Recostado en su cama, boca arriba, y con los ojos semicerrados, reviviendo y recreándose en estos recuerdos estaba el abuelo Juan cuando, de repente, oyó al perro ladrar y ladrar. Ello despertó su atención y curiosidad.
-¿Qué será esto ahora? -se preguntó-.
Esperó pacientemente a que el perro dejará de ladrar. Pasó algún tiempo de espera… pero el animal no tenía tregua. Sí, dejaba de ladrar un momento... Agotado estaba y entre resuello y resuello, sacaba su gran roja lengua al aire. Estiraba mucho las patas, parecía que ya estaba cansado... pero al minuto, de nuevo, tomaba posición y abría la boca y seguía desesperadamente ladrando y labrando, cada vez más… y más. No hubo forma de que aquel animal se callara.
Haciendo de nuevo un sobrehumano esfuerzo, despacio, muy despacio, cojeando y agarrándose de todo lo que a su paso encontraba, hasta del mismo aire, logró el abuelo Juan llegar hasta la ventana de su habitación para ver por qué, otra vez, ladraba el dichoso perro. Lo que abajo, en el patio de la casa, vio era espectacular. Esta vez el perro estaba apoyado solamente en sus patas traseras y en posición recta las delanteras. Parecía sentado. No cesaba de ladrar con inaudita furia, pero siempre mirando fijamente a la luna llena que desde el azulado y limpio cielo palmero iluminaba la soledad de la noche.
Aquel animal, entre ladrido y ladrido, hacía una pausa para escuchar atentamente a unas cuantas ranas, que desde una cercana charca emitían su característico crac… crac. Acompañaba aquel nocturno concierto una pareja de grillos, que no muy lejos, detrás de unos hermosos rosales, se rascaban constantemente las patas produciendo su característico gri… gri. De vez en cuando, tanto el perro como las ranas y los grillos cesaban de emitir sus característicos sonidos y, por consiguiente, la noche volvía a quedar iluminada, silenciosa, callada misteriosa y sospechosa.
Este concierto no era espontáneo, no, ya que un búho, desde lo lejos, quizás desde aquellos árboles, con su hu... hu incitaba al perro y a las ranas a seguir y seguir en aquel improvisado concierto nocturno que él dirigía y, al mismo tiempo, le divertía mucho... Por lo demás, todo parecía estar dentro de la normalidad habitual y diaria en el trascurrir de la campesina noche isleña.
Cuando ya el abuelo Juan, visto lo visto, se informó de lo que en aquellos derredores ocurría y se iba muy tranquilito de retorno a su ansiada cama, justamente en el momento en que abandonaba la ventana de su dormitorio, algo le hizo retroceder y volver a contemplar el paisaje... Volvió a mirar mejor el cielo. Algo extraño percibió... Se trataba de unos enormes y oscuros nubarrones procedentes de allá, de lejos, del sur de la isla, los cuales lentamente, muy lentamente, se acercaban a la luna, dejando tras de sí la oscuridad más oscura, jamás vista por él en su larga vida.
Esperó el abuelo Juan pacientemente curioseando los alrededores y mirando una y otra vez al cielo. Ahora contemplaba asustado, atónito, aterrado, los negros nubarrones que lentamente hacia él venían acercándose. Expectante y nervioso esperó largo rato para ver el fin de aquel viaje y... ¡Ay, Dios! Al momento, pudo contemplar y comprobar cómo lentamente pasaban ante la luna aquellos negros fantasmas, que la iban cubriendo totalmente. Consecuentemente, la absoluta oscuridad volvió a reinar en aquel entorno rural.
Otra vez sintió el abuelo miedo, mucho miedo, a pesar de su edad. Presintió que algo inesperado y peligroso iba a ocurrir y se santiguó, tres veces, antes de comenzar a rezar... y rezar...
La repentina oscuridad reinante provocó que el perro, poseído por el miedo, corriera rápidamente a refugiarse en un viejo cajón, que tenía como su caseta particular. Las ranas ahora, también asustadas, una tras otra rápidamente se metieron en el agua para no ver ni oír lo que en el exterior sucedía. Los grillos, de inmediato, se dieron la vuelta y también corrieron a refugiarse en el hueco de un viejo tronco de eucaliptos, que allí tenían su “vivienda de siempre”. Del búho ni tan quiera hoy sabemos dónde está...
Llegados a este punto de la tormenta, el ronquido de los truenos era tan tremebundo que parecía que la misma tierra se rompía en veinte mil pedazos. Y en medio de esta intensa y absoluta oscuridad, lentamente un persistente frío glacial pretendía dejar al abuelo Juan congelado allí mismo. Junto a su ventana. La luz de un imprevisto y repentino relámpago instantáneamente iluminó todo aquel panorama de campo durante unos segundos. A este siguió otro… y otro..., de tal forma que aquel panorama de luz, sombras, oscuridad y misterio parecía que no tendría fin.
Asustado, muerto de frío y con el alma sobrecogida, al abuelo Juan le parecía que toda la tierra temblaba bajo sus pies y que el mundo ya llegaba a su fin. Aguzó el abuelo el oído, prestó la máxima atención y dirigió su rostro al lugar desde donde a él le pareció oír voces de hombres, de mujeres y niños pidiendo despernadamente auxilio. Pero no, no pudo seguir escuchando nada porque otro estruendoso trueno retumbó con tal fuerza en el lugar que a punto estuvo de hacerle estallar sus tímpanos.
Inesperadamente, al momento, silencio, silencio... Silencio que cubre de nuevo el nocturno y campesino lugar... Todo parecía que volvía a ser tranquilidad y calma... Pero se equivocaba el abuelo pues esta calma era ficticia, duró muy poco. Al siguiente segundo otro ronco y estruendoso ruido parecía que todo sería llevado al fin. Así que expectante, asustado, ansioso y temblando por el frío esperó otra vez, más tiempo, junto a la ventana.
Ya no tuvo que esperar mucho porque al momento llegó el ronco ruido de un nuevo trueno, otro y otro… La espantosa escena se repetía una y otra vez. Tan fuerte y tremebunda era que no recordaba el abuelo otra igual en su dilatada vida. Era una tormenta muy especial, y no sabía definir por qué.
Hubo un corto silenció. Era un silencio sospechoso, traicionero, amenazador.
-¿Qué vendrá ahora? -de nuevo se preguntaba interiormente-.
La respuesta fue rápida. Muy rápida... En ese momento lo que caía del cielo no eran gotas. Eran verdaderos ríos de agua... Esta fuerte lluvia producía tan ensordecedor ruido que ahora sí., ahora de seguro el oído del abuelo Juan se quedaba sordo para siempre... Sentía que su cabeza le iba a estallar en mil pedazos de un momento a otro.
Con sus manos temblorosas, y después de un gran esfuerzo, logró por fin cerrar la ventana, y dando bandazos y más bandazos, y al mismo tiempo agarrándose fuertemente del mismo aire, por fin, logró llegar a su ansiada cama...