Revista n.º 1079 / ISSN 1885-6039

El poeta sigue aquí

Jueves, 26 de diciembre de 2024
Itamar Pérez Díaz
Publicado en el n.º 1076

Le quedan días a este 2024, el año en el que hace cincuenta que se nos fue Saulo Torón, o mejor dicho -a la luz de este texto y este poema del joven poeta y filólogo Itamar Pérez-, el año en el que celebramos el primer cincuentenario de su presencia más rotunda.

Figura de Saulo Torón en el cartel de la reciente exposición en el Museo Elder

Da la impresión, cuando uno sale a que los pasos lo lleven por los adoquines, por el asfalto nuevo y los paseos rojiblancos de esta ciudad grancanaria, de que hay lugares que aún conservan un magnetismo lírico que tira del alma y obliga a observar cuanto rodea al transeúnte isleño, y a fijar una atención que trasciende por completo el sentido corriente sobre las cosas modernas y viejas de la capital. Da la impresión, cuando uno detiene estos pasos delante de la casa Miller, por ejemplo, o cerca de donde estuvo la antigua botica, o de la cabina del puerto, o frente a cualquier jardín florecido u ola brava que rompe contra la ciudad, de que existen todavía, por lo reciente de su ausencia física y la hondura blanca de su legado, lugares que tienen guardada el alma del Poeta, espacios ensanchados por el alma del Poeta, incluso aquellos con los que el orillado de las lentes de sal cruzó apenas un destello fugaz de la mirada. Espacios encantados como chuchangos, espacios dorados que conocieron al ser escritos la humildad del cobre, espacios de cuyas cotidianas verdades hicieron tesoros del alma las pupilas cristalinas de los poetas de isla, de los cantores de mar y de orilla, pero que hizo particularmente suyos, en un malabarismo interno y constante de arraigo y exilio, aquel de entre los grandes liróforos de Gran Canaria que prefirió ver pasar la vida en un silencio de sístoles y diástoles que bien pudieron ser, durante sus ochenta y nueve años de observación profunda, latidos de una luna transparente que respira sobre el mar. Espacios y recuerdos del Poeta, como el olor del sol desnudo que sale a secarse por el aire como una espora roja del horizonte, como el aroma de los paños frescos de una nave que cruza el mar simulando la misma espuma del Atlántico, o como el que desprende en el hogar un limonero de verano plantado por unas manos sencillas, árbol que lleva las raíces adonde el agua tiene su casa de piedra en alguna parte profunda de esta ínsula de honduras amarillas. Lugares que el canario ve en la costumbre de los días, apariencias que el tiempo ha erosionado y lavado constantemente hacia el futuro. Esencias que se conservan sagradamente en los corazones de las cosas insulares, lugares que el ordinario paseador no sabría ver más que con un par de ojos y el alma tras un velo. Da la impresión, todavía, de que las lentes del observador continúan reflejando las luces y las sombras de esta ciudad ante todo luminosa, y la sensación de que, a juzgar por la calidez que mana de la tierra en muchos de los paseos capitalinos, debajo del adoquín y del asfalto nuevo persiste aún impresa y como una murmuración volcánica la huella del eterno peatón. Una pisada fina y hermosa, la marca del Poeta que, por querencia pura y sincera, acostumbró más en vida a andar con los zapatos del otro que a hacerlo hollando el suelo con los propios, y que prefirió elogiar las pisadas del otro aun cuando, en las tertulias que vienen siempre a resumir lo andado, las gargantas de quienes admiraron su trabajo en el camino preguntaron por las suyas; a querer estas pisadas ajenas acostumbró el Poeta, estas pisadas de Amigo, y a querer los caminos del otro y a agrupar los dispersos en un ramo de rosas griegas y fragantes como se quieren, de corazón, las amistades y los vínculos que dejan rastros como cuchilladas luminosas sobre el alma.

Portada de 'Conversaciones noveladas' con Torón

Al Poeta Observador

Al Poeta que observó

desde el puerto y la botica,

enrocado ante la brisa

y ante el negro malecón;

     al Poeta que encantó

con lirismo de cronista

ciertas monedas cobrizas

lo mismo que al caracol;

     al Poeta que perdió,

por cruzar hacia otra orilla,

una moral herculina

que jamás recuperó;

     al Poeta que volvió

a orillarse en la poesía

frente al ánima broncínea

del amigo que enfermó;

     al Poeta que calló

en el luto y la vigilia

de quien, humilde, se exilia

en el propio corazón;

     al Poeta que exclamó

frente al muro su venida

cuando volvía la vida

a inclinarse a su favor;

     al Poeta peatón

de la urbe capitalina

que todavía transita

su más cauto observador;

     a ese Poeta de amor

vertido en coplas marinas

y en la herencia isabelina

del apellido Torón.

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