Mi amigo Roge y yo caminábamos hacia María Jiménez, la playa cercana a Punta Brava. Atrás quedaban los focos y el ruido del escenario; un concierto cuya multitud se deshacía en pequeñas facciones con sus fuegos chicos, con gente saltando por encima de ellos y llevándose hilos de chispas en sus pies. La noche era rica, sin viento, con un calor húmedo y largo. Era el solsticio de verano; un San Juan mucho antes de la pandemia. No recuerdo si Roge y yo llevábamos esa noche algún papelito para quemar. Sólo recuerdo que llegamos a la entrada del barrio, que parecía un rincón oscuro tras la gran hoguera que se prepara cerca del bar de Julián. Desde el fuego y el barrio cogimos hacia la orilla y nos bañamos haciendo el muerto en un mar sucio, contaminado de vasos plásticos y de todas nuestras esencias. ¿Qué sabría yo en ese momento de la contaminación o de eso de destruir lo viejo? ¿Destruir lo viejo para que lo nuevo pueda nacer? ¿Es eso lo que está detrás de las fiestas?
Hay una canción de Real el Canario, un rapero oriundo de Punta Brava, que se llama "La hora de la farra" (cuyo videoclip fue grabado por las calles del barrio y por la zona de playa donde estuve aquella noche de San Juan) y que habla de esa conexión festiva canaria con el Caribe en general y con Cuba en particular. Una parte de la canción dice: “el canario y la cubana, son expertos en el tema…”, es decir, en el tema de la fiesta / farra. De entre todo ese universo caótico de conexiones transatlánticas, hay una tradición carnavalera que llega al Puerto de la Cruz por la vía de un migrante canario retornado (un indiano) de Cuba. El conocido como baile o pantomima de la mataculebra (“Mayombe-bombe-mayombé! Mayombe-bombe-mayombé!” y sus otras versiones) ha quedado registrado en diversas observaciones, que dan distintas variantes de ese canto que hacía la gente negra, aún bajo condiciones de esclavitud, en el Día de Reyes en Cuba. El día señalado era el día especial, día en el que se les permitía sus bailes y sus costumbres africanas, bajo la atenta mirada de los dueños. Ese baile era una manera de “canalizar la violencia del blanco contra el negro”, según dice Antonio Benítez Rojo. Una forma de sacrificio simbólico (apalear la culebra) que evitaría la irrupción de más violencia. Esto revela las raíces africanas del baile, pero también su carácter intemporal, su “ruido sagrado”. Sin entrar en muchos detalles sobre esta interpretación de Benítez Rojo, hay que señalar que las incontables historias de mezcla que se dieron en el Caribe fueron reproducidas por la migración isleña aquí. En Cuba, el baile acabó incorporado al carnaval. Aquí entró de la mano de Manuel Catalina, vecino de la calle de la Verdad, en el Puerto Viejo, y tuvo un espacio en el carnaval del Puerto hasta bien entrados los años ochenta. En ausencia de ex esclavos y esclavas negras, la performance dio pie al acto racista de representación con la cara pintada de negro oscuro.
El carnaval canario, o los carnavales canarios (distintos según lugares y estratos), supone una fiesta de inversión, en la cual las jerarquías sociales se disuelven. Pero la transgresión del carnaval, como toda transgresión, supone que esa disolución es sólo momentánea, con el fin de confirmar el límite y la consagración del orden social existente. El carnaval es una válvula de escape necesaria para las tensiones que produce un sistema como el capitalista. Sin embargo, el capitalismo lleva ya unos años buscando nuevas salidas a su contingencia consumista. En este sentido, el turismo estaba ocupando (antes de la pandemia) buena parte del consumo; o estaba creando tendencia en otras áreas de la sociedad. Turismo y carnaval comparten ciertos aspectos: su carácter mayormente lúdico, los cambios en la vestimenta (el turista o guiri tiene una ropa llamativa que habitualmente es objeto de disfraces en el carnaval canario) y el olvidarse por un tiempo del “yo” de la vida cotidiana. En un destino como Canarias, con la arrolladora presencia turista, muchos aspectos de la “normalidad” entran en una suerte de carnavalización. Esto no era difícil de lograr en una sociedad unida a las fiestas. No es sólo el carnaval: también son las festividades de las estaciones, que regulan la vida campesina, los tiempos de producción y que pautan las identidades de los pueblos, configurando a su vez las relaciones de género. La fiesta canaria es múltiple, rituales para sí mismos, pero con sus connotaciones sociales y políticas; a veces incluso con sus funciones. Consciente de que la fiesta es un ámbito central, Real el Canario, el rapero número uno del barrio, encontró en el nombre de la farra (fiesta) una referencia para la creación de festivales cercanos al turismo del Sur de la isla: Farraworld fue el nombre de esta marca.
