Revista nº 1041
ISSN 1885-6039

Tenerife y la fiebre amarilla.

Viernes, 24 de Abril de 2020
Conrado Rodríguez-Maffiotte Martín
Publicado en el número 832

El tercer estallido aconteció entre los años 1810 y 1811 y, para todos los historiadores de la isla, constituyó una de las más grandes catástrofes sanitarias, demográficas y sociales sufridas por la capital tinerfeña en sus más de cinco siglos de historia.

 

 

Desde el mismo momento de la Conquista, Tenerife tuvo que enfrentarse a epidemias terribles que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, le llegaban por el mar. Santa Cruz y Garachico, puerto de gran importancia entre los siglos XVI y XVIII, fueron la puerta de entrada de enfermedades infectocontagiosas que castigaron como auténticos flagelos a la población de la isla. La peste, el tifus exantemático epidémico, la gripe, la viruela y, por supuesto, la muy temida fiebre amarilla, entre otras, azotaron de una manera cruel en muchas ocasiones a los tinerfeños. Lo peor de esas calamidades es que, no pocas veces, se unían a las recurrentes sequías y hambrunas producidas en el Archipiélago, lo que favorecía la inmigración hacia la isla capitalina de muchos habitantes de otras islas en busca de mejor fortuna. Ese hecho propició que el impacto de las esas epidemias fuera aún peor por el aumento de la densidad de la población y la insalubridad de los lugares habitados debido a la pobreza, ello al margen de la debilidad producida por el hambre en no pocas personas (especialmente la población más vulnerable: niños y ancianos).

 

Algunos de los estallidos epidémicos más graves en todas las Canarias, y especialmente en Tenerife, fueron los de fiebre amarilla (término acuñado por el clérigo y naturalista galés Griffin Hughes en 1750). A la fiebre amarilla se le ha llegado a dar más de 150 nombres diferentes a lo largo de la historia, siendo los más conocidos los de vómito negro, enfermedad de Siam, enfermedad de Barbados o plaga americana". El virus causante de la misma acabó con la vida de miles de tinerfeños en los sucesivos brotes ocurridos desde los inicios del siglo XVIII hasta el XIX.

 

Hagamos un somero repaso por las características epidemiológicas, clínicas y geográficas de esta enfermedad para luego profundizar en cómo se sucedieron los hechos en el mundo y en nuestra isla.

 

Un poco de epidemiología de la fiebre amarilla. La fiebre amarilla está causada por un virus del tipo Flaviviridae (ARN), siendo su reservorio los monos y, en menor medida, el ser humano, el armadillo y los marsupiales, en la fiebre amarilla selvática y el ser humano en la urbana. El vector de la enfermedad es el mosquito: Aedes aegypti en la urbana o epidémica que se transmite de humano infectado a humano sano por la picadura del mismo, y el Aedes aegypti, el Aedes simpsoni y el Aedes africanus en la selvática o endémica -en África- y el Haemagogus en América, transmitida de animal a ser humano a través de esos vectores. Actualmente la fiebre amarilla se distribuye por las selvas de América Central y del Sur (Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Brasil son los países más afectados) y de África.

 

Cuadro clínico. Se trata de una enfermedad infectocontagiosa aguda que, después de un período de incubación corto de 3-6 días, comienza de forma abrupta con escalofríos y fiebre alta, cefaleas intensas (dolores de cabeza) y dolores articulares y musculares que duran tres días. Transcurrido ese período, la enfermedad puede seguir dos caminos: la remisión total (la mayoría de los casos actuales se comporta así gracias a las medidas terapéuticas existentes) o una remisión aparente tras la cual el cuadro se agrava apareciendo bradicardia (pulso lento y débil), ictericia que va en aumento a medida que evoluciona el cuadro (de ahí el nombre de la enfermedad), anuria (disminución o supresión de la secreción urinaria), alucinaciones y hemorragias nasales (epistaxis), orales y digestivas (vómitos hemorrágicos oscuros -por eso fue conocida también cómo vómito negro- y melenas o heces oscuras). El final cursa con convulsiones, coma y muerte a los 8-10 días. Los enfermos recuperados presentan inmunidad permanente.

