Antiguamente, la manera más habitual de proveerse de ropa era a través de las costuras existentes en determinadas casas del pueblo de Santa Brígida. Coser era una habilidad que toda mujer debía dominar desde su más tierna edad. Esta labor podía ser ejercida por costureras externas o compartida con las sirvientas en aquellas familias adineradas que podían pagarlas, y a las que también correspondía lavar y planchar. La ropa era costumbre mandarla a lavar al barranco de La Angostura, de donde venían mujeres con canastas a la cabeza. El servicio doméstico, la alfarería y la costura eran