Hace un tiempo que Gregorio Cabrera, en el marco de los siempre pertinentes y cuidados libros de la Fundación César Manrique, concretamente dentro de la colección Isla de Memoria, dio a conocer su biografía sobre una figura fundamental de la conejería: Antonio Corujo. Siglos de arena y sal.
Antonio Corujo encarna, sin duda, de viva voz y vivo cuerpo, la historia de la significativa saga de los Corujo, que es decir la temblorosa historia de la isla de Lanzarote. Solo desde esta premisa es posible entender por qué, cuando se sube a un escenario, esto es, en el momento en que –aun a pie de calle– da un paso adelante, el timbre de su garganta y el sentido de su verbo hacen conmocionar a toda aquella y a todo aquel que lo escucha. Da igual si arranca por salineras coplas de justicia o por versos regados de fermento y uva o por susurros a la materialidad de la barca, de la vela, del callao, del aparejo… Sinceramente, da igual: la fuerza que su arte empuja viene de lo más al fondo, entra en el presente nuestro que escucha desde lo más hondo del tiempo ancestral para llevarnos, automáticamente, a una suerte de deseo futuro donde la vida sea digna, musical, igualitaria, agradecida, pacificada.
Las artes de Antonio Corujo son indomables, en su barbería y en sus ritmos, y sus jeitos habituales se han convertido en respiración constante de peso. Todo lo que toca, todo lo que dice, todo lo que mueve se torna alisio de alegría. No se trata de ver en el sabio de San Bartolomé a alguien más allá de lo humano; de lo que más precisamente se trata es de reconocer que hay cuerpos y voces infinitamente especiales, y que no cabe titubear en que lo son porque se han dado en ellos el maravilloso y celebrado abrazo entre un mundo personal preciso y un universo colectivo enormemente rico que transita desde el pueblo a la isla, desde la isla al pueblo, desde el pueblo-isla al mundo.
De todo ello, de los orígenes más remotos de los Corujo en Lanzarote, de los pasos del niño en su núcleo vecinal, de los pasos del joven en su isla, de los pies y manos del adulto en tantos lugares nos habla esta sorprendente biografía, inhabitual y original, de Gregorio Cabrera. Su autor, que descubrió al personaje desde muy joven en la escuela, cuando visitaba los colegios voz en hombro, no solo ha sido capaz de profundizar, desde el trato diario con Corujo, en su itinerario de vida, de tal manera que da señales muy importantes para poder entender la vereda larga de su existencia. Cabrera, además, ha accionado de una forma maravillosa la tierra, la sangre, la arena, la lumbre y el viento de la historia de Lanzarote que se enlaza y mixtura, sin que nos demos cuenta, como la vida misma, en la piel y pulso de Corujo. Desde la palabra de Cabrera, Antonio es la isla: la isla es Corujo.
¿Y cómo es posible conseguir tremenda hazaña? Además de con capacidad y tiempo para sacarle al protagonista astillas imprescindibles para traducir sus meollos; además de tener que ser un indagador de la historia conejera en precisiones claves para aunar nombres propios y escenas hogareñas y comunitarias; digo que además de eso y de tantas otras menudencias, poder llegar a ejecutar un libro tan atractivo como este solo puede ser posible desde el ejercicio sensible y profundo de la poesía. Estamos ante una biografía; estamos ante un documento elemental para acercarnos la vida de Antonio Corujo y todo lo que la configura… Pero estamos, abocadamente, ante un libro donde prima la poesía, la palabra cambada. La escritura de Cabrera es aquí, también, protagonista; su pluma es de una exquisitez conmovedora que no deja a nadie indiferente. El esfuerzo del autor con la lengua empleada hace, propiamente, que entendamos a Corujo como lo que directamente es: poesía elevada a carne oxigenada que hace respirar a quien se acerque. Es así, realmente, desde esta maravilla de escritura, como tan maravillosamente podemos entender los vericuetos más elocuentes del biografiado. Lo cual viene a demostrar, por ende, que casi nunca la engañosa frialdad objetiva de la que hablan los más cuadriculados historiadores puede testimoniar, con credibilidad y emoción, las alegrías y los llantos de las y los que vivieron, de los y las que han vivido.
