no sabe callar las cosas y está llena de energía. Acusa a las instituciones canarias, en general, de no ofrecer el suficiente apoyo a los artesanos y no pone reparos a la hora de dar detalles en público, aprovechando cualquier entrevista en la radio. A veces sus amigos le recriminan esta actitud. Me dijeron: "así no te van a dar trabajo"; digo: "bueno, agarro un pañito, voy y lo vendo en la tienda de don Cipriano y ya tengo pa’ comprar un kilo de gofio y unas cuantas sardinas saladas, y puedo comer durante unos días", asegura en tono bromista. En un amplio taller de Tegueste cedido por el Ayuntamiento (al que sí se muestra agradecida) enseña a una decena de mujeres. Las hay de todas las edades, dice, algunas hasta de 64 años, y otras con problemas familiares, y se relaja mostrando su obra y la de sus alumnas. Una docena de bastidores de madera ocupa la sala diáfana y luminosa, y sobre un pequeño mostrador que casi parece un altar por lo primoroso de la presentación, están dispuestas algunas de las labores en venta, radiantes de almidón. Para María Dolores es un placer apuntar en su cuaderno de espiral los paños de sus alumnas vendidos.
Yo aprendí desde toda la vida, desde que tenía siete años, a calar con una vecina de 90, Mariquita La Indiana, menudita, morena y activa. No sé por qué la llamaban así, porque ya no me acuerdo. No me da para vivir de ello, pero es una ayuda. ¡No vas a depender del marido siempre, hasta para pedirle un duro! Tiene un talante peleón, entre comillas, y feminista, pero en absoluto teñido de agresividad; se expresa con gracia y soltura. Un día le digo: oye, marido, te invito a comer; él no dice nada y acepta. Le invito a churros y a chocolate, y una vez allí, cuando terminamos, sale como un cohete de la churrería. Contra, pasó un rato, le dije que qué pasaba, y contestó: ¿cómo que qué pasa? Dijo que yo lo había invitado y que pagara, y si no que me pusiera a fregar los cacharros.
María Dolores, pese a una delicada operación de columna que la tuvo en vilo y que soporta con muy buen humor, tiene una actividad desbordante. Dedica ocho horas semanales a enseñar en Tegueste, tres en Tejina y otras tres en Valle de Guerra, localidades todas cercanas, aparte de las que emplea para sus propias labores. Además, se ocupa de sus nietos, ya que una de sus nueras es conductora de guagua y no anda sobrada de tiempo. Es un placer oírla describir la preparación de la labor. Primero se marca la tela entresacando hilos. Se señala la distancia entre el agujero y el queso (el trozo que queda de tela). Al mismo tiempo le vamos dando la forma que queremos. De esto se hacen unas espiguetas cogiendo la tela con un medio nudo, sujetándolo bien para que no se vaya luego al cortar. Después deshilamos, sentamos la tela en el bastidor, tensamos y a tirantar.
Se muestra orgullosa de haber sido una de las abanderadas del calado, que estuvo a punto de venirse a pique con los bordados orientales que invadieron las Islas en los cincuenta. Explica cómo cuando tenía 17 años (nació en 1942) el lino se cultivaba y se procesaba en Tenerife, lo mismo que el algodón. Hoy, casi todas las materias primas se importan de la Península. Afirma que antes todas las mujeres calaban: Conocí a unas mujeres de 90 años, hace 34, cuando me casé, que hacían blusas caladas a los ingleses.
Qué bonita va la maga (copla recogida por María Dolores Hernández)
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Como casi todos los demás artesanos, estima que su trabajo no es pago. Sus obras y las de sus alumnas (mantelerías, pañuelos, cojines y paños para bandejas) cuestan entre 2.500 y 40.000 pesetas. Siempre se meten con los más débiles, dice tras soltar una perorata sociopolítica que no resulta demasiado fácil de entender.
Paños de hilo con labor de calado elaborados por Juana Mesa
Modelos tradicionales. Juana Mesa es otra de las virtuosas del calado en Tenerife. El marco donde realiza su trabajo no puede ser mejor: un espléndido edificio señorial de La Orotava, del siglo XVI, la Casa Torre-hermosa. Tiene un patio que verdea lleno de helechos y de humedad, piso de madera que cruje al andar, carpintería y balcones canarios, grandes salones que asoman al valle y techumbres de estilo mudéjar coronando sueños de ultramar. La adquirió el Cabildo y alberga la empresa insular de artesanía, Artenerife, dependiente del mismo y dedicada a asesorar y proporcionar materiales a los artesanos de Tenerife, al tiempo que vende sus trabajos (hay sucursales repartidas en otros municipios). Juana Mesa es la persona encargada de los calados y bordados, y enseña su oficio en el piso superior, al amparo de unas enormes ventanas que miran, cómo no, hacia el Atlántico. Unos bastidores con las labores a medio sentar y un sinfín de paños y manteles terminados dispuestos en las paredes -algunos son auténticas obras de arte-, evidencian que el lugar no es un simple decorado.
