Revista n.º 1062 / ISSN 1885-6039

De las fiestas de Nuestra Señora de las Nieves 2024 (pregón) (y II)

Jueves, 15 de agosto de 2024
Candelario Mendoza Cruz
Publicado en el n.º 1057

El contacto, el abrazo, el de antes de la Diana y el de los días posteriores, es una forma de relación que marca también el final y el principio de nuestro ciclo. La danza en Agaete, en sus tres momentos rituales, es una alegoría al contacto. Como decía mi padre: «El que no quiera que lo rocen que se salga de La Rama».

Estampa característica de La Rama (en 2024)

(Viene de aquí)

Seguimos con el OLFATO

De gran importancia son también los aromas de la fiesta y las fragancias que impregnan las casas. Cada hogar es una microfiesta, una extensión de lo que se celebra en la calle y en los  escenarios donde tienen lugar los principales actos. En ellas, la comida es tan fundamental como los propios festejos.

Su preparación es un elemento ritual que, al menos en mí, se ha quedado grabado como algo muy personal y de lo cual no me quiero deshacer. Supongo que a muchos de ustedes les pasará lo mismo. Recuerdo con nostalgia el ajetreo de mi madre y mis hermanas haciendo la ensaladilla el día antes de la Rama para así no tener que entrar en la cocina los días grandes de la fiesta.

Desde adolescente me ha gustado participar en los tres momentos del ritual (Diana, Rama y Retreta) porque me parecen los más emotivos y, siendo sincero, porque la novelería me puede. El día cuatro por la mañana, cuando me levantaba para disponerme a seguir bailando tras una noche de música y al menos media hora de baile de la Diana, tengo el recuerdo de sentir el olor de un caldo muy básico que preparaba mi madre, con un poco de carne de vaca y pollo, condimentado con unas hojas de yerbahuerto, a modo de sopa de pan, que me ofrecía con cariño para asentar el estómago. Esa base serviría para hacer, más tarde, la sopa propiamente dicha de ese día y la carne en salsa del día de Las Nieves. La verdad es que los olores invitaban a comerte un plato. Mi padre siempre le añadía una pimienta verde picada. No sé cómo podía tragársela, pero le encantaba.

Ese olor, como el de los otros platos que poco variaban de año en año, era un aroma que se repetía anualmente y que uno asocia indefectiblemente a la fiesta. Esa fragancia hogareña y festiva de mi casa se puede extrapolar a cada una de las viviendas del pueblo, porque cada morada, como ya he mencionado, era y es en sí misma la fiesta, aunque a menor escala.

Detalle de mujer con rama al hombro en foto de Fachico Rojas

Pero también abundaban otros olores que podríamos denominar ambulantes o de la calle. Los que tenemos un poquito más de edad los recordaremos mejor: los calamares jareados, que se asaban en una pequeña cocinilla y que te servían envueltos en un papel, las sardinas tostadas de la romería, las nubes de azúcar, las manzanas caramelizadas, las roscas. Era tal la cantidad de olores evocadores que, aunque no tuviéramos el resto de los sentidos, sabríamos perfectamente que nos encontrábamos en las fiestas de Agaete.

En otra época, donde determinadas normativas no estaban aún ni pensadas, podíamos, guiados por el olor, entrar en cualquiera de los bares del pueblo, situados en la columna vertebral del entorno festivo, para degustar un plato local: carne de cabra, chuchangas, ropa vieja, etc. Por la vinculación con mi familia, recuerdo los olores del bar de Cionita la Bermeja, los de Juan Diorca, auténtico especialista en arreglar las chuchangas, los del Bar Medina, los de Juanó… También la cantina del Casino destacó, en algún tiempo, por sus platos festeros; en concreto, mi padre me hablaba de la gallegada que él mismo cocinaba cuando trabajó en esa cantina.

