Revista n.º 1104 / ISSN 1885-6039

Fin del capitaloceno desde Canarias

Lunes, 24 de febrero de 2025
Carolina Pérez García
Publicado en el n.º 1085

El etnocidio nunca es completo, siempre hay puntos de fuga y por ahí se escapan esos otros conocimientos, los saberes otros que se rebelan contra el pensamiento único: por ejemplo los de nuestras abuelas, que se niegan a ser silenciados.

Manos femeninas sanadoras

Como una lapa agarrada a los riscos, así de atávica resulta la lectura de la obra de Marija Gimbutas, pues sus postulados muestran una nueva configuración del mundo, una metáfora del inicio de nuestra civilización más amable, más pacífica y nunca contada. La arqueolingüista Gimbutas trabajó en sesenta y cinco yacimientos arqueológicos de la vieja Europa y, basándose en la ausencia de armas y material bélico de estos enterramientos, planteó la probabilidad de una civilización originaria pacífica, desmontando así al héroe masculino y su lanza del poder hegemónico como el único relato posible de la historia de la humanidad.

Por supuesto que casi toda la comunidad científica concluyó que sus teorías no eran más que conjeturas porque, en su metodología, Gimbutas incluía la interpretación, método excluido del proceder científico; no obstante, otros historiadores sí consideraron sus polémicas contribuciones. En fin... Ante esto me gusta recordar las palabras de Foucault y preguntarme también: ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata?

Como hicieron muchas de nuestras abuelas, yerberos, santiguadoras, campesinos, alfareras…, guardianes de los ciclos naturales y del lenguaje de los celajes, gente posicionada bien lejos del extractivismo feroz, Gimbutas también se salió de la episteme bélica preponderante y optó por un nuevo sendero que muchos criticaron; sin duda, su tesis resulta una amenaza para el sistema capitalista y la industria armamentística; y, por otro lado, nos exige una descolonización del pensamiento.

Desde el interior de una cueva de Gáldar (Gran Canaria)

En muchos países la gente besa la tierra al amanecer y le hace ofrendas. Yo nunca vi a mis mayores besar la tierra, pero sí pude apreciar los cuidados o santiguados que con cariño dispensaban mis abuelas a sus matos y a sus animales, el interés de ellas en observar las hierbas que comían las cabras y aprender así los posibles remedios propios de estas plantas; y casi hasta descubrir si la marea estaba alta o baja mirando los ojos de los gatos, en zonas de cumbre de Gran Canaria, en Juncalillo de Gáldar, donde el mar queda bien lejos. Algunos pastores leían la trayectoria de la estrella del agua y hacían después sus cábalas: la sajarita la llamaban en el Risco de Agaete: si al atardecer ese lucero, la sajarita, bajaba desde la Montaña Tirma hasta el mar, habría lluvia y entonces todos nos alegrábamos. Presenciar toda esta comunicación silenciosa con el paisaje era otra manera de aprender; descubrir a mis padres y abuelos embelesados, estáticos, casi en acto de adoración en el Risco Faneque de Tamadaba, en los atardeceres en la playa de Sardina o ante la luz azulada de los riscos del Andén Verde que lleva a La Aldea, contaba otro relato.

Sin embargo, como dice la escritora Natalia García Freire, ya no tenemos la fe de nuestras abuelas, ni sus remedios caseros obtienen el mismo resultado en estas tierras violentadas con agroquímicos y prisas; nuestros predecesores mueren y con ellos esa manera de leer el mundo. Las nuevas generaciones sufren de analfabetismo medioambiental y hemos dejado de reconocer las señales del “planeto”; casi no queda ganado de soltura en nuestras islas y habitar un espacio cerrado de corral sin andar libres por los riscos no permite que los animales transmuten esos otros lenguajes e influjos de los celajes. Sabemos, por las fuentes etnohistóricas y por los marcadores físicos que aún perviven en nuestro territorio isleño (cazoletas, altares de piedras, grabados rupestres, cuevas santuarios…), que en Canarias el cielo, la luna, las estrellas y todas sus señales siempre fueron entes sagrados. Y es que estos elementos están allá arriba, son fuerzas uránicas que dejan su impronta en nosotros, en el resto de los animales, en los vegetales, en las mareas... No te cortes el pelo en luna creciente, mi niña, que se te engrifa como a las cabras cuando tienen mal “planeto”, se te abren las puntas y no te crece bien, decía abuela maye; el pelo se corta en menguante, como si el cabello fuera otra hierba más.

Pero, sin duda, nuestras cumbres son ya una Canarias vacilada, nuestras costas están turistificadas y nuestras ciudades masificadas; la ceguera vegetal y telúrica va ganando terreno. La mirada actual no llega tan alto, no miramos al cielo, parece que preferimos mirar hacia abajo, hacia los influjos de esa otra luz, la azul de los teléfonos móviles, y así cada vez queda más lejos ese legado del idioma de la naturaleza y su mensaje de los celajes, de las hierbas y de los animales y sus aberruntos. Sin embargo, hay saberes que se resisten a morir y de alguna manera permanecen en nuestros gestos, en nuestras formas de celebrar una sobremesa en familia o con los amigos, en nuestras maneras de cuidarnos y cuidar a los otros: si estás menstruando agua guisada de ruda y nauta; si duele la barriga, agua de pasote y matalahúva; si es catarro, menta poleo, marrubio y brujilla... El etnocidio nunca es completo, siempre hay puntos de fuga y por ahí se escapan esos otros conocimientos, los saberes otros que se rebelan contra el pensamiento único. Los saberes de nuestras abuelas, difuntas o no, quieren ser transmitidos, como si tuvieran que defender todavía un vínculo con la naturaleza que se niega a ser silenciado.

Hierbas para la medicina tradicional canaria

La idea de un mundo sin armas puede sonar ingenua, pero es estimulante y además engarza bien con las nuevas teorías de la ecocrítica y las investigaciones botánicas sobre la inteligencia de las plantas. Parece que la construcción de la célula eucariota se explica no por la competencia y la selección, sino por procesos de colaboración: “no es la guerra lo que permite a la vida mejorar y transformarse, sino la solidaridad”, dice Emanuele Coccia.

Lo cierto es que los postulados de Gimbutas emocionan, como conmueve el paisaje y la gente común. Así el atavismo, en este vínculo con el territorio, cobra fuerza y una puede mirar al pasado sin romanticismo y con el ánimo de preservar la memoria de unas maneras prístinas de hacer que aún tienen sentido y resultan beneficiosas para todas las especies que habitamos este mundo.

¿Por qué ha de ser más fácil pensar en distopías que en el fin del capitalismo?

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