 

La fiebre amarilla es una enfermedad difícil de diagnosticar en ausencia de pruebas de laboratorio y ha sido confundida con el dengue, la fiebre recurrente epidémica, la malaria o paludismo, la fiebre tifoidea, el tifus exantemático epidémico e incluso con la propia gripe. Su tratamiento es sintomático al no existir medicación (antivirales específicos).

 

Profilaxis (prevención) de la enfermedad. Aunque el médico norteamericano Josiah Nott fue el primero en lanzar la idea del mosquito como transmisor de la enfermedad en la primera mitad del siglo XIX, sería el científico y médico cubano Carlos Finlay (1881) el primero en demostrar que, en efecto, el vector de la fiebre amarilla era ese y que la enfermedad no se transmitía por contacto directo. Este descubrimiento pasó desapercibido en su momento hasta que fue confirmado usando voluntarios -de los que fallecieron no pocos- por el médico militar norteamericano Walter Reed en América Central y el Caribe en 1900. Basándose en estos hallazgos, otro oficial médico del Ejército de los Estados Unidos, William Gorgas, comenzó a desarrollar una campaña muy efectiva para la erradicación de la fiebre amarilla de La Habana (capital de Cuba) en 1901 y Panamá tres años después. Dado el éxito de esas campañas, Gorgas se propuso como meta la erradicación definitiva de esa enfermedad del planeta y para ello contó desde 1915 con el apoyo de la Rockefeller Foundation, centrándose primero en América Latina para, ya en la década de 1920, comenzar a actuar en el Ccontinente africano. Aunque dichas campañas mejoraron mucho las perspectivas, es obvio que la fiebre amarilla no ha logrado erradicarse totalmente y continúan existiendo diversos focos en América y África. Curiosamente, Asia ha estado siempre limpia de esa enfermedad.

 

En 1927 se logró aislar el virus responsable y entre 1936 y 1937 el médico surafricano, especializado en virología, Max Theiler y su equipo desarrollarían la primera vacuna efectiva contra la enfermedad, conocida como 17D, que fue ampliamente utilizada durante la II Guerra Mundial en las zonas de conflicto con focos de fiebre amarilla. El uso de la vacuna, especialmente por parte de los aliados, salvó miles de vidas y consiguió que no se produjeran bajas por esta enfermedad. Max Theiler fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina en 1951.

 

Al margen de la vacuna, otras medidas profilácticas consisten en la destrucción de las larvas del mosquito, el uso de insecticidas como el Dicloro difenil tricloroetano (DDT, descubierto y puesto en uso por el suizo Paul Hermann Müller, Premio Nobel de Medicina en 1948) -aunque hoy el DDT ha sido prohibido por su toxicidad, utilizándose otros compuestos- y medidas mecánicas de protección. En la actualidad, la OMS y otras instituciones han alertado sobre la relajación del control del mosquito en el Hemisferio Occidental y por las bajas tasas de vacunación en áreas de riesgo. Según dicha organización, en el mundo se producen en la actualidad más de 200 000 casos al año causando entre 25 000 y 30 000 víctimas mortales.

 

 

UNA SÍNTESIS HISTÓRICA DE LA FIEBRE AMARILLA

Desde la aparición de las primeras epidemias de esta enfermedad en el siglo XVII y, sobre todo, a partir de los descubrimientos sobre la misma de finales del XIX y comienzos del XX, ha existido un debate -aún no aclarado- sobre su auténtico origen. Para unos estaría en América y, para otros -la mayoría- en África. Los últimos estudios histórico-epidemiológicos e histórico-médicos sitúan la aparición del virus en África en torno al año 1000 AEC y desde allí saltaría al Nuevo Mundo muchos siglos más adelante.

