Recuerda el abuelo Juan que sus responsabilidades, como niño y como hijo, eran dos: la primera de todas era ayudar a sus padres en las labores domésticas y agrícolas, y la segunda era asistir a la escuela y luego al instituto...
Recuerda el abuelo muy bien ver en sus campos a aquellas yuntas de bueyes labrando las tierras que su padre cultivaba con mucho esmero. Se abre el surco, la tierra de abajo, del fondo, fluye negra, fría y húmeda... y el arado dirigido por el labrador abre otro surco… da la vuelta y abre otro… y otro… Tras la reja del arado van quedando sin casa las frías roscas, babosas, cucarachas y otros muchos feos y negros insectos que bajo la tierra viven y conviven.
Cierra el abuelo Juan los ojos y se contempla a sí mismo con el cesto de la simiente en sus manos colocando las papas de siembra dentro del reciente surco. Una aquí y la siguiente allí, a la misma distancia la otra de la otra; y a continuación descansa y mira hacia atrás y ve a su padre, azada en mano, colocando la mullida tierra que el arado dejó sobre la simiente; y luego vuelta, y vuelta, y otro surco... y a esperar, a esperar...
Surco tras surco pasan las horas, y mientras la tarde muere él acelera el ritmo para que no le atrape la noche allí, en la huerta. Días y días trabajando la tierra, abriendo el surco, raspando la hierba y en esos quehaceres, él sudando y sudando está. Y mientras sudaba y sudaba, el presumido pájaro capirote o aquel otro canario, felizmente posado sobre el viejo naranjo, no cesaba de cantar y cantar. Parecían que se burlaban de él y le decían: "¡trabaja, trabaja!". Parecía que hasta se alegraban, y muy mucho, de verle trabajar, y hasta el abuelo interpretaba su canto como la risa que da al ver al otro jodido… sudando y sudando...
Si llovía mucho, gracias a Dios, había que recoger las buenas cosechas, envasar las papas colocándolas dentro de los limpios sacos, y luego lo más difícil: poderlas vender para obtener algún dinero y poder seguir viviendo. ¡Cuántas lamentaciones en su casa oyó! Día a día oía algo sobre la venta: que si no las compran, que si están baratas, que si no cubren los gastos... No puede olvidar las caras de tristeza y amargura de sus padres cuando en la casa paterna las cosas no iban bien. A veces porque no había dinero... Otras porque repentinamente enfermaban... Y muchas otras por lo que el cotidiano vivir les traía.
Amanece el día en la casa paterna y arriba, en el pajero, hay cuatro vacas esperando su desayuno, que obligatoriamente tenías que suministrarles para que dieran leche y no se murieran de hambre. Al igual ocurría con el almuerzo y la cena de las dichosas vacas... ¿Qué cenaban? ¡Si se terminó la hierba!
Y luego a vender la leche... ¡Ahora hay mucha leche y no la compran en la ciudad! ¡Que ahora se vende bien… pero las vacas no dan! Lamentaciones y más lamentaciones, disgustos y más disgustos, que siempre eran más que las alegrías...
Luego venía el trabajo más pesado en las últimas horas del día, cuando él ya más cansado estaba. Llegada la tarde-noche, había que cambiar el colchón para que no sólo las vacas durmieran bien, sino además (y eso era lo más importante) para la materia prima del estiércol, tan importante y necesario para abonar las tierras.
En estas meditaciones y en estos recuerdos estaba el abuelo cuando oyó pasar por la carretera el viejo camión de Los Pericos cargado de racimos de plátanos. "¡Los plátanos!, ¡los plátanos!", exclamó para sus adentros. Aquella repentina e inesperada visión le hizo recordar los terrenos que su padre, ya ahora en un lejano día, compró a un vecino.
-Pagar terminar de pagar lo que debemos, tenemos que trabajar mucho -oyó él que un día su padre lo comentaba con su madre.
-Sí, Juan, le entiendo... Pero, si Dios nos ayuda, saldremos adelante.
