Existen determinados lugares en el mundo que introducen un frente discordante a lo conocido al admitir características diferenciadas que acogen un programa narrativo singular oculto, de reflexión significativa. Contienen elementos de una ritualidad particular donde se impone una razón simbólica, práctica, significativa y reveladora, cuyo valor se lo da, en el caso que nos ocupa en una cueva en Barranco Hondo, las originales muestras de simbología rupestre tanto en el interior como en el exterior de la cavidad, y la existencia de un ídolo de piedra humano casi tamaño natural, único en Canarias.
Geológicamente, la cavidad es un tubo volcánico de unos 30 m de ancho cerca de la boca y de 40 m de profundidad, relleno en su interior con un aglomerado de grandes rocas, quedando una pequeña franja inclinada proclive a albergar un pequeño grupo humano, aunque la práctica ausencia de relleno estratigráfico nos impulsa a pensar en una ocupación más de carácter ocasional que permanente.
No tratamos con un lugar de extracción de materia prima de ningún tipo, no es recipiente de ninguna fuente de agua, tampoco una habitación permanente, ni recinto funerario. Se trata, más bien, de un espacio apropiado para las prácticas simbólicas, rituales o lugares de contacto con otros ámbitos más allá de lo terrenal.
Las primeras referencias escritas sobre la importancia arqueológica de la Cueva de Lucía se las debemos a los arqueólogos Luis Diego Cuscoy (1958) y Mauro Hernándéz Pérez (1972), aunque centradas solo en la presencia externa de grabados rupestres. Precisamente, estos símbolos o grafías nos invitan a penetrar en la senda del misterio, nos incita a explorar lo desconocido y a recuperar, al menos, una parte de su memoria mediante un proceso de búsqueda abierto. Desde que se ejecuta la primera percusión sobre la roca se accede al nivel más profundo de la trascendencia. Una vez concluida la figura se abre el sentido (ver qué y sentir cómo en el mundo visible -el entorno-). Si para nosotros actualmente un petroglifo no es más que una imagen cautiva en una roca, para sus creadores fue la cara visible de una imagen reflexiva de lo ausente que formaba parte de lo sagrado; un estallido de percusiones que provocaba la apertura a la eminencia de lo sagrado.
Muy cerca de la cueva, en el cauce del barranco, se localiza una gran piedra de unos 4 m de ancho por 3 m de alto. En el sector oriental se tallaron tres motivos rupestres representando espirales y círculos concéntricos.
Flanqueando la misma entrada de la cavidad, en el margen izquierdo, descubrimos un motivo circular en espiral sobre la cara vertical de una roca que se dispone en dirección S-SE y en el margen opuesto existe otra piedra de grandes dimensiones grabada en cuatro sitios (cuatro paneles) diferenciados con motivos circuliformes sencillos. Nada de esto es casual, forma parte de una acción espacio-temporal que demuestra la excepcional capacidad intelectual que los awara tenían para organizar su cosmovisión. Estos símbolos anuncian la mayor manifestación de lo sagrado.
Lo más relevante y lo que le da preponderancia a la razón última de la cueva es la presencia de un ídolo de piedra antropomorfo claramente femenino que y al que le asignamos el nombre de Ataya (“la mujer que alcanza o llega al máximo, es superior, está plena'). Se trata de una gran piedra ubicada en el interior de la cavidad, en medio de la vorágine rocosa, presentando unas dimensiones de 1 m de largo por 0,50 m de ancho.
Lo verdaderamente sorprendente de esta figura es la presencia de cuatro pequeñas secciones con grabados rupestres, dos de ellos alfabetiformes elaborados en las posiciones de los pechos. En el muslo izquierdo se aprecian uno o varios motivos geométricos de difícil catalogación debido a su picado demasiado superficial que impide ver bien sus formas. Destaca también el triángulo púbico resaltado mediante percusión artificial con una estría o surco que separa los dos muslos.