En otro orden, debajo del árbol bonito, en la plaza Tenesor Semidán, por fuera del consultorio médico, eran comunes las vendedoras ambulantes de frutas de temporada con las ricas  fragancias que las acompañaban: ciruelas, duraznos, sandías, melones. Olores que engatuzaban y de los que nuestras madres no podían escapar, ya que siempre acababan comprando algo para refrescar y complementar los citados comistrajes. Tan comunes fueron estas ventas ambulantes como tan triste fue su desaparición. Últimamente, su pretérita presencia en la fiesta  puede disfrutarse en las joyas fotográficas que constituyen la gran obra de Francisco Rojas Fachico.

Mujer de negro con un puesto de venta ambulante en La Rama (foto: Fachico Rojas)

Puesto de venta callejero en La Rama de hace décadas (foto: Fachico Rojas, Fedac)

Pero no todo es olor a comida. Hay otros aromas inevitables de la fiesta, unos más agradables y otros no tanto: el de la pólvora y azufre de las tracas y los voladores, el de las flores de los jardines, el de la tierra seca, el del alcohol, el desagradable y contaminante olor a gasoil de los grupos electrógenos y, cómo no, el de algunos residuos corporales que los más incívicos van dejando por los rincones.

Pero para mí, los que más me hacen sentir donde estoy, llevándome a un estado cercano al trance, son los olores propios de La Rama. Las fragancias del pinar se desplazan temporalmente unos días hacia la población y hacia la costa. Estos aromas estimulan especialmente el subconsciente de los que somos de Agaete. El olor del pino, del eucalipto, del poleo y otras tantas plantas que, junto al calor, al sudor de los cuerpos e, incluso, al de la exhalación del alcohol, nos reproducen el microclima más característico de la fiesta. 

Desde muy temprano en la historia de la humanidad, los enrames o enramadas no nacieron solo para embellecer los pueblos, sino también para aplacar el olor a humanidad que se  adueñaba de los lugares donde se celebraban los actos religiosos. Afortunadamente, hoy en día, en estos lugares ese uso odorífero de los vegetales ya no se hace tan necesario. No obstante, se ha convertido en el aroma más característico de las Fiestas de Nuestra Señora de las Nieves.

Dos mujeres de Agaete, con paño en la cabeza, en La Rama de los años sesenta del siglo XX (foto: Fachico Rojas)

El GUSTO, indefectiblemente unido al olfato

La fiesta es también un momento para disfrutar de diferentes sabores. Como he dicho, la ensaladilla rusa, la sopa y la carne en salsa son los platos estrella de nuestras fiestas. Sin embargo, siempre estaremos prestos a probar lo que se nos ponga delante en cualquier puerta que se nos abra y nos inviten a la tan socorrida cerveza acompañada de una tapa o de una muestra de sus guisos. Ni que decir tiene que cada familia tiene una tradición particular y una receta heredada, y en cada casa los platos tienen un sabor particular y distintivo. El agua, la cerveza, el refresco y la comida saben diferente en estos días, sobre todo cuando se te ofrecen en el propio recorrido de los rituales.

Actualmente, a causa de la inmediatez reinante y en un intento desesperado de tener más tiempo para dedicar a la diversión y el jolgorio, se recurre a los servicios de empresas de comidas preparadas. Craso error, porque nada sabrá como la comida propia del hogar, aquella que exprofeso se cocina dentro del discurrir del ciclo anual, la comida que se identifica inconfundiblemente con la fiesta, la transmitida de generación en generación. La reunión en torno a la mesa crea familia y comunidad. En el momento en que todos nos sentamos en ella o en los turnos de comida según fuéramos llegando, tal y como ocurría en mi casa por aquello de ser una familia demasiado numerosa, ahí también se vive y se disfruta de la fiesta al margen de lo que ocurre en la calle. Es el instante del descanso del guerrero para recuperar fuerzas antes de volver a lanzarse al tumulto.