Es una de esas señoras de mediana edad, tranquilas y educadas a la vieja usanza. La afición me viene porque estudié en colegio de monjas, había muchas labores, y se les daba mucha importancia, explica. Pero es que, además, Juana Mesa se familiarizó con el que sería su oficio desde su más tierna infancia: Una vecina de mi madre hacía calados, me curioseaba verla y por ahí empecé; le pedí un bastidor pequeñito y comencé. Tenía entonces 13 años. Mi madre tenía muchas amistades, y me mostraban calados antiguos. Yo lo intentaba sacando hilos, y aprendí sola. Aquí había muchos talleres, como el de Magdalena, que murió y era muy conocida. Ella me enseñó muchos de sus modelos. Me aconsejó que no los cambiara; a mí me gusta rescatar cosas antiguas, aunque muchas caladoras están por hacer cosas modernas.
Lo mismo que la caladora María Dolores Hernández, de Tegueste, a quien ella aprecia mucho, es una purista de los diseños y los puntos antiguos, aunque se muestre dispuesta a aplicarlos en labores distintas a las de toda la vida. Explica que, a fuerza de querer simplificar las cosas, se va perdiendo la forma tradicional de trabajar, pasando, por ejemplo, tres hilos en vez de cuatro. Para ilustrar la cuestión de forma gráfica dice que en algunas tiendas se venden calados entre cuyos dibujos cabe un tenedor.
El profano se puede perder entre los vericuetos de las puntadas y los complejos motivos en hilo -galleta doble, cruz y arañón, flor de trébol, burgado, caracol y mariposa, por ejemplo-, pero Juana hace fácil la explicación. El de galleta, sencilla y doble, se llama en Gran Canaria de un modo más romántico: caracol y flor, o coser y cantar. Pero según las caladoras tinerfeñas, son variantes en torno a los puntos esenciales: el de nudo básico, el de malla y el de espíritu, puede que el más delicado de todos.
Juana Mesa comenta que obtuvo hace poco labores caladas antiguas de Canarias procedentes de Francia e Inglaterra, debido al comercio que se estableció con estos países. Para demostrarlo despliega sobre la mesa un impresionante mantel de seda y una blusa, muy antiguos y deteriorados, venidos ambos de Francia. Se admira ante la perfección y minuciosidad del trabajo y explica que calar en seda es una locura. Dulce María Loynaz, que tuvo ocasión de contemplar alguna labor realizada en seda, lo describe del modo siguiente: Los calados en seda son cada vez más raros, pero preciosos si se logran, sobre todo cuando no se han teñido y el trabajo es ya antiguo, porque entonces su color natural, que es el pajizo, parece que se tuesta, toma un reflejo cálido4.
Como casi todos los artesanos dedicados a materializar la belleza, Juana se preocupa por el futuro de su oficio: La gente joven ya no quiere aprender. Prefieren ir a limpiar antes que ganar un duro con esto; es una esclavitud. Sólo lo hacen las amas de casa como entretenimiento. Puede que así sea, pero a ella no le faltan alumnas que asistan al centro, y algunas muy aplicadas.
Pique y el hilo con el que trabaja Doña Clara Cano
Calados Sureños. No sólo se cala en el Norte. Milagros Rodríguez García, de Fasnia, se encarga de demostrarlo. Yo represento la zona Sur y recojo trabajos de La Orotava, de Fasnia y de El Escobonal para venderlos. Milagros, que tiene unos grandes ojos claros, es expresiva y acogedora. Su casa cuelga literalmente sobre el océano. Delante de su taller, un cuarto por el que se cuela el sol a través de un gran ventanal, se extiende un pequeño jardín a reventar de flores carnosas, al resguardo de ese viento de levante que con tanta frecuencia asola esta parte de la isla. En una esquina, según se penetra en la sala, hay una vitrina en la que expone sus trabajos y los de otras compañeras, y en el garaje, saltan pletóricos y juguetones el perrito Tránsito y la gata Nicolasa.
Los calados de esta zona son distintos de los que se encuentran en otros municipios; los motivos varían. Milagros los aplica a la vestimenta tradicional femenina. Confecciona blusas de hilo, lino y popelina; también delantales y enaguas. Yo esto lo ideé cuando ya tuvo un poco de decadencia el calado. Calaba el lino con un hilo de seda.
Para sus labores, Milagros usa hilo de algodón Dalia en brillo o semibrillo, del número ocho. Los trajes de gala, las blusas, pueden ser en blanco o de colores, pero muchas mujeres llevan blusas caladas para vestir, con los pecheros de todos los tonos. Una buena idea, la de extender este trabajo a otras prendas más cotidianas. Además de blusas, realiza las piezas clásicas: mantelerías y paños de altares. Cuando fue el obispo en 1996 a Guatemala le hice tres paños de altar; uno era de cuatro metros de ancho por seis de largo. Eso tiene mucha salida.
Los puntos que se aplican en esta zona son el de cruz y el de arañón con nudo. El Cabildo quiere que lo conservemos, insiste; en La Orotava es todo de punto espíritu, y en Santa Úrsula se hace el punto de tul, que no se ve en ningún otro sitio. El arañón y la cruz se realizan dobles, con dos vueltas de hilo, o sencillos con una, ya que, a decir de Milagros, se venden mejor porque son menos tupidos.