Podríamos decir muchísimas cosas más de este libro sorprendente, pero preferimos dejar así, con lo mínimamente apuntado, el vino y el gofio en los labios; y además ofrecer, como muestra directa de invitación a su lectura, uno de sus capítulos, el número 5, titulado “Secreto de confesión”. Gracias Antonio Corujo; gracias Gregorio Cabrera.
5. Secreto de confesión
El camino a pie de San Bartolomé al centro de Arrecife se cubre en casi una hora y cuarto, así que Antonio tiene tiempo de soñar con su propia barbería, como mínimo con cuatro sillones americanos, mientras avanza por el borde de la rudimentaria carretera de ripio suelto que desciende hacia el desorden de casas y barrios de la ciudad, con sus 10 000 almas, y contempla los campos de batata, calabaza y centeno para bardos y pastos. Este 14 de agosto de 1951, al límite de cumplir 18 años, es un día especial para él. Tiene una cita con Ramón Negrín, propietario de una barbería en la esquina de las calles Fajardo y Tenerife, cuyo ayudante ha causado baja por una enfermedad por pulmón. Hay trato. Antonio queda contratado para trabajar a tanto por ciento desde el 16 de agosto, una semana antes de cumplir los dieciocho años. Su nueva rutina incluye bajar desde San Bartolomé de nueva mañana y regresar también a pie a las nueve de la noche de lunes a viernes, aunque también hace noche algunas veces y regresa en guagua los sábados, sin falta, porque los fines de semana sigue ayudando a su padre hasta el domingo a las cinco. Se mueve Antonio casi tanto como el jable y lo hace con la confianza del ruiseñor que canta aunque sienta crujir bajo su piel la rama, según reza otro poema que ha memorizado.
No pasa mucho tiempo antes de que el joven se establezca por su cuenta y se ponga el frente de su propia barbería. Ocurre apenas al año, cuando Guillermo Lasso se retira y queda libre la peluquería de la calle Real. El local será no solo su primer negocio propio, sino una sucursal de los viejos saberes populares que Antonio trae consigo y un hervidero artístico que atraerá a los ávidos de música y versos, imantados por los sonidos que se escuchan en la distancia, sumándose a la algarabía del centro de Arrecife. Antonio pela, afeita, canta, toca, recita y escucha en este humilde local en el que caben holgadamente las herramientas de barbero, los instrumentos, la clientela, las enseñanzas familiares, su manera de ser, su pasado y su futuro. Así lo resumen él:
Yo soy libre. Me siento libre. Le agradezco a mi padre que me haya enseñado a ser barbero. Tengo el compromiso del momento. Y siempre me ha llegado todo a la barbería. Los Corujo siempre buscamos la manera de independizarnos. Yo tenía el oído fino. Todo lo oía, hasta la imaginación. En la barbería hay secreto de confesión. El individuo llega y tú le amarras el cuello y de aquí para arriba es todo tuyo. Al psiquiatra le cuesta sacar la raíz de la cuestión, mientras que siendo barbero lo sacas todo.
Antonio es un cruce de caminos desde el que parten vías a todos los destinos de la memoria. Lo que entra por la puerta de la barbería dejará huella indeleble en los incontables vericuetos de sus evocaciones folclóricas y literarias. Por eso Antonio es capaz de recitar tanto una copla entonada muchos años atrás por un cantador de Tao como unos versos de Bécquer, por ejemplo, la rima XLVII, en la que el poeta asegura ver “con los ojos o con el pensamiento”, del mismo modo que Antonio oye “hasta la imaginación”. Y recuerda también que Cervantes decía que se podía considerar culta a cualquier persona que haya conocido distintas tierras, lo que esconde otro curioso cruce de caminos. Rodrigo de Cervantes, padre del autor de El Quijote, fue barbero-cirujano, lo que explicaría la cabalidad que le atribuye a Maese Nicolás. Un barbero era en aquel entonces algo similar a un médico rural. Conocían las hierbas medicinales y también eran capaces de sacar muelas o realizar emplastos. Antonio, curiosamente, trasladará ese espíritu sanitario a Lanzarote, pues será de los pocos, si no el único, que se prestará a pelar y afeitar a las personas aquejadas de tuberculosis bajo el lema de que “tiene más peligro el que tiene miedo”.
