Los nombretes, también conocidos como apodos o dichetes, son una manifestación popular de la cultura oral que ha perdurado a lo largo del tiempo, especialmente en los barrios, donde las relaciones interpersonales son más cercanas y familiares. Estas denominaciones, que en muchos casos tienen un tinte humorístico o cariñoso, son un reflejo del carácter y la identidad de las personas, y suelen estar asociadas a una característica física, a un rasgo de la personalidad o alguna anécdota particular que marcó la vida del individuo. En el caso de mi barrio, Tamaraceite, en Las Palmas de Gran Canaria, estos nombretes han formado parte del imaginario colectivo y se han transmitido de generación en generación, creando un vínculo único entre los vecinos y su historia.
Los nombretes son mucho más que simples apodos; son expresiones de identidad social que permiten mantener viva una tradición de comunicación popular y de memoria colectiva. En los barrios más tradicionales, como lo ha sido Tamaraceite, estas denominaciones suelen ser conocidas por todos, y a menudo el verdadero nombre de la persona queda relegado a un segundo plano frente al nombrete que lo ha definido ante sus vecinos y amigos. De hecho, es común que alguien se refiera a una persona más por su apodo que por su nombre oficial, lo que demuestra el arraigo del mismo. Por ejemplo, a Rafael el Alpupú o Manuel el Cazuela nadie los conocía por su apellido y su nombrete era su sello de identidad. Los mayores, hablando del fútbol de antes, me nombraban a jugadores y entrenadores por su nombrete, como José el Cabuco, quien participó en un campeonato en el que quedaron campeones en el Campo España; Lorenzo García el Blanco, que jugó en el Porteño; Antonio el Morris, en el Marino, el padre de Rafael el Pintor, que fue portero del Victoria.
Cuando en el año 2001 publiqué Tamaraceite. Recordar es volver a vivir se me ocurrió incluir un capítulo sobre los nombretes de las familias del lugar. Les confieso que fue uno de los capítulos que la gente miraba con más interés por ver si el apodo de su familia se había recogido. Recuerdo una familia, los Ministros, que se me olvidó incluirla, y la hija me lo dijo muy apenada. Como en cualquier pueblo, los nombretes, apodos o dichetes es la manera más fácil para ubicar a una persona determinada. En este sentido, es interesante observar cómo incluso personas respetadas y admiradas en la comunidad pueden tener un apodo que, aunque en un primer momento podría parecer irrespetuoso, en realidad resalta aspectos humanos que los acercan aún más a sus vecinos.
En mi época de estudiante era habitual ponerle un nombrete al profesor. En mi colegio teníamos uno de inglés que fue bautizado por sus primeros alumnos como El Cabo, conocido en sus inicios por su sistema de dar clases, más parecido a un cuartel militar que a un colegio de EGB. Los chiquillos no nos atrevíamos a decírselo a él, pero si a su nombre no le poníamos El Cabo no lo conocía nadie. Este profesor fue uno de muchos que tanto en el colegio como en el instituto bautizaban sus alumnos. Otros nombretes de “ilustres” y recordados maestros son La Patineta, El Fósforo o La Bombona. A los que me lean y hayan estudiado en el Adán del Castillo o en el Cairasco de Figueroa les vendrán a la mente enseguida estas personas. Así, en nuestro lenguaje coloquial es más cercano y accesible nombrarlos a través de ese apelativo popular que si se refirieren a él o ella simplemente por su nombre.
Los nombretes forman parte de la identidad de muchos barrios y pueblos en Canarias y de otras partes del mundo. Sin embargo, en un contexto tan particular como el de este barrio, donde las tradiciones rurales y la modernidad han convivido durante décadas, los apodos han jugado un papel clave en la forma en que los vecinos se relacionan entre sí y cómo preservan su historia. En una época en la que el anonimato en las grandes ciudades es cada vez más común, los nombretes representan un lazo con el pasado, una manera de recordar que las personas están definidas tanto por su carácter individual como por el entorno social en el que se desarrollan.
Tamaraceite, como otros muchos lugares, es cuna de apodos muy singulares: unos tienen un significado que marcará a la familia durante generaciones, otros son simples dichetes que en la infancia servían para molestar a los amigos o amigas de juego y que llegaron a sustituir incluso al nombre de pila. Quién no conoce a Agustín Murillo o a Antonio el Padrino... Pero estos nombretes, que tienen una historia detrás, son cariñosos: ni el que lo lleva se enfada, sino que se muestra orgulloso de su sobrenombre. Hay otros que son más duros, cuya familia trata de esconder y que pasará de padres a hijos sin piedad del resto de vecinos. Pero estos son los menos, se los aseguro...
En mi barrio incluso los podríamos clasificar por temas, como por ejemplo de animales (Caracol, Paloma, Palomo, Kíkera, Ciervo, Mosquito, Caballo, Cochino, Cucaracho, Ratón...); de profesiones (Chófar, Carniceros, Pastor, Cantero, Camellero, Pescaora, Filateros...); de gentilicios (Moro, Chino, Indiano, Canario, Blanco, Rubio, Negro, Árabe, Japonés...); de considerados defectos, que sí que son tema de ofensa (Jedionda, Rebencúa, Mierdero, Gordo, Remendao...); relacionados con la cocina (Botija, Cocinillas, Carajacas, Chorro, Huevo, Batata, Cazuela, Níspero, Papafrita, Papita, Medio queque, Croqueta, Bandeja...). Hay muchísimos más, pero para no cansarles damos un salto en el tiempo y nos encontramos otros nombretes más modernos como Moroño, Chincha, Cachimba, Patapalo, Mandarria, Paleto, Marciano, Pigmeo, Enano, Cojo, Pirulo, Piojo, Cabo, Drácula, Pavo, Pelao, Tripa, Capitán, Pirata, Peluca, Morete, etc.; y que son claro ejemplo del cambio generacional de nuestra gente.
Los nombretes en barrios como Tamaraceite son símbolos profundamente arraigados en la vida cotidiana y la memoria colectiva. Estos apelativos reflejan la historia, las características y las relaciones de las personas dentro de nuestros barrios, creando un tejido social que conecta a los vecinos más allá de lo superficial. En lugares donde las relaciones humanas son cercanas y las historias compartidas, los nombretes se convierten en una forma de conservar la identidad y mantener viva la tradición. En definitiva, son fruto de nuestra historia, de la vida diaria y cotidiana de nuestros padres, abuelos, bisabuelos... Quién sabe hasta dónde se remonta el origen de cada uno de ellos... Quizá dentro de unos años los nombretes sean otros más modernos o desaparezcan, pero no hay que dejar de reconocer, como decía en 2001, que más bonitos, variados y pintorescos será difícil que los encontremos. Espero que este artículo les haya removido historias y personajes de sus barrios que igual ya estaban dormidos en el recuerdo, o quizá no...