Revista nº 1041
ISSN 1885-6039

Agustín Afonso Ferrer: El Médico de los Corderos.

Miércoles, 25 de Junio de 2014
Jesús Giráldez Macía
Publicado en el número 528

Un día algún vecino de don Agustín en Fuerteventura se enfermó y él se prestó a curarlo. Luego otro y otro. Su fama de médico yerbero empezó a extenderse por toda la isla y, en recuerdo a su oficio de marchante de ganado, fue bautizado popularmente como el Médico de los Corderos.

 

 

Hace viento y un fuerte solajero. La tierra está seca y desamparada. Hace tres años que no llueve con fundamento. La sequía y la pobreza se han adueñado una vez más de Fuerteventura. La gente implora ayuda, los ayuntamientos envían acuerdos solicitando amparo a Gran Canaria, a Tenerife, a Madrid y al mismísimo Alfonso XIII. La falta de alimento aumenta las enfermedades y se declaran varias epidemias. Por el filo de una loma se distingue una figura en movimiento. Un burro lleva a un hombre vestido de gris. Es canoso, parejo, y con el pelo arremolinado por la ventolera. Hace horas que se traslada. Salió de Tefía al amanecer y ahora comienza el descenso del Barranco de La Peña. Va rumbo a su casa y no recuerda cuántos días lleva fuera. Tampoco le importa mucho. Eligió esa vida. Antes que en Tefía estuvo en Tindaya; y antes en La Oliva, en El Roque, en Vallebrón y en Villaverde. En el burro también cuelgan unos sacos. Toda la gente con que se cruza lo trata con respeto; él se detiene, intercambia palabras y acepta el agua y el ron que le ofrecen. Si hay ron, mejor el ron. Está cansado, molido y sonriente. Escucha una voz lejana, alguien que lo llama a gritos y que corre hacia él. Burro y hombre se detienen y esperan. Un joven se le acerca y le comunica que su madre está muy enferma, que lleva días buscándolo, que por favor acuda a visitarla. Vuelta atrás, rumbo a Tuineje. Por el camino el hombre le pregunta y el joven le responde. El hombre lo llama diablo. Diablo, ¿estás seguro que por aquí cortamos camino?; diablo, ¿cuándo le empezó la fiebre a tu madre?; diablo, vete allí, arranca ese mato y me lo traes¿Ya tienes novia, diablo?

 

La noche y la tristeza le dan la bienvenida en una casa de Tuineje. Una mujer famélica yace sudorosa en un catre de viento. Le da la vuelta y apoya su oreja en la espalda; la palpa, le observa los ojos y le pregunta a su marido algunas cuestiones. La mujer arde en fiebre. El hombre le pide al chico que saque la yerba que cogieron en el campo y que haga una agüita con ella; a una vecina que consiga sábanas, las empape con agua fría, que desnude a la enferma y que la envuelva con las sábanas mojadas. Le ofrecen algo de cenar, él lo agradece y come con parsimonia. Le da varias indicaciones a la familia y acompañantes sobre cada cuánto tiempo deben cambiarle las sábanas húmedas. La mujer no para de toser y él les apremia para que preparen un lamedor con cinco plantas que extrae de uno de los sacos: yerba clin, ortiga, poleo, eucalipto y conservilla. Les ordena que le den una cucharadita cada media hora, más o menos. Cansado, se retira a un cuarto austero donde solo hay un colchón en el suelo. El hombre le comunica al marido de la enferma que no dude en despertarlo si la mujer empeora o si, por el contrario, le bajan las fiebres y deja de delirar. De madrugada alguien entra en su habitación, lo despierta y le comunica que la mujer parece haber mejorado. Se acerca a ella, le pone la mano en la frente, dibuja una sonrisa con una mueca y dice: ¡Diablo, ya tenemos mujer!

 

Don Agustín Afonso Ferrer había llegado a Fuerteventura en 1907 en un barco de vela. Al poco contactó con algunos ganaderos y empezó a comprar corderitos que embarcaba y vendía en Gran Canaria y Tenerife. En esta última isla había nacido en 1860, en Guía de Isora, en ese Sur. Los motivos de su salida de Tenerife, dejando atrás familia y trabajo, quedaron escondidos para siempre en su interior. Jamás regresó. Un día algún vecino de don Agustín en Fuerteventura se enfermó y él se prestó a curarlo. Luego otro y otro. Su fama de médico yerbero empezó a extenderse por toda la isla y, en recuerdo a su oficio de marchante de ganado, fue bautizado popularmente como el Médico de los Corderos. Vivió algún tiempo en La Oliva y en el Valle de Santa Inés, pero hacia 1910 el Ayuntamiento de Betancuria decidió cederle unos terrenos para que se hiciera una casa y se quedara a vivir allí. En aquellos años Fuerteventura solo contaba con un médico que residía en Puerto Cabras. La falta de carreteras y de medios de comunicación hacía que los pueblos alejados de la capital quedaran a menudo sin asistencia sanitaria. La Villa y sus habitantes quedaron complacidos por contar en su término con un hombre que curaba con remedios naturales, realizando sangrías o con los escasos medicamentos que se podían adquirir en las tiendas. También don Agustín se mostró satisfecho. En la desembocadura del Barranco de La Peña, cerca de El Jurado, donde la naturaleza nos regala una escultura de lava, el Médico de los Corderos se construyó con enorme esfuerzo su casita, preparó unas gavias y construyó un horno de cal. Tanto tardó nuestro hombre en acondicionar aquel paraje, perdido en un barranco, tanto trabajo le supuso, que con gran zocarronería terminó por bautizarlo como El Escorial, en homenaje al famoso monasterio de la provincia de Madrid. Y así es conocido, hasta nuestros días, ese lugar hermoso que destila historia. Después de algunos desencuentros con los ganaderos de la zona que lo consideraban un intruso en aquellos terrenos de costa, don Agustín consiguió que el Ayuntamiento de la Villa le concediera la propiedad en diciembre de 1931.