El suelo de la barbería de Antonio en la calle Real no es de jable, pero el espíritu del barrio de la alegría late bajo sus baldosas. Si, como dice Antonio, un barbero es un confesor sin serlo, el establecimiento es del mismo modo un teatro sin serlo, un pequeño escenario en el que se alega, se canta y se recita a diario, con Antonio al frente de esta particular compañía artística donde cánticos, timples y guitarras se entrelazan con el constante aleteo de tijeras. Entre los personajes habituales destaca la silueta rematada con un manojo de pelos tiesos de maestro Santiago, un sabio, un carpintero de ribera que exhibe la misma habilidad para cuadrar las cuadernas de un bote que para improvisar, amarrando las coplas en dos frases certeras y dándoles vida con “una voz con voz”, enfatiza Antonio. Maestro Santiago es un sentío. Le contó en la barbería que, cuando estuvo en Cuba, fue testigo de la muerte de una chiquilla de catorce años a cuya memoria dedicó una coplilla:
Muerte, cómo te atreviste,
cómo tuviste valor
de llevarte aquella flor
que ahora empezaba a abrirse.
Es una muestra más de que los límites de las barberías de los Corujo siempre van mucho más allá de sus muros. Maestro Santiago improvisa coplas que no son fáciles de cantar, en paralelo al hecho de que es un hombre que “hay que tratar”, con arranques peculiares como el que le llevó a escribir en un papel de embalar estas palabras que entregó a su amigo Antonio y que permanecieron hasta su cierre en la alacena de la barbería de la calle Real, una de las orillas preferidas de este carpintero de ribera y perito en rimas y quillas: “Quisiera que en bencina el mar se convirtiera, y una ola tras otra lo incendiara y con toda la humanidad acabara. Y después de esta vida otra vida que viniera que como aquella fue, esta no fuera”. Otro de los compadres es un guitarrista clásico, Francisco Fajardo, que ha estudiado en Barcelona y no toca para mucha gente, pero que se suelta sin problemas en la barbería. Dice Antonio que Paco adora el sol, y que por eso él mismo confiesa: “Me ha salido el sol más de mil veces”. Las composiciones de Fajardo son un reto para Antonio, que tiene que hacer un esfuerzo desacostumbrado para memorizarlas, como ocurre en este caso:
El hombre cuando soltero
compone un número entero,
se casa y al otro día
es regla de compañía.
Nace un chiquillo después,
es una regla de tres.
Lo cual impide a mi idea
que un número mixto sea,
pero si enviuda
compone un número abstracto,
y si se vuelve a casar
comete una estupidez.
A las puertas de la barbería, la calle Real bulle con el trasiego de aquellas personas que arriban para ganarse los cuartos en la ciudad, que crece igual que una mancha de aceite, ensanchándose con más rapidez que criterio, religando barriadas. Dentro, Antonio da rienda suelta a sus dotes para el toque y la interpretación vocal, siempre con la sencillez del artista genuino criado en una casa donde la música era un alimento más. Agarra el timple y lo rasga con un floreo inconfundible e inmemorial, por esa gracia que tienen los artistas genuinos para establecer un punto y seguido. Antonio aprendió a rasguear de tanto verlo a su alrededor. De hecho, no tuvo su primer timple hasta poco antes de ir al cuartel, en 1955, cuando cumplió tres meses de servicio en Lanzarote y otros tantos en Las Palmas de Gran Canaria, donde ejerció, entre otras tareas, como barbero del Regimiento de Infantería de La Isleta. Bajaba con frecuencia a afilar la navaja en el local de los hermanos gallegos en la calle La Naval y cuando tenía tiempo se paseaba por los mercados del Puerto y de Vegueta, con su olor a hierbaluisa y tomillo. Al último se llegaba tras cruzar el puente de Piedra, así que Antonio puede decir que ha caminado por donde nadie lo hará jamás, pues el desarrollismo de la capital grancanaria se lo llevó por delante en 1970, logrando lo que no pudieron hacer ni las mayores avenidas de agua del barranco del Guiniguada. Lo cierto es que aquel timple originario se lo quedó el cabo de instrucción de Arrecife, aunque el toque y el cantar de Antonio no se los podía quedar nadie. Con eso se nace, amigo. “No sé si canto en re o en sol. Tocan y yo canto. Y le doy al timple”, descifra.
