Tamaraceite es mucho más que un barrio donde cada vez hay más viviendas en detrimento del suelo agrícola que rodeaba al pequeño núcleo habitado. Es una comunidad forjada por vivencias, historias compartidas y rincones que guardan momentos pasados de sus habitantes. Uno de esos rincones es La Montañeta, un enclave que ha sido testigo del paso de generaciones y que aún conserva la esencia de un pasado entrañable.
Caminar por La Montañeta siempre ha sido una experiencia especial. En mis paseos de infancia, me fascinaban las vistas panorámicas que ofrecía esta atalaya: por un lado Los Giles, al otro la Isleta y si nos íbamos al Este, una vista de la ciudad detrás de la loma de Siete Palmas.
Muchos de los nuevos vecinos de Tamaraceite no saben que el barrio está asentado en un cono volcánico, de la misma época de Las Isletas o de la Montaña de Arucas, y que no ha recibido en los últimos cincuenta años plan de rehabilitación alguno. El mismo alcantarillado, las mismas callejuelas sin asfaltar y sin casi aceras ni aparcamientos. Hasta las campanas de la iglesia dejaron de sonar por la noche hace años porque “molestaba” al sueño de algunos de los nuevos vecinos.
Fue un espacio que el hombre utilizaba para vivir desde época prehispánica. Se vivía en cuevas, muchas de ellas han llegado hasta nuestros días, aunque poco a poco, y sobre todo a mitad del s. XX, los vecinos las iban adaptando a los tiempos modernos, con fachadas de una planta y alguna habitación más. En los últimos tiempos han surgido planeamientos, como el ARRU 08, que pretendía meter tijera y cargarse la identidad de este núcleo y donde muchas casas cuevas caerían por el tractor y el piquete, lo que llevó a los vecinos a movilizarnos y paralizar tal tropelía.
A menudo, mi abuela nos llevaba a mis primos y a mí por las estrechas callejuelas que rodean La Montañeta, mientras ella, que era partera, iba a visitar a las parturientas y a sus criaturas. Ella nos contaba historias que nos transportaban a un tiempo en el que los burros y carretas eran los protagonistas de aquellos caminos, y el sonido del viento entre alguna palmera dispersa parecía contar secretos del pasado. Incluso ahora, aunque el entorno ha cambiado, caminar por La Montañeta es como abrir un libro lleno de memorias, donde cada rincón tiene algo que contar.
En La Montañeta, no solo había tiendas de aceite y vinagre como la de Periquito Acosta, Prudencito o Isabelita la Barbera, sino que había un cine, colegios como el de Chita o Angelita, barberías, panaderías y hasta también una tienda de ropa y artículos de regalo en la que, a pesar de sus reducidas dimensiones, se podía encontrar un vestido de la última moda, zapatos y hasta muebles. Carmelita García, como se le conocía, por el apellido de su madre, Mariquita García la Partera, era una comerciante que nunca se enriqueció con su negocio porque trataba de ayudar a los más desfavorecidos que hasta su tienda acudían a pedir la ropa del colegio, bragas o calzoncillos, y hasta un sillón o un televisor porque el suyo ya estaba para el "desguace". Ella fue intermediaria entre las grandes tiendas de Triana de la época y a donde los vecinos de Tamaraceite acudían con su autorización para que comprasen fiao y poder ir pagándoselo poco a poco. Mucho fue el dinero que Carmelita tenía en la calle y mucho fue el que no volvió, porque la gente no tenía o, algunos, los menos, se lo dejaban de pagar.
El Cine Galdós fue otro de los lugares mágicos para grandes y chicos de La Montañeta, situado en lo que todavía llamamos el Callejón del Cine. Nos invitaba a emular a los grandes héroes de las películas de indios y vaqueros o de aquellas grandes películas de romanos. Esta joya desapareció a principios de los años 80 cuando comienza a hacer furor la televisión en color, las grandes salas en Las Palmas, el uso del coche privado y la guagua, que facilitan que este lugar emblemático vaya teniendo cada vez menos seguidores. Recuerdo que el cine, que también se convertía en pista de baile, sobre todo en carnaval, tenía varias categorías de asiento: en las primeras filas estaban los grandes bancos comunes y a los cuales se accedía por el callejón lateral, eran los más baratos; en la parte de atrás estaban las butacas de asiento individual con reposabrazos; en la planta alta había dos palcos con capacidad limitada al que accedían los más pudientes, autoridades y los amigos del acomodador de turno o de los que echaban la película, Miguelito García o Santiago Diepa.
Para los habitantes de Tamaraceite, La Montañeta siempre ha sido más que un lugar entrañable. Recuerdo con cariño las tardes en las que los vecinos mayores sacaban sus sillas a la calle, se reunían a la puerta de sus casas o a la sombra de los árboles, compartiendo anécdotas y risas. En esas conversaciones, se ponían al día de la actualidad más cercana y la más lejana, porque el que tenía alguna radio, contaba lo que ocurría más allá del pueblo. En días de fiesta, La Montañeta se convertía en un escenario natural para celebraciones improvisadas. Bastaba una guitarra, unas voces alegres y el espíritu de compartir para transformar cualquier tarde en una ocasión especial. Manuel Cazuela estaba en todos los saraos, y junto a Santiago el Cantaor animaban la fiesta de grandes y chicos. Era, y sigue siendo, un recordatorio de la importancia de los pequeños momentos y los lazos que construimos en nuestro entorno más cercano.
Aunque los años han traído cambios significativos a Tamaraceite, La Montañeta permanece como un símbolo de lo que una vez fuimos y de lo que aún podemos conservar. Lugares como este nos recuerdan que la memoria no vive solo en los libros o en las palabras, sino también en los espacios que habitamos y en las historias. La Montañeta sigue siendo, a pesar de los cambios, un refugio de tranquilidad y memoria en el corazón de Tamaraceite. Es un espacio que invita a recordar, a reflexionar y a valorar la riqueza de nuestro patrimonio.
Como vecino, creo, de corazón, que recordar es también un acto de resistencia: resistir al olvido, a la indiferencia, y al paso implacable del tiempo. Invito a todos a pasear por La Montañeta, a conocerla y a conservarla, no solo con los ojos, sino con el corazón abierto, porque en cada rincón se encuentran los ecos de quienes nos precedieron y las raíces de lo que somos.