Por último, apenas unos dos metros de distancia, se talló un solo símbolo (un círculo) de pequeñas dimensiones en la parte superior (a modo de areola) de una protuberancia lávica de indudable semejanza a la forma de un pecho femenino; un seno que, simbólicamente, alimenta y mantiene la vida. Se encuadra claramente en el mismo contexto de fecundidad.
Las representaciones de los órganos sexuales o los elementos específicos femeninos obedecen a un simbolismo y a un ritual muy determinado, aunque amplio conceptualmente. Desgraciadamente no podemos concretar sus significados aunque debemos tener en cuenta el valor primario de matriz, de origen o fuente, en una evocación de la fecundidad.
Este lugar no lleva implícito la puesta en escena con una cartelada que señale la imagen o explique algo con palabras. No es necesario indicar a qué dios adorar, a qué elementos de la naturaleza idolatrar, ni indicar caminos, rutas o lugares de pastoreo, si el territorio es propiedad privada o comunal, tampoco delata la presencia de agua o que exista una fuente o un torrente, una cueva donde pernoctar, ni siquiera qué tipo de alimentos existe en la zona, no te advierte si estás en un lugar de vegetación frondosa o un espacio árido… Toda esta simbología asociada a la cavidad nos advierte de su importancia simbólica en el pensamiento awara, pues estamos ante símbolos iconográficos, un modelo o una representación de una imagen icónica que hace presente lo imaginado o la inconsciencia de lo trascendente, lo sagrado.
La Cueva de Lucía es un lugar donde la generosidad puede ser propiciada. Los atributos de fertilidad y fecundación de lo femenino representados en el ídolo mujer-madre-diosa. El simbolismo sexual está presente en la cavidad donde se resalta el pubis y el pecho femenino (símbolos manifiestos de fecundidad). Esto nos puede conducir a pensar en la celebración de algún tipo de ritual o rituales que favorezcan la fertilidad de la tierra necesaria para la germinación de semillas que impulsen el crecimiento y la expansión de plantas necesarias para la agricultura o forraje para la ganadería, entre otros aspectos de su ideario. De este modo, no podemos obviar tampoco posibles rituales de petición de lluvia cuando llega el solsticio de invierno. Entra perfectamente dentro de la ardua búsqueda de las fuentes de la ritualidad fertilizadora simbolizada en Ataya, el sol, la luna y determinadas estrellas que mueven los hilos de la vida en la tierra.
Las cosas no precisan de una sola explicación, por lo que nos atrevemos a preguntarnos si la Cueva de Lucía pudo ser un lugar de peregrinación. A nivel mundial, las peregrinaciones se caracterizan por varios rasgos fundamentales: un lugar sagrado, contener algún tipo de mito, desplazamiento de individuos o grupos hacia él, punto de convergencia de peregrinos, la esperanza de alcanzar un bien concreto, sea en la dimensión material o en la espiritual. Es decir, se trata de un viaje individual o colectivo, con motivaciones religiosas, hacia un lugar sagrado. La peregrinación es algo consubstancial a la religiosidad localizada en puntos muy concretos.
Inmersos en unas particularidades conductuales (pensamiento y acción) de relaciones pragmático-significativas,difíciles de manejar desde la actualidad, la mente de los awara es cultura, no carecía de límites en un entorno dominado por los grabados rupestres (con clara función simbólica y con capacidad de significar) y Ataya (figura humana con atribuciones de representación) como créditos de una hierofanía (manifestación de lo sagrado) o la esencia de unas ideas que trascienden los niveles descriptivos como fuente, raíz u origen. Aquí se construye un pensamiento, simple y complejo a la vez, que difícilmente podremos desvelar.
Más información en: MARTÍN GONZÁLEZ, M. A. (2020): "El lugar de Ataya. La misteriosa Cueva de Lucía". Revista Iruene, n.º 12, pp. 50-69.