***
En ocasiones, la música debe ocultarse. Por eso Vicente, el portero del Casino, toca el piano a puerta cerrada. Vicente enviudó y se quedó a cargo de cuatro chiquillas, Águeda, Librada, Maquita y Loló, la mayor de 18 y la menor de 12, además de un niño de seis, Chente. La tercera de las muchachas tenía 13 años cuando falleció la madre por culpa de la tuberculosis. María del Carmen, a la que llaman Maquita, se quedó por un tiempo flaquita de pura pena, pero jamás se marchitaron ni su belleza ni su voz, auténtica seda atlántica. Antonio se casa con ella en 1958, año en el que se produjo un eclipse solar total. A él le da lo mismo. Ha encontrado toda la luz que precisa. El matrimonio fija su residencia en una de las 1200 primeras viviendas entregadas en la calle Tinache del barrio de Titerroy. Es un giro inesperado. En sus caminatas de ida y vuelta pasaba frente a las obras y pensaba: “Mira tú dónde están fabricando casas. ¿Quién querrá venir a vivir aquí?”, en lo que llamará “aquellos pedregales desalmados, que fueran propiedad de los condes de Santa Coloma, marqueses de Lanzarote”, tal y como recordaría en el pregón de las fiestas de 2011 con palabras vívidas que transportan al nacimiento de la barriada:
Recuerdo con nostalgia, pero sin pena, todo sea dicho, aquellas calles polvorientas, sin aceras ni asfalto, aquel viento que cuando soplaba como solo sabe soplar en esta isla, cerraba de golpe las puertas de estas casas, que permanecían siempre abiertas porque la confianza y seguridad que disfrutábamos era tal. Y no importaba mucho que se cerraran de golpe y no encontráramos la llave: alguna llave de algún vecino servía para abrirlas todas. Casas abiertas donde los gatos, a veces, se aventuraban, conocedores de que, en aquellas cocinas nuestras, bien pudiera haber una buena comida. Así lo atestiguaban los olores de aquellas casas abiertas: las sardinas fritas, los cabritos al horno (los más pudientes) llegadas las Pascuas… Calles, como digo, sin aceras ni asfalto, donde nuestros hijos pudieron correr, jugar, aprender a caminar y llegar, ya de noche, encachazados de tal modo que más de una madre ponía el grito en el cielo. Casas sin agua ni luz, alumbradas por un manto de estrellas que hoy apenas sí podemos ver y habitadas por ilusiones tranquilas que con el paso del tiempo han dado a este barrio progreso y desarrollo y también su poquito de eso que ahora llaman glamour.
Antonio baja a diario de Titerroy a la barbería de la calle Real. La casa familiar está ahora habitada también por Carmen María, nacida en 1959, y Toñín, que llegó en 1960. El barbero desciende por la cuesta donde luego se construiría el campo de fútbol Avendaño Purrúa, de momento un morro pedregoso, hasta terminar en la calle Cienfuegos y, de ahí, a la calle Real tras desfilar ante el cine Atlántida, aunque todo el mundo lo llama el cine de don Paco, uno de los propietarios y gestor de la explotación, Francisco Sáenz Infante. Contempla, de cuando en cuando, el desfile de costeros, un cardumen siempre particular, con el patrón al frente, y su séquito de contramaestres, marineros y cocineros. Asimismo, ve pasar a las revendedoras de San Bartolomé, como aquella que tira del burro hacia la Recova para vender huevos y otras vainas y comprar pejines con la ganancia. La señora se detiene un momento, lo que es raro. Una pareja de extranjeros ha llamado su atención: “Hay que ver, tan buenos mozos y no se les entiende lo que dicen”. Los primeros turistas que caen por Arrecife, que cuenta con Parador Nacional de Turismo desde el 1 de junio de 1950, son gaviotas sueltas que se posan en tierra y anuncian el aguacero. Este primer edificio con fines exclusivamente turísticos de Lanzarote pasa de las 2193 entradas registradas en 1952 a las 4670 de 1956, lo que justifica las sucesivas mejoras y ampliaciones. Son signos de cambio previos a la irrupción de los primeros televisores en los hogares, como aquel de una vecina en el que Carmen María vio la retransmisión de la llegada a la Luna, justamente desde una isla que parece un trozo que se cayó del satélite terrestre y que depende del barco de la luz y de cargar latas en el Pilar de Agua. Pero antes de que la humanidad conquistara la Luna, los Corujo cambiaron la atmósfera conejera por otra bien distinta. Aunque este millo hay que molerlo en otra molina.
(Antonio Corujo. Siglos de arena y sal, Gregorio Cabrera, Fundación César Manrique, 2023, pp. 83-91)