Ahora comienza una nueva vida en su casa paterna. Ahora, además del arar y sembrar la tierra, de cuidar a las vacas, hay que cultivar los plátanos. Días y días levantándose muy temprano… muy temprano... Si no iba a la escuela o al instituto, le esperaba la azada o la podona como cosas de descanso... Azada en mano, raspa y raspa, la verde hierba que dentro de los plátanos crece... y crece. Ora regando por manteo. Impacientemente esperando a que el tajo se inunde de agua para cortar esa agua y desviarla al otro tajo. Hay que abonar los plátanos: a veces con el estiércol de las vacas y otras con los abonos químicos de aquella época. Matar los insectos, la mangara, asqueroso insecto, que había que eliminar con tus manos, uno a uno: no hay insecticidas, ni nada similar. Nada de nada.
Se termina la tarea agrícola y ahora otra vez viene la ganadera; la agrícola y viceversa... Pero esos son recuerdos… del ayer.
-¿Y hoy? ¿Qué pasa? -me pregunta y repregunta el abuelo mientras me contempla y me acaricia.
-Hoy la leche viene de fuera, de la Península -le dije.
-No de nuestras vacas. Es que ni siquiera sé si hoy hay vacas...
Ahora ya no hay que raspar la tierra para matar la hierba, ahora hay herbicidas. Ahora no hay que esperar que el tajo se llene de agua para poder desviar el agua al siguiente tajo, ahora hay un riego por aspersión que, con sólo abrir una llave, riega la huerta en el acto. Ahora no hay que repartir el abono mata por mata, ahora hay una abonadora que disuelve al abono químico y con solo abrir una llave “se abona toda la huerta”. ¡Cuántas y cuántas veces, en su lejana juventud, el abuelo pensó en marcharse del campo y buscar la manera de irse a vivir a la ciudad!
"Sí, a la ciudad... Vives en la ciudad, porque allí si se vive bien. Hay plazas para descansar, calles para pasear, cines para divertirse, bares para tomar refrescos y lo que quieras. En fin… es una vida placentera, agradable y descansada. En la ciudad vives como una marqués, tranquilo, contento, feliz... Sin embargo, yo aquí, en este campo, levantándome muy temprano. Dependiendo de unas vacas. Pendiente del abono, del riego limpieza y corte de unos plátanos, bajo el ardiente sol o la persistente lluvia...".
Fueros estos los pensamientos del abuelo Juan, en una época ya consumida y por muchos olvidada. Meditando y meditando, un día y otro también, el abuelo Juan llegó a la conclusión de que los del campo piensan que en la ciudad se vive bien, muy feliz, contento, respirando aire junto al mar... paseando por avenidas y calles, charlando con los amigos, con ropa limpia, con manos sin callos. Bien peinado, bien vestido y, sobre todo, descansado... Sin embargo, en la ciudad hay muchos preocupados y amargados porque los comerciantes no venden lo que quieren: el médico, porque el enfermo no mejora; los jóvenes, porque no tienen trabajo; el padre de familia, porque no puede pagar la compra; y una serie de calamidades que en toda las ciudades se sufre, día a día...
Los de la ciudad piensan que en el campo se vive muy bien contemplando la salida y puesta del sol. Respirando aire puro del monte, oliendo el perfume de las flores, recreándose con la visión de árboles frutales, hermosos viñedos, alegres atardeceres, silenciosas noches de luna llena, y durmiendo a pierna suelta, sin problemas.
Cuando todas estas realidades se conocen, ni los del campo quieren vivir en la ciudad ni los de la ciudad quieren vivir en el campo... De visita sí, pero no más... No obstante, conoció el abuelo Juan un caso muy excepcional. Tenía un buen amigo de nombre Guarino que, aunque vivía en la ciudad, su diaria obsesión era el campo. Lo anecdótico era que Guaridecía no añorar el campo, pero no paraba de oler las flores o contemplar los atardeceres sentado en su viejo sillón...
A Guarino lo que le gustaba del campo era trabajar y obligar a la tierra a producir. Soñaba una y otra noche con su casita arriba… en el campo. En su mente veía sus huertas sembradas de arables frutales. Se veía asimismo cavando la tierra, sembrado los árboles, podando, regando, abonando... y lo consiguió. Sus sueños hechos realidad...
Construyó su casita, cultivó la tierra, sembró los árboles, regó las huertas, recogió los frutos y disfrutó del producto de su constante esfuerzo. Fue, pues, Guarino un ejemplo que habría que imitar para los que ahora… que del campo huyen.