Pino Ojeda y la elegía soñada estará en marcha hasta el 8 de mayo. Ha sido organizada por la Casa de la Cultura y el ayuntamiento de la villa de Moya (Gran Canaria), comisariada por Echedey Medina Déniz en estrecha colaboración con Ángeles Domínguez Guerra, responsable de la biblioteca municipal, y Octavio Suárez, concejal de Cultura. El acto de inauguración fue presidido por una charla en la que participaron Raúl Afonso, alcalde de Moya, Domingo Doreste, nieto de Pino Ojeda y presidente de la Fundación Pino Ojeda, y Echedey Medina, filólogo y vecino moyense. Además, este último invitó a subir al escenario a Yeray Rodríguez, quien improvisó unas décimas para el evento y para la memoria de Pino Ojeda y de la fundación. Al término de la charla se hizo el recorrido por la exposición a los visitantes.
La obra artística polifacética de Pino Ojeda es una sola obra. La obra de quien decide sanarse creando desde el vacío y exprimiendo todas las materias mágicas que la hechizan: literatura, pintura, escultura. En el caso de su poesía, cuando entramos como lectores en ella algo nos ha desgarrado para siempre, algo que nos mantiene desvelados frente al poema; es una voz rabiosa y cansada que habla habitada entre el tedio y la esperanza, valores que solo van a ir hacia arriba en toda su producción poética, una voz que se ha liberado de la vida física con sus estorbos, de dogmas y de fechas, y que abandera el amor no como un medio propio entre dos personas, excluyente y exclusivo, sino como el solo decir épico que se puede salvar de la vida sin justificantes ni recompensas cuando se ha aceptado con valentía que “escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos” (Pizarnik).
La obra poética de Pino Ojeda, al igual que su obra pictórica, está hecha con signos de ausencia. Si ella dice en su biografía que la pintura le sirve para evadirse y la poesía le genera angustia al renovar el dolor vivido, no es menos cierto que su palabra es el testimonio que queda de las consecuencias de la ausencia. No deberíamos reducir la ausencia a la muerte física de su marido; sería injusto y poco imaginativo limitarnos a decir que su poesía toda, como toda su obra descomunal, es debida a Domingo Doreste Morales y su destino mortal en una guerra. Las circunstancias por las que el ser humano se mueve en su existencia siempre han sido misteriosas, siempre han sido inciertas. Tampoco vamos a negar que el hecho de esta muerte va a desencadenar una serie de comportamientos en la actitud de Pino Ojeda para con su vida, para con su manera de entender las relaciones y, lo que nos concierne en un mayor plano, para entender la necesidad vital con que el arte entró en su vida. Y, sin embargo, entra aquí una contradicción inmensa con la que tenemos que jugar para intentar reflexionar sobre la poética ojediana. Si decimos que Ojeda crea con su obra un signo de ausencia, lo que queremos significar es que la muerte es la primera manifestación de la nueva vida que ella construye y que la certeza de la muerte está intrínsecamente unida a los recursos (que a juzgar por su prolífica creatividad, siempre consideró escasos) inventados por ella para revivirse, para recordarse y afirmarse que existe, que se vive para contar aunque sea la ausencia, aunque sea desear ser nada y destruirse la vida; pero que, sin remedio y contra el pronóstico de las fuerzas cuando flaquean, se vive.
Si nos preguntamos por esa manera desesperada de tantear entre las disciplinas artísticas con tanta sed insaciable como lo hizo, cruzando puertas paralelas, mezclando botes de pintura para encontrar algo más allá de la materia, hecho, como no podía ser de otro modo, por medio de la materia misma; si nos preguntamos el porqué una mujer viuda de los años cuarenta, en una época de posguerra y dictadura, recorrió Europa con sus obras al hombro y fundó una revista y abrió una galería de arte o una librería; si la pregunta que nos asalta es cómo pudo alguien tener tanto aliento, para imprimir su sangre en todo lo que tocaba y mancillar el vacío creado por el desconcierto que se genera muchas veces en la vida, para tratar de llenarlo con una voz que nos habla de lo muerto por lo vivo, del recuerdo ausente por la libertad de la redención; si nos fijamos en cómo a veces se necesita firmar una tregua con la vida para vivir honestamente sin desgajarse por dentro (perdonando, recorriendo y deconstruyendo lo vivido), si nos hacemos este itinerario de dudas, podremos vislumbrar algo del atisbo que en su enigmático decir nos regala la espada mística de Pino Ojeda, manchada de sangre y de muerte.
La desazón mayor que carcome a los seres humanos es, tal vez, la certeza de que se vive para un instante y que en ese instante caben todos los actos, los más hermosos y los más horribles de una vida. El arte es la salvación del paso en vano de ese instante, el arte es la tregua que da a las personas que se acercan a sus cristales una tabla para poder nadar hasta la orilla sin desfallecer en la lucha contra el dolor y el misterio, inalcanzables y místicos objetos que nunca nadie pudo ni podrá controlar. La certeza de que se ha de morir es la revelación de que se ha de decir que se vive, en la forma que sea. No obstante, entre lo que se puede decir para constar la ausencia nos topamos con la elegía. Nunca dicha, nunca asumida por ella, la actitud elegiaca de Ojeda es entender que la pátina que se desliza sobre la vida no es la del tiempo sino la de la muerte, la muerte rompe las paredes del tiempo y el espacio y hace surgir la vida de en medio de un limbo donde se despierta y no se sabe dónde está uno parado. La elegía con la que habla la palabra de Pino Ojeda no es con el muerto humano sino con las raíces muertas en el testigo de la muerte, con los árboles rabiosos y secos de la culpa, la negación, el reproche y la reinvención. Lo vio Luis Doreste cuando, en la lectura de su primer poemario, dijo que se trata de “una elegía larga, derramada y penetrante”. De modo que se podría decir que “toda elegía es una búsqueda de lo trascendente, un intento de restablecer al hombre, o más en general, de recobrar lo que se siente perdido” (Díez Taboada).