El turismo ha llegado a colapsar las líneas de esas complejas espirales que hemos ordenado de manera binaria: ego / superego, orden / caos, transgresión / límite y fiesta / trabajo. Del Día de Reyes al carnaval, del carnaval al turismo, del turismo a tu vida. Si el ego es esa parte de control inconsciente de cada individuo, de la unidad de la identidad, el superego supone el ajuste, el correctivo moral del ego. Hoy en día el imperativo del superego cambia de la moral al disfrute, el goce: Enjoy! como mandato. El turismo ha operado sin duda favoreciendo al ego con estos mandatos que lo acrecientan. El turismo, dicen las y los analistas, funciona así con esta dimensión del superego carnavalero (inversión, obscenidad, placer), cayendo sobre los hombros del ego. El carnaval es una supresión del ego: sin texto, visual, marcado también por los olores (aunque habría que considerar si esto es más propio del ello en la teoría del psicoanálisis),… Vivimos en islas con lugares diseñados para el ego turista, bajo los signos de un superego carnavalero: aquí todo vale, aquí todo es fiesta. Aquí siempre es la hora de la farra. La reflexión del nuevo imperativo del superego en el turismo es de Dean MacCannell, uno de los teóricos fundamentales del mismo. Me pregunto, ahora, si el exceso de carnaval, o la apropiación del carnaval para los beneficios del consumo turístico, no se ha topado de alguna manera con un correctivo mayor; ¿cómo si no podemos leer los catastróficos efectos del covid-19 sobre el turismo? ¿No es el virus una restitución del viejo sacrificio, de la anterior versión moral del superego? Ahora, durante y tras el confinamiento, todo es potencialmente contaminación en el espacio público. Covid y carnaval hacen una extraña pareja, pero parece como si una le recordara a la otra que, más que un mundo de farra, hay un tiempo de farra: Farratime. ¿Me puedo contentar con esta reflexión que me sabe tan conservadora?
También se saltan las hogueras para ayudar a los muertos y muertas, tal y como recogió de la oralidad Juan Bethencourt Alfonso hace más de un siglo: “Salto por el alma de mis difuntos para que el Señor los saque de penas”. Este otro par, muerte / vida, también queda altamente considerado por el carácter festivo canario más tradicional. Cuidar estas dimensiones es algo que merece un equilibrio ritual delicado. Este aspecto sagrado es quizá un olvido de la colonización turística de todos los aspectos de la vida, con su considerable desequilibrio en el mundo de la muerte. Mucha muerte deja el turismo sin que esto sea aparente para mucha gente. Y al tiempo, el turismo, que quiere un mundo de fiesta constante, no deja de construir nuevos tabús y nuevas contaminaciones: todo lo que queda fuera del complejo, de la frontera, de la burbuja, de la fiesta… es abyecto y aburrido (y peligroso).
Roge y yo amanecimos sorbiendo rones en la playa María Jiménez. Vimos volar las últimas cenizas de la hoguera grande de Punta Brava y nos fuimos rumbo al centro del Puerto, cerca de donde se escenificaba el baile de la mataculebra o sensemayá. Entramos en un edificio propiedad del Ministerio de Salud y ese mismo día, en un aula atestada de gente resacada de la fiesta del solsticio, hicimos un curso de “manipulación de alimentos”. Nos aguantamos las ganas de vomitar por una profunda abyección al ver imágenes de comida podrida, huevos en salmonella, etc. En los tiempos que corren, de estricta contención, de abyección, necesitamos de una fiesta purificadora como San Juan; primero fuego, luego agua. Es la hora de la farra.
Este texto forma parte de una colección de “reportajes” etnográficos del autor, realizados entre 2020 y 2021, intentando captar el extraño momento pandémico y al tiempo reflexionando sobre turismo, naturaleza y vida cotidiana.
Foto de portada: Lilia Ana Ramos (2021)