Ya he mencionado, en el sentido del olfato, los otros sabores que se disfrutaban en la calle junto a la familia y conocidos. En los antiguos bares que se asomaban a la travesía de las  ceremonias se preparaba la otra comida de la fiesta, creada con mimo para comensales conocidos y anónimos: el enyesque, el acompañamiento del ron o de la cerveza, el yantar de aquellos que no eran del pueblo pero querían disfrutar de su recetario festivo. Todo ello acompañado del bullicio propio de las celebraciones que simultáneamente tienen lugar, que matizan e intensifican sabores y sentires. Tapas que eran propias de la fiesta en el entorno de los bares eran la carne de cabra, las chuchangas, la carne en salsa, las papas sancochadas, los calamares en salsa, o bien un socorrido bocadillo de lo que fuera. ¡Ay, los bocadillos¡ !Qué trabajo! Recuerdo a mi familia enfrascada elaborándolos de toda clase: mortadela, picadillo, salchichón, jamón, queso y un largo etcétera. Pero el mejor era el de chorizo que suministrábamos a los bares y tiendas, incluso al Ayuntamiento para que agasajara a todos los servicios colaboradores de la fiesta.

A las golosinas mencionadas en el sentido del olfato (nubes de azúcar, manzanas caramelizadas, roscas...) se suman los postres caseros para endulzar la sobremesa, las granizadas y los helados para después de la procesión, y, por último, y no menos importantes, los turrones, que tradicionalmente llevábamos a nuestras casas para las personas mayores que, por cuestiones de salud, no se acercaban hasta los escenarios festivos. Aún recuerdo con emoción y reprimiendo unas lágrimas la cara de alegría de mi madre cuando le entregaba tan rico manjar.

La Rama de 2024

Pasamos, ahora, a la VISTA

La vista es, sin duda alguna, junto al oído, uno de los sentidos que más se sobreestimula con los grandes atractivos de nuestros festejos. El aspecto del pueblo cambia abismalmente antes, durante y después. En otros tiempos esta diferencia debía de ser aún más marcada, tal y como puede entreverse en la descripción que hacía del pueblo, en 1955, Juan Jordé al hablar de la figura del fondista Juan Tadeo, personaje que se lamentaba de que habitualmente en el pueblo ni había forasteros ni pasaba nada interesante.

Hoy en día la vida en Agaete también discurre en una cierta monotonía y tranquilidad a lo largo del año, adjetivos que en ningún caso adquieren un sentido peyorativo, sino todo lo  contrario, ya que constituyen un reclamo que invita a visitarnos. Sin embargo, la cosa varía a principios de agosto, cuando el pueblo va transformando su aspecto: se albean las casas, se reparan algunos desperfectos que algún invierno crudo haya dejado en la estructura de las viviendas, se acicalan los jardines, se decoran casas y balcones y se ponen a punto todas las infraestructuras para los actos. Poco a poco va llegando más gente; familiares y amigos deciden pasar unos días con nosotros. Las calles y las plazas quedan coronadas con banderillas triangulares de colores, nuestro elemento decorativo más tradicional; en algunas esquinas se deposita la caja del turrón y en el centro de la plaza de Tomás Morales ondea la tradicional bandera blanca de las fiestas.

Hubo una época en la que, junto a la decoración, se podía disfrutar de unos cuadros ovalados que representaban distintos entornos paisajísticos del pueblo y, en los últimos años, todo este entramado festivo queda enriquecido por elementos pictóricos, surgidos de los ya tradicionales Happening de Pintores desarrollados los días previos a la fiesta, que constituyen verdaderas obras de arte y un gran patrimonio artístico para Agaete. Todo ello refuerza la idea de que nos encontramos a las puertas de nuestra fiesta y fomenta que nos asalte la alegría, el entusiasmo y la ya citada sensación de cosquilleo en el estómago.

