Lo primero que hay que decir es que el museo se sitúa en el salón de entrada de una casa tradicional, cuya fachada está pintada de blanco, con paredes delicadas hechas de piedra y barro, donde paradójicamente no se puede colgar nada. En esta casa se agrupan obras que Jordi Solsona ha ido encontrando en la basura o en rastros; les ha dado distintas disposiciones, ha destacado cuadros o piezas que luego ha ido cambiando de lugar o sustituyendo por otras de su vasta colección. Son como 700 piezas; 700 almas penadas que ahora encuentran su espacio doméstico. Un museo-casa así es un proyecto de vida, que me hace pensar en una inspiración similar a la que vi en una película, basada en un cuento maravilloso de Paul Auster (Smoke, 1995), donde un vendedor de tabaco saca una fotografía todos los días a la misma avenida de Brooklyn, sin excepción y a la misma hora.
Intuyo en Jordi una disciplina artística e investigadora similar: un calabacero inusual en el trasvase de arte desde el inframundo hasta esta tajea nuestra. A su vez, el director del Museo de Arte Abandonado no ha estado solo: ha conformado un equipo singular de personas que están atentas a los márgenes, que de alguna manera “trabajan” para él, mirando en contenedores, rastros o casas donde el arte está en esa posición liminal, en el limbo camino a la basura o el abandono. Esto ha hecho que también descubra las biografías de las personas que le ayudan, haciendo una red de relatos vitales, de gente que tiene miradas particulares sobre el arte que encuentran en la basura.
Con todo, las biografías que cabe destacar aquí son las de las propias obras de arte que conforman el museo. Jordi siempre intenta buscar la historia tras la pintura, tras la firma o tras el marco; cada encuentro con fracciones de arte abandonado dan pie a que Jordi asuma una metodología distinta, que recorra historias dispares cuando el azar y el contexto lo llevan a ello. A veces es fiel a su formación profesional y es la pericia caligráfica la que permite abundar en la biografía detrás de la firma. Otras veces, cuando encuentra astutamente la autoría, se puede desatar una nueva historia de reencuentro de la pintora con su arte perdido. Con otros cuadros la información se para en seco y, de ahí, el recolector imagina cómo se pintó o cómo se creó el cuadro. El museo ofrece entonces un campo a camino entre la documentación y la imaginación literaria.
John Berger decía, en sus escritos didácticos sobre los modos de ver, que miramos un cuadro influidos por todo lo que el contexto y la información nos da sobre él. Y así, escrutando bien, logramos apreciar la autenticidad, un resabio que ya no sólo se da por la unicidad de la obra, sino por esa cualidad otorgada por las políticas museísticas, la academia y el mercado. Jordi conoce estos recovecos bien. Empezó buscando en la basura cuando aún tenía un pie dentro de los salones y los despachos que consolidan la experticia. Como Berger, sabe que el valor de la obra depende de todas esas investigaciones y del rigor, y que no es un “sentimiento erróneo” asombrarse ante el aura de un original. Pero ¿qué pasa con las obras que han acabado en esos márgenes, olvidadas, hechas basura? Cuando Jordi se aplica y se sumerge en los detalles del cuadro abandonado, ¿se trata de una forma de darle “autenticidad” a la pieza? ¿Es de esto de lo que trata un Museo de Arte Abandonado? ¿O hay algo más?
Creo que la basura tiene un sentido inexpugnable en nuestras sociedades actuales. Contiene todo el drama y todo el misterio de un sistema socioeconómico, el cual mira casi desde afuera. En un mundo donde las mercancías están marcadas por su reproducción, o incluso por su digitalización, la originalidad de algo parece darse en un proceso de singularización que sólo es posible cuando algo se convierte en basura. En una estantería, asociada a una etiqueta o un precio, las cosas son copias. En nuestros espacios sociales y domésticos son algo más particulares, teniendo cierta utilidad que va pasando a un posible apego; pero en la basura son únicas de verdad, aunque también completamente rechazables, cosas extraviadas por la vertiginosidad de la modernidad. Ver lo singular en este punto fatal es lo que requiere salirse del canon; un trabajo arduo que necesita una heteroglosia fascinante.
Entonces, si un museo de arte abandonado tiene tanto sentido, ¿no son también un pastiche los mismos museos con arte megavigilado y ultraconservado? ¿No han llegado también algunas obras a ser arte por el camino del dolor y el rechazo, a través de la basura? ¿Acaso no hay arte extraviado? ¿No son mentiras de los dioses todas las certificaciones de originalidad? Al museificar arte de la basura, ¿no acaba siendo también otra cosa diferente a la basura y el abandono? ¿Se puede mantener un museo de arte de la basura con su carga de basura; su significado de desecho? ¿Y no es cierto que toda obra de arte, como decía Jean Baudrillard, debe aniquilarse a sí misma como objeto familiar para alcanzar una alienación mayor que la de la mercancía capitalista, adquiriendo una capacidad seductora que es “pura”? ¿Nos ofrece Jordi una pureza por partida doble cuando presenta arte dos veces muerto (o dos veces renacido)? Estas son las preguntas difíciles que me hago desde un marco antropológico, y que intento deslizar en papeles con tinta de limón para Jordi.
El museo pretende atravesar sus paredes, jugar con sus clasificaciones y viajar. Pero, sobre todo, ¡quiere ser visitado!