El proyecto de investigación sobre los cochineros de Icod el Alto (Los Realejos, Tenerife) se inició durante el curso 1973-74, hace 50 años, en el ámbito de la antigua Escuela de Magisterio de La Laguna, en la actualidad Facultad de Educación. En 1982, fue merecedor del Premio Viera y Clavijo de Literatura e Investigación, auspiciado por el Ayuntamiento de Los Realejos. Al año siguiente, 1983, la mencionada institución lo publicó, teniendo 144 páginas de extensión. Se agotó muy pronto, causando una gran sorpresa por la circunstancia de que aún no eran demasiado pródigas las obras ocupadas en narrar asuntos relacionados con la historia de los pobres, la de la inmensa mayoría o la mayoría silenciosa.
El pasado 18 de agosto, en el marco de las fiestas patronales de Icod el Alto, se presentó, 43 años después, la segunda edición del libro dedicado a los cochineros, publicación del propio Ayuntamiento de Los Realejos, abarcando 356 páginas. Se trata de un trabajo colectivo para el que prestaron amable y desinteresadamente su participación más de 100 personas, entre colaboradores (M. Osman, Manolo Sánchez, Fernando Garcíarramos, Cándido Hernández García, Teresa González Pérez, Fernando Sabaté Bel…) e informantes, naturales estos últimos de Icod el Alto y de otros pueblos de Tenerife, siendo varios los que han fallecido estos últimos años. Es en alta consideración un estudio basado en la oralidad cultural, esencial para recomponer gran parte de la historia de Canarias. Como síntesis, siguiendo al historiador francés Marc Bloch: “La historia se hace con fuentes escritas cuando las hay; pero debe hacerse, hay que hacerla sin fuentes escritas cuando no las hay”.
Los cochineros de Icod el Alto fueron promotores, agentes esenciales de la cultura del cochino en Tenerife. Montados sobre su bestia o mulo llegaban hasta los últimos rincones de la isla, siendo partícipes de la denominada generosidad del camino, transportando a los lechones en el interior de dos cestas o raposas dispuestas a ambos lados del animal, ofertándoselos a sus habitantes: “¡Mire, mire, igualito que su madre!”. Durante años, en muchos pueblos de Canarias, aparte de escasear el dinero, estuvieron ausentes elementos como los siguientes: carnicerías, mataderos, medios de congelación, luz eléctrica… Para disponer de carne y leche, se contaba en muchos de los sitios domésticos -del campo y de los centros urbanos- con gallinas, conejos, alguna cabra… y de un cochino al que se alimentaba, inclusive, recurriendo a los propios excrementos humanos. El cochino era criado en el interior de un goro o chiquero próximo a la vivienda. Y solía sacrificarse -por razones de preservación- a la entrada del invierno. Parte de la carne se comía fresca, en adobo…, salándose la mayor parte y destinándola a condimentar los platos característicos: potajes, ranchos, zancudos, revueltos… que ayudaban a amortiguar el rigor de los días de invierno. Otros productos destacados, prodigados por aquel ser vivo al que tanto debemos, fueron la manteca, chicharrones, la propia sangre, morcillas, chorizos…
Pero, aparte de lo esencialmente material, también, en torno al cochino y al cochinero, provisto de un reconocido y valorado espíritu comercial, encontramos rasgos de carácter social (fiesta familiar celebrada el día de la matazón, animosos juegos infantiles compartidos en las antiguas plazas…), así como considerable número de creaciones literarias (dichos, romances, cantares, cuentos, anécdotas…). Ahora bien, la cultura del cochino llegó a alcanzar un rango universal. El escritor portugués José Saramago, Nobel de Literatura en 1998, comenzó su discurso de la concesión del premio elogiando la figura de su abuelo, cochinero de profesión, con estas palabras: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir (…)”, refiriendo a continuación curiosas estampas sobre el oficio, contempladas también en nuestras latitudes.
En el intervalo que va desde la primera a la segunda edición del libro, respectivamente 1983 y 2024, el cochinero con su figura inigualable, su mulo, las raposas y los lechones que ofrecía, se ha extinguido y, con él, las curiosas e irrepetibles manifestaciones en torno a su idiosincrasia y proceder. Sirva esta obra escrita como recordatorio de agradecimiento y generosidad.