Papahuevos y baile entre el verde de La Rama

La celebración nos ofrece año tras año una gran paleta de colores que impregna todos sus actos tanto diurnos como nocturnos. Nuestras pupilas deben adaptarse cada cuatro de agosto al monocromatismo de la Diana, a la luminosidad del inicio de La Rama incrementada con el colorido de los Papagüevos, a la luz multicolor y al fuego de los faroles y farolillos de La Retreta, descendientes de antiguos hachones de tea y mechones de gasoil, a las bengalas que dan el punto expresionista a la danza que despide el día y que prepara al pueblo para recibir a Nuestra Señora, a los fuegos de artificio, nuestros fueguillos, que coronan una jornada cargada de emociones.

Pero si hay un color que destaca por encima de todos es el verde en toda su gama de intensidades: el manto verde, en sus múltiples tonalidades, que se derrama desde la calle Guayarmina hasta San Sebastián, pasando por el verde oscurecido por la sombra de la plaza y de la iglesia en la despedida delante del templo parroquial y, finalmente, ese verde intenso que destaca ante la luminosidad del blanco de la ermita de la Virgen de las Nieves que espera para recibir su ofrenda vegetal. Pero solo es un punto y seguido, pues el día cinco se despierta con otro blanco níveo y luminoso que se da la mano con el azul marino de los reyunos, único traje ritual conservado en Gran Canaria, y el azul cristalino del mar y el cielo de Agaete, como acompañamiento en el peregrinar de la Virgen hacia nuestra villa.

Esta es una sucinta muestra de la gran riqueza cromática que podemos contemplar en nuestras fiestas. Estoy seguro de que cada uno de ustedes tendrá su particular paleta de colores.

Panorámica de la plaza Tomás Morales durante La Rama de 2024

Y, por último (y no menos importante) el TACTO

El abrazo, aquel que damos a quienes no hemos visto el resto del año, o desde hace cierto tiempo, y cuyas figuras situamos en un lugar y en un momento determinado como un elemento inseparable de la fiesta, es la manifestación más concreta y voluntaria del sentido del tacto. Muchas veces, el tumulto de la gente nos impide ver caras conocidas, rostros familiares que nos hagan sentir en casa, pero siempre acaban apareciendo en ese lugar inesperado y a esa hora indeterminada. Es ahí cuando un abrazo resume sin palabras un cúmulo de sentimientos: alegría por el reencuentro, felicidad por un año más, deseo y anhelo de compartir.

El contacto, el abrazo, el de antes de la Diana (más excitado por lo que se va a vivir) y el de los días posteriores (por lo ya vivido), considero que es una forma necesaria de relación que marca también el final y el principio de nuestro ciclo. Por obsceno que nos parezca, la danza en Agaete, en sus tres momentos rituales, es una alegoría al contacto. Como decía mi padre: «El que no quiera que lo rocen que se salga de La Rama». La danza ritual del 4 de agosto representa el contacto más puro, fruto del azar, que surge del movimiento y de las ganas de vivir. Sé de personas que preferirían bailar purgando sus penas, a modo de promesa, sin que nadie las rozara; pero lo cierto es que en ese contacto furtivo o buscado radica gran parte de la esencia de La Rama. Hasta los propios Papagüevos, en su alborotado y disgregador baile, buscan el roce con sus característicos manotazos. Ellos nos recuerdan que el contacto es un aspecto permitido y buscado de la fiesta.

Otro abrazo más sosegado e íntimo es el que, desde el corazón, damos a Nuestra Señora de las Nieves cuando la acompañamos en su subida hasta el pueblo. La tranquilidad que da ese  discurrir desde su ermita hasta la iglesia, acompañada de sus fieles, es bastante propicio para la oración y el encuentro personal con Ella. El tacto también se manifiesta en el andar con los pies descalzos que se realiza como ofrenda o promesa a la Virgen y en el deseo de rozar con los dedos, aunque solo sea por un segundo, el trono de Nuestra Señora. Son gestos de unión con la Madre del Cielo, cuya veneración es el sentido primordial y central de nuestra fiesta.