 

El primer brote epidémico de fiebre amarilla surgió en las islas Barbados (Pequeñas Antillas de las Indias Occidentales, en el Caribe) en 1647. Para 1648 la enfermedad había pasado a Yucatán (México), cuyos indígenas la denominarían vómito negro y, prácticamente, a toda América Central y del Sur. Entre 1649 y 1685 aparecerían diversos brotes muy graves en las Américas siendo uno de los más serios el de Brasil que produjo miles de muertos en Recife y Olinda. En el siglo XVIII surgirían las primeras epidemias en Europa, siendo la segunda (tras Tenerife, de la cual hablaremos más adelante) la de Cádiz en 1730, que dejó miles de enfermos y 2200 muertos. Desde entonces, diversos estallidos de la enfermedad se sucederían en el Viejo y Nuevo Mundo produciendo millones de fallecimientos. España  sería uno de los países europeos más castigados por la plaga, calculándose que durante el siglo XIX se produjo medio de millón de muertes por esa enfermedad. Otro de los países más afectados fue Estados Unidos, donde estuvo apareciendo de modo recurrente desde el siglo XVII hasta el XIX con un saldo de varios centenares de miles de óbitos. Epidemias terribles de fiebre amarilla, por citar solo algunas, tuvieron lugar en Portugal (1857), Buenos Aires (Argentina, entre 1853 y 1871) y África Occidental (1900).

 

A modo de ejemplo de lo terrible que resultaba esta enfermedad (hoy casi del todo olvidada en los países del llamado Primer Mundo), baste con señalar que durante la guerra entre España y Estados Unidos de 1898, murieron más soldados de ambos bandos por esta calamidad que por las heridas recibidas en combate y, en 1905, aproximadamente el 85 % de los más de 20 000 obreros que trabajaban en la construcción del Canal de Panamá, enfermaron gravemente por ella o por paludismo, muriendo muchos de ellos.

 

Ya durante el siglo XX seguirían apareciendo algunos brotes importantes en África, como el de Etiopía de 1961, que produjo miles de muertes, o el de Mali de 2005, que produjo relativamente pocos fallecimientos, pero bastantes afectados. Los últimos brotes africanos, con aproximadamente 130 000 casos confirmados y casi 80 000 muertes (más del 65 % de mortalidad), han sucedido entre 2012 y este mismo año 2020, siendo muy grave el de Angola en 2015. En América, sin alcanzar esa magnitud, el último tuvo lugar en el sureste de Brasil y norte de Argentina y Paraguay en 2008.

 

 

El impacto de la fiebre amarilla en Tenerife. Según algunos historiadores de la medicina y de la epidemiología, en 1494 se producirían los primeros casos con clínica similar a la de la fiebre amarilla fuera de África… y ¿dónde? Pues ni más ni menos que en Canarias. Obviamente, los datos de aquella época no son fiables y, por tanto, hay que ponerlos en cuarentena (nunca mejor dicho), pero no es de extrañar -por el tráfico marítimo existente entre las Islas y el continente africano- que pudiera tratarse de esa enfermedad (recordemos que Tenerife aún no había sido conquistado).

 

El primer contacto de nuestra isla con la fiebre amarilla tuvo lugar en 1701, siendo el primer lugar en Europa en sufrir la terrible enfermedad. La epidemia fue importada desde Cuba y el saldo final de fallecimientos fue auténticamente aterrador, fluctuando entre los 6000 y los 9000 en toda la isla, que apenas superaba los 50 000 habitantes. Es decir, el virus mató entre el 12 y el 18 % de la población total. Nos recuerda Luis Cola, en su magnífico Santa Cruz, bandera amarilla (1996), que la epidemia coincidió con una tremenda hambruna que afligía al Archipiélago, lo que contribuyó a la inmigración de otras islas hacia esta y al hacinamiento de gente, un cóctel perfecto para que el brote tuviera mayor expansión e impacto demográfico. Para desgracia de nuestra isla, sus efectos aún se verían más agravados dos años más tarde por un brote de tifus exantemático epidémico que costaría muchas vidas.

 

La segunda epidemia de vómito negro ocurrió setenta años después de la primera, entre 1771 y 1772, coincidiendo al igual que en la anterior con un episodio de hambruna muy importante. También esta vez el foco procedía de La Habana, en Cuba. Su saldo no fue tan aterrador como en aquella, pero costó 700 muertos solo en Santa Cruz, aproximadamente un 12 % de su gente.

