Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XXVI: Un extraño acuerdo.

Viernes, 04 de Marzo de 2022
Manuel García Rodríguez
Publicado en el número 929

El sabía que era feo, pero feo con rabia, lo que se dice feo… pero feo. Sin embargo, algunas veces se hacía la ilusión de que no era tan feo como él mismo creía...

 

 

A veces, algunas veces, pensaba que él estaba obsesionado con su fealdad y de vez en cuando, para comprobarlo, acudía al espejo y, colocado ante este, se miraba y remiraba de frente, de lado y de ángulo para asegurarse qué posición era la idónea y así poder disimular públicamente su fealdad. 

 

Con esta obsesión, bien metida en la cabeza, vivía un día y otro también Ernesto. Así que cuando, casi a diario, paseaba por la calle Real de Santa Cruz de la Palma, en su recorrido desde el Muelle a La Alameda, más que mirar dónde ponía los pies, miraba a la gente para comprobar si le miraba o comentaba algo sobre él. No tanto le importaba que la gente mayor le considerara feo. Al fin y al cabo, él se decía a sí mismo: "Ellos son unos viejos cáncamos y a mí qué me importa que estos me vean feo".

 

Sin embargo, su miedo eran las chicas, las de su misma edad o las que estaban consideradas como guapas jóvenes. Como todo joven, se sentía atraído por ellas. Pero como cazador que pierde su presa, estas no le miraban. O mejor dicho, le miraban de reojo para luego comentar entre ellas: "¡Qué feo es!”; y mientas unas se reían, otras, más compasivas, exclamaban: “¡El pobre!”. 

 

Desesperado, aburrido y triste, se autoconsideraba el hombre más desgraciado de este mundo. No sabía qué hacer. Intentaba el conformismo para sí mismo, pero al poco tiempo le invadía la desesperación. Más cuando pensaba que todos los hombres y mujeres de su alrededor eran felices porque eran guapos. A él, por desgracia, este mundo lo había penado para siempre. Con esta obsesión constantemente metida en la cabeza, un día se le ocurrió la más estrambóticas de la ideas.

 

Había oído hablar del diablo y del diabólico poder que este tenía sobre algunas personas. Se acordó de ver una pintura de este diablo en la parroquia de El Salvador de Santa Cruz de la Palma y pensó: "Si llego a un acuerdo con él posiblemente me cambiará la cara y el tipo". Imbuido con esta estrambótica idea, pasó noches y días dudando si hablaría o no con el maligno. De hacerlo, le ofertaría una propuesta diabólica con la condición de que le cambiara la cara y el tipo, y le hiciera el joven más guapo y elegante de la ciudad.

 

Era una fría tarde de otoño cuando Ernesto entró en la Parroquia de El Salvador. No más entrar se dirigió al lienzo que de la pared cuelga y en el cual se veía, y se ve, al diablo a los pies del arcángel... No sabía si realmente el diablo era así, tal y como estaba pintado allí. De todas formas lo intentaría. Así que acercándose al cuadro le dijo en voz baja y entrecortada: "Quiero hablar contigo". Esperó respuesta  inmediata, hubo un silencio… y a los pocos minutos oyó una voz que procedía del exterior de la parroquia. Era la del diablo.  Este le decía: "Sal fuera, te espero, pues yo no puedo entrar ahí. Me está prohibido".

 

Ernesto, nervioso, apenas podía tenerse de pie. Todo su cuerpo temblaba. Hizo un esfuerzo y salió fuera de la iglesia. Apenas había puesto un pie en el exterior cuando oyó una voz que le decía.

-¿Que deseas, muchacho?

-¿Quién me habla?  -preguntó-.

-Soy yo, el diablo.

-Sí, pero no puedo verte.

-¡Ah! Por eso mismo soy el diablo, porque no puedes verme. Pero repito, muchacho, ¿para qué querías hablar conmigo?

-Para que tú me transformaras en un joven guapo y elegante.

-Eso no lo puedo hacer yo.

-Pero ¿no eres tú el diablo?

-No, yo soy el delegado del diablo en La Palma.

-Entonces, ¿dónde está?

-Tiene su despacho oficial en el barranco del Diablo, o mejor dicho, en el barranco del Infierno, allá, en Tenerife.

-¿Qué debo hacer para hablar con él?

-Pues es fácil. Vete a Tenerife a visitarle y háblale sobre tus intereses personales, aunque yo le informaré.

 

Compró Ernesto un pasaje en Binter. Dijo a su familia que iba a Tenerife a matricularse en no sé qué asignatura, de no sé qué carrera. Y a las nueve de la mañana del siguiente día, Ernesto estaba en el eeropuerto de La Palma embarcando en Binter, rumbo a La Laguna...

 

A su llegada a Tenerife todo, para él, fue confusión. A punto estuvo de arrepentirse de lo que había proyectado. Mas sacando fuerzas de donde no las tenía, se dirigió en taxi al barranco del Diablo o del Infierno.

-¿A dónde quiere que le lleve, señor? -le preguntó el taxista.

-Al barranco del Infierno -contestó Ernesto.

-¿Al barranco del Infierno? -preguntó, de nuevo, muy extrañado el taxista.

-Sí, allí.

-¿Al barranco del Infierno? -insistio-.

 

No quiso el taxista meterse en terrenos peligrosos y durante todo el trayecto permaneció mudo, silencioso, callado. Sobre el puente que permite el paso desde una ladera del barranco a la otra parte, el taxi se detuvo.

-¿Le dejo aquí, señor? -preguntó el taxista.