Encuentros y abrazos en la Diana

EPÍLOGO

La fiesta es también el momento de experimentar una serie de sentimientos y sensaciones puestas de relieve solo con el pensamiento o la mera evocación de determinados elementos festivos. Esos sentimientos y sensaciones van haciendo acto de presencia, cada vez más, a medida que se acorta la distancia hasta los días grandes de la celebración, y se presentan ya, sin buscarlos, en los momentos previos a cada acto: mientras se espera el lanzamiento de los conocidos voladores, cuando se entona, brazos en alto, la parte más brillante del «Soldado Español», mientras esperamos a la Virgen en el Puente Viejo o en el instante previo a comenzar la temida Traca, y tantos otros. Son momentos y experiencias que, a lo largo de nuestra vida, se van colocando, como en un archivo, en determinadas localizaciones de nuestro cerebro y que, ante ciertos estímulos, acaban dando las señales que nos recuerdan que ya estamos disfrutando de esa pasión en mayúsculas por Nuestra Señora de las Nieves y por La Rama que, desde edades muy tempranas, llevamos metida en el alma y el corazón todas y todos los que nacemos en Agaete. Es una sensación muy difícil de explicar a quien viene de fuera, pero sé que ustedes, vecinos y vecinas, culetos y culetas, saben a lo que me refiero.

Espero haberles transmitido lo que para mí representan nuestras queridas Fiestas de las Nieves. Un Sendero de los Sentidos que evoca un cúmulo de sentimientos y sensaciones acrecentadas por los recuerdos, por la distancia y por la ausencia de aquellos que nos faltan. Un beso desde el corazón hacia el cielo para mi madre, María del Carmen, mi padre, Salvador, y mi hermano, Francisco Antonio, que compartieron en vida grandes momentos de felicidad con su familia durante estos días.

Con este pregón, en el que los sentidos y los sentires me han servido de hilo conductor para desarrollarlo, quiero realizar un pequeño homenaje a todas y todos aquellos que, de una manera u otra, consiguieron a lo largo de los años que la celebración sea lo que hoy es. Es evidente que la fiesta no se crea sola, que detrás existen personas que arriman el hombro y exprimen su creatividad para que cada pieza encaje en el lugar que le corresponde.

Y ya, para finalizar, un ruego. Después de haberles hecho partícipes de todo lo que para mí representan las Fiestas de Las Nieves, me gustaría hacerles una petición. Un ruego que va encaminado a hacerles conscientes de que nuestros festejos son y siguen siendo nuestros. Porque muchas veces percibimos que lo foráneo domina sobre lo de aquí y, en ocasiones puede, incluso, imponerse, haciéndonos sentir que hemos perdido lo más representativo de nuestra identidad festiva. Hay multitud de gestos que podrían convertirnos en protectores de nuestra fiesta. Si bien toda construcción humana tiene una tendencia natural a evolucionar, esa evolución hay que dejarla al devenir del tiempo y no debe ser consecuencia de nuestros caprichos y nuestros descuidos. Nosotras y nosotros, poco a poco, podemos alentar a que se respeten y no se desvirtúen determinadas características de nuestra celebración. Este es mi ruego sincero. Que nadie de fuera nos diga a los de aquí cómo tenemos que bailar, que nadie maltrate a un papagüevo, que nadie baile con vegetales que no sean los propios del pinar y que nadie lo haga antes de pasar por el Callejón de La Rama, que nadie introduzca elementos ajenos a nuestros rituales, como banderas o cualquier otro tipo de insignias, y un largo etcétera. Todas y cada una de estas propuestas, y otras que seguramente se me quedan en el tintero, aunque parezcan pequeños actos son grandes pasos para convertirnos, a gran escala y siempre desde el respeto,  en guardianes protectores de NUESTRA FIESTA.

Y con estas palabras doy por pregonadas e inauguradas las fiestas de Nuestra Señora de Las Nieves 2024.

¡Viva Nuestra Señora de las Nieves!

¡Viva Agaete!

¡Vivan sus fiestas!


Fotos tomadas de Francisco Rojas Fachico (archivo de la Fedac) y de InfonorteDigital.

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