Bastidor de trabajo de Milagros Rodríguez, de Fasnia
Para explicar de dónde le viene el arte del calado, Milagros se sumerge por unos minutos en el pasado. Me enseñó mi madre, Enedida García Delgado; es de tradición. Tengo sólo un varón, pero mi hijo también sabe calar, que le he enseñado yo. Ahora tiene 31 años y está casado, y a veces se pone a calar en las ferias. Él enseñó a la mujer. Un caso atípico, aunque a decir de Loynaz, no lo fue tanto en el pasado, al menos en lo que respecta a las rosetas: Y aunque parezca extraño, les diré que hay regiones en las Islas donde son los hombres los que realizan tal labor; esto es, los que tejen las rosetas, mientras apacientan el ganado o vigilan las empalizadas para cocer carbón5.
Antiguamente, prosigue Milagros, me contaba mi madre que bajaba mi abuelo Nazario García con un burro hasta el embarcadero de Los Roques para vender los calados; se los compraba gente que venía de Las Palmas. Le daban un duro por una colcha y después compraba millo para hacer gofio, semillas de papas y garbanzos.
Tiempos lejanos teñidos de dificultades pero también de tranquilidad y, como siempre, envueltos en esa luz atlántica y africana propia del Sur, que resalta la nostalgia y los recuerdos.
Rosetas de Vilaflor. Vilaflor es una apacible villa situada en las faldas del Teide, mirando hacia el Sur. A unos 1.600 metros de altitud, es la población más elevada de España. Entre sus calles aún se adivinan fragores de carruajes, murmullos de conventos, chismes entre celosías e intrigas hilvanadas con agujas de coser. Un lugar muy apropiado para exhibir en exclusiva el delicado trabajo de las rosetas.
Candelaria Fumero es una de las roseteras de toda la vida. Su hija regenta una pequeña tienda de artesanía donde se exponen sus trabajos. El oficio le viene de madre y abuela. De manera profesional se dedicó hace tan sólo unos años, cuando las necesidades apremiaban. Yo lo sabía hacer, pero mi marido trabajaba y yo no lo hacía sino de vez en cuando, explica. Enviudó a los 40 años y se vio obligada a ganarse la vida con sus labores. Al principio vendía sus rosetas en comercios de Santa Cruz y La Orotava, pero hace unos años su hija Rosi abrió este pequeño comercio que no escapa a la atención del visitante, pues se encuentra en plena plaza: Vienen los turistas a comprarlas expresamente aquí.
Candelaria acompaña a su hija en la tienda en sus ratos libres, y teje paciente y callada sus rosetas ante la mirada de los forasteros que hasta allí se acercan; no demasiados. Rosi también sabe hacerlas, pero nunca se planteó esta labor como una forma de ganarse la vida. En algunas ocasiones, Candelaria ha impartido cursillos.
Clara Cano
Así describe el proceso de las rosetas: Se trabaja sobre un pique. Se pinchan los alfileres dando la forma que se quiera y luego, con el hilo enhebrado en una aguja, se empieza a rellenar la urdimbre formando lo que una desee. El hilo es siempre de algodón, en blanco o en crudo. De dentro para afuera, según la imaginación de cada cual. El hilo se engancha en los alfileres que están diametralmente opuestos, rellenando con una urdimbre radial toda la circunferencia o cuadro (las rosetas pueden ser redondas, cuadradas o adoptar distintas formas). Los motivos son libres, cada mujer representa los suyos, aunque con el tiempo se van inspirando unas en otras. Los que reproduce Candelaria se llaman de dalia, cintas, estrella; de ojete, magarza (una planta, el Chrysanthemum frutescens), zurcida, esterilla, ojal, espiga, tachón; también de Lucrecia, jazmines, estrellita, y así muchos.
Como Candelaria, son bastantes las mujeres de Vilaflor que dedican una gran parte de su tiempo a esta actividad. Clara Cano Quijada, además de trabajar de cocinera en un colegio, es una de las más renombradas y enamoradas de su oficio. Aparte de aplicar el trabajo de las rosetas en las labores de siempre, se entretiene haciendo cuellos y puños con la misma técnica, para adornar sus propias blusas. El mejor reclamo de su trabajo es ella misma. En las tardes de aire limpio y sereno, pasa las horas sentada en el umbral de su casa, las manos puestas en el regazo y entre los hilos; la mente, sabe Dios dónde.
Una roseta realizada por Clara Cano, de Vilaflor
Notas
1. Loynaz, D. M., Un verano en Tenerife, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Madrid, 1992, p. 373.
2. Ibid., p. 374.
3. Ibid., p. 369.
4. Ibid., p. 368.
5. Ibid., p. 369.
Artículo extraído del libro Guía de Artesanía Tenerife, publicado por la D. Gral. de Industria del Gobierno de Canarias con la colaboración de Inés Eléxpuru, Juan Carlos Martínez Zafra y María Victoria Hernández.