 

Ernesto miró hacia todas partes, y al final respondió:

-Sí, déjeme aquí, por favor.

 

Cuando el taxi emprendió la marcha, y el sonido de su motor se perdió a lo lejos. Ernesto quedó allí, solo, muerto de frío y temblando, no tanto por el frío sino por el miedo que, como  un rayo, le corría a intervalos, desde su cabeza a los pies. Caminó varios metros barranco arriba. El corazón se le salía del pecho. No oía nada de nada, por más que prestaba la máxima atención posible. Esperó casi una hora sentado sobre una fría y húmeda piedra. Al final ya estaba dispuesto a emprender el regreso, cuando oyó una voz que le decía:

-¿Querías hablar conmigo?

-Sí, ¿quién eres tú? -preguntó.

-Soy el diablo -obtuvo por respuesta.

-Yo soy Ernesto -contestó.

-Sí, ya me hablaron de ti desde La Palma -replicó.

-Pues nada, tus deseos ya están cumplidos.

-Y ¿qué te debo?

-Nada, solo decirte que desde ahora ya eres mío.

-¿Tuyo?

-Sí… me perteneces. Eres de mi partido.

 

Dichas estas últimas palabras se produjo un silencio estremecedor solo interrumpido por el graznido de algún cuervo que sobrevolaba la zona.

-¡Diablo! -llamó Ernesto, pero nadie respondió.

 

Quería Ernesto comprar un pasaje para su regreso a La Palma y a las cinco de la tarde estaba de nuevo en el mostrador de Binter. Al poner su dni sobre el mostrador la recepcionista  le miró fijamente. No había ningún parecido entre la foto de su carnet y la cara que ahora tenía Ernesto. La joven le dijo:

-Espere un momento, por favor.

 

Ese momento le pareció a Ernesto interminable, quería regresar rápido a La Palma. Estaba impaciente. La joven recepcionista abandonó su puesto y entró en las oficinas internas de Binter. La primera persona que se encontró fue al  jefe, que casualmente pasaba por allí. Cuando esperaba Ernesto que la oficinista regresara, quien regresó fue la policía.

-Queda usted detenido -le dijeron.

-Pero ¿por qué?

-Por suplantar la personalidad -replicó el policía con cara de enfado.

-¿Yo?

-Sí, usted posee un dni con una foto que no corresponde a su físico.

 

Al instante Ernesto recordó que precisamente había venido a Tenerife a visitar al diablo para que este le hiciera más guapo y que, por ello, ni él mismo era reconocible.

-Perdone, señor policía -dijo Ernesto-, pero es que se me ha olvidado mi carnet en casa.

-Bueno, vaya a buscarlo y cuando regrese se presenta en el puesto de la policía aeroportuaria.

 

Lo primero que hizo Ernesto fue buscar un espejo en el mismo aeropuerto para mirarse en él. "¡Oh!" -exclamó-, "¡Soy un dandi!". No había visto en su vida varón más guapo que él. Se sintió orgulloso. Le pareció que se comía al mundo. "¡Qué poder tiene el diablo!". Ni por un momento pensó en volver al aeropuerto, ya que sabía que aquella hermosa cara masculina y su fornido cuerpo no quería perderlos por nada del mundo. "Iré por barco", pensó. Sabía que en otras ocasiones había viajado en ferry y no le habían pedido el dni. Así que aquella misma noche puso rumbo a Santa Cruz de la Palma.

 

Como era lógico y natural, lo primero que hizo al llegar al muelle fue regresar a su casa paterna creyendo que su madre se alegraría al verle tan cambiado. Es decir: tan guapo. Y apenas entró en su casa, su madre casi se muere de espanto.

-¿Quién es usted? -gritó y gritó varias veces.

-Soy tu hijo Ernesto, mamá -respondió él sorprendido, pues por un momento creyó que su madre había perdido la cabeza y que por ello no lo reconocía.

-Soy yo, mamá -volvió a repetir.

-Llamo a la policía si usted no se va de mi casa -dijo su madre.

 

Al momento, comprendió Ernesto el error que había cometido y se marchó rápidamente de su propio hogar. Ese día deambuló desorientado por todas la calles de Santa Cruz de la  Palma. Dio vueltas y más vueltas por toda la ciudad. Al final descansó junto a la ermita de La Luz.  Allí, contemplando la bahía, lloró amargamente pues “había cometido el mayor error de su vida”. Y convencido de ello acudió de nuevo a la parroquia de El Salvador. Sabía que frente al diablo estaba un cuadro de san Cristóbal. No lo dudó un instante. Se postró ante él y le pidió que, por favor, le devolviera su anterior aspecto físico. Ahora no le importaba ser feo. Hubo un, para él, interminable silencio. Al final, en su interior, oyó una voz que le decía:

-Vete a La Laguna y reza ante San Cristóbal un padrenuestro. Yo ya he intercedido por ti.

 

Corrió otra vez al muelle. Compró un pasaje para Santa Cruz y, medio escondido tras unos bidones, por miedo a la policía, ya que había sido informada desde Tenerife, esperó impacientemente el ferry.

 

No más el barco llegó a Tenerife, Ernesto tomó un taxi que le llevó a La Laguna. Tuvo suerte porque la puerta de la catedral estaba abierta. Con la velocidad de un rayo se postró ante la imagen de san Cristóbal. Sintió un calor y al mismo tiempo un frio que le recorría su tembloroso cuerpo. Había vuelto a ser Ernesto el de siempre, y orgulloso se sintió de serlo.

 

 

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