 

El tercer estallido aconteció entre los años 1810 y 1811 y, para todos los historiadores de la isla, constituyó una de las más grandes catástrofes sanitarias, demográficas y sociales sufridas por la capital tinerfeña en sus más de cinco siglos de historia. Una vez más, la enfermedad entró por el puerto de Santa Cruz en un barco procedente de Cádiz que llegó el 11 de septiembre. En las primeras semanas originó más de 2600 enfermos (más del 85 % de los habitantes) que colapsaron los hospitales de la capital - el Hospital de N.ª S.ª de los Desamparados (ubicación actual del Museo de Naturaleza y Arqueología, MUNA) (imagen primera de portada) y el Hospital Militar (imagen segunda), el Hospicio de San Carlos y otros lugares adaptados a la función de lazaretos. El número de fallecidos ascendió, solo en la capital  -que contaba en aquel entonces con unos 3000 habitantes porque el resto había huido-, a más de 1300 (casi el 45 % de la población y más del 50 % de los afectados). Eran tantos los fallecidos que tuvo que construirse el primer cementerio de nuestra ciudad, el de San Rafael y San Roque (imagen tercera), en 1811. El problema, al igual que había sucedido con otras epidemias anteriormente en muchos lugares de nuestro país, fue la tardía declaración por parte de las autoridades capitalinas y la escasísima eficacia de las medidas preventivas que fueron aplicadas. Ese hecho trajo como consecuencia lo que casi siempre ocurría (y aún ocurre, como hemos podido comprobar tan recientemente) en estos casos, como ya hemos comentado más arriba: la huida masiva de vecinos hacia otros lugares de la isla e incluso hacia otras islas, calculándose que más de la mitad de los habitantes de Santa Cruz huyeron de la capital, especialmente hacia San Cristóbal de La Laguna. Para cuando se decretó el aislamiento total, con controles a la altura de La Cuesta, ya era demasiado tarde y, lógicamente, la dispersión de la enfermedad por el resto de la isla fue casi inmediata. Otros dos puntos especialmente castigados por este brote fueron La Orotava y su Puerto (actual Puerto de la Cruz), perdiendo entre los dos casi 700 personas. La epidemia fue oficialmente dada por terminada a finales de enero de 1811.

 

El cuarto episodio en la isla tinerfeña sucedió en 1846 -coincidiendo una vez más con una época de escasez y hambre en todo el Archipiélago- y, de nuevo, la fuente de la misma fue un barco procedente de La Habana. Como casi siempre, la declaración de epidemia se hizo muy tarde por parte del gobernador civil. Aunque su saldo final en muertes no tuvo el impacto demográfico de las anteriores, causando menos de un centenar de víctimas mortales, su tasa de ataque fue aterradora ya que afectó en mayor o menor medida a las tres cuartas partes de la población chicharrera, es decir, en torno a 7000 personas, aunque con no demasiados casos graves. Eso no influyó para que no se produjeran importantes problemas por el consiguiente colapso en los hospitales, centros de cuarentena y de atención médica.

 

El quinto y último encuentro de Tenerife con la fiebre amarilla fue el ocurrido entre 1862 y 1863 con la llegada de la hoy famosa fragata Nivaria procedente de La Habana y Vigo, a finales de agosto, con bandera amarilla. Dada la situación de patente sucia del buque se le obligó a fondear en la bahía para cumplir cuarentena, pero contactos entre tripulantes de la fragata y algunos habitantes de la ciudad hicieron estallar el brote. A pesar de que el doctor Vergara Díaz diagnósticó correctamente los primeros casos aparecidos en Santa Cruz, una vez más, la declaración de epidemia se hizo de forma tardía (en contra de la opinión de los médicos de la capital que apoyaron a Vergara). Esto, de nuevo, motivó la huida de más de la mitad de los habitantes hacia otras zonas de la isla, dejando a la ciudad con menos de 6000 personas y contribuyendo, cómo no, a la propagación y dispersión de la epidemia por la práctica totalidad del territorio insular. Se volvieron a utilizar los hospitales y los lazaretos y el resultado final fue de unos 2200 enfermos, de los que fallecieron alrededor de 550, exactamente el 40 % de los infectados, cuando se dio por terminado el episodio en marzo de 1863 tras más de medio año de batallar contra la enfermedad.

 

Nunca más se ha tenido que enfrentar Tenerife a esta tan temida calamidad.

 

 

Conrado Rodríguez-Maffiotte Martín es director del Instituto Canario de Bioantropología y del Museo Arqueológico de Tenerife (MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología)

 

 

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