 

 

Don Agustín tenía buen ojo para percibir las enfermedades. Tomaba el pulso, auscultaba, analizaba los orines y la saliva, se fijaba en la pigmentación de la zona blanca de los ojos, en los párpados, en la palidez de la piel. Deducía la enfermedad y su grado de afectación y procedía a ejecutar sus curas. Sus remedios, aunque no todos, se basaban en terapias naturales, especialmente en el poder curativo de las yerbas y plantas. Se adaptó rápidamente a las yerbas utilizadas tradicionalmente en la isla. Más de cincuenta yerbas formaban parte de su inventario. Entre ellas destaca, por la repetición de su uso y por lo especial de su aplicación, la yerba clin. A esa plantita que se encuentra en todas las islas del archipiélago don Agustín le daba un uso especial. La infusión de esa planta resulta muy amarga y, tomada con regularidad, previene contra los catarros y las afecciones pulmonares. Cuando nuestro hombre tenía dudas sobre la enfermedad del paciente le suministraba una taza y si no la encontraba amarga era una prueba evidente de que tenía contraída una pulmonía.

 

Las formas en que aplicaba las yerbas medicinales eran variadas. A veces eran simples infusiones, otras veces mezclando varias yerbas con azúcar cociéndolas hasta que se formaba una melaza denominada lamedor; otras veces recetaba cataplasmas sobre las partes afectadas, otras ordenaba baños de asiento y algunas veces la ingesta de los frutos directamente como el caso del tuno indio que recomendaba cuando había síntomas de ictericia. Estas y otras terapias, su buen hacer y sus dotes para detectar las enfermedades no eran casuales. En Tenerife había trabajado, seguramente como ayudante, con afamados médicos como el renombrado don Tomás Zerolo. Así lo declara el propio don Agustín en los testimonios que tuvo que ofrecer a resultas de una denuncia cursada por un médico titulado —don Santiago Cullen Ibáñez— por posible intrusismo profesional. Esa denuncia, realizada en 1920, tuvo un final feliz con la absolución del Médico de los Corderos pero, sobre todo, fue una muestra patente del respeto y consideración que le profesaban los habitantes de Fuerteventura. Durante la instrucción del juicio cerca de ochocientas personas firman un escrito dirigido al juez haciéndole saber que don Agustín nunca había presumido de ser médico, que sus curas eran sencillas e inocuas, que solo cobraba la voluntad de las personas y que su predisposición a acudir a cualquier lugar para atender a los enfermos lo convertían en una persona benefactora para la comunidad isleña.

 

No quedan fotografías ni manuscritos de don Agustín pero su vida, sus curas, sus anécdotas y hasta su peculiar forma de expresarse quedan en la memoria de la gente que lo conoció, en la memoria de un pueblo que le agradece con sus recuerdos la labor humanitaria que desplegó por todos y cada uno de los pueblos de Fuerteventura. Si la familia del paciente tenía algo de solvencia le pagaba por sus atenciones con una o dos pesetas, si no, bastaba con algo de comida o con el agradecimiento. Carecía de codicia y de ninguna pretensión elitista. Vivía con lo puesto y, a pesar de su preparación intelectual, evitó tomar parte de los círculos reservados que formaban las escasas familias pudientes de la isla. Hasta los últimos momentos de su vida estuvo atendiendo los males del pueblo sin abandonar su especial humor. Cuando escuchaba a alguien anunciar la llegada del Cordero él respondía con un chascarrillo: ¡Qué no diablo, que ya no soy cordero... que soy carnero!

 

Su ida definitiva de la isla y de la vida fue tan enigmática y silenciosa como su llegada. Falleció un caluroso día de agosto de 1946 a la edad de ochenta y cinco años. La muerte, ocasionada probablemente por un infarto, le sorprendió en El Escorial. El encargado de la finca envió a alguien a Puerto Cabras para que avisara a su hija Teresita y a su yerno, maestro Eladio. Algunos vecinos de Mésquez y Ajuy se prestaron a colaborar en el amordajamiento del cuerpo y traslado al cementerio de la Villa. En un camello, sobre una tabla contrapesada por una piedra, recorrió don Agustín por última vez el Barranco de La Peña, ese que tantas y tantas veces subió para ir al socorro de sus vecinos. La tumba de don Agustín no ha podido ser encontrada posiblemente porque fue enterrado en la cherche, ese lugar reservado en los cementerios católicos para los que no cumplían los preceptos religiosos. En el acta judicial sobre su fallecimiento consta que, en el momento de morir, las pertenencias de don Agustín eran las siguientes: una máquina de empacar alfalfa, tres baúles, un locero, un pagarés de setenta y nueve pesetas, un catre, un banco de asiento, algunas herramientas en estado ruinoso, veinte kilos de cebada y seis de millo, dos gallinas y una cabra. Pero dejó un legado aún más valioso, imposible de cuantificar: ser recordado por un pueblo con el que compartió temores, pobreza y alegrías.

 

 

 

Este texto, así como las imágenes, fueron publicados previamente en el programa de las Fiestas de la Peña 2013 de Fuerteventura.

 

 

Comentarios
Sábado, 14 de Marzo de 2015 a las 05:23 am - Manuel

#02 Un beso fuerte bisabuelo agustin, estes donde estes...

Jueves, 10 de Julio de 2014 a las 10:52 am - Ezequiel

#01 Es una pena que no se haya transcrito y documentado su impronta en libros, como un personaje insólito y de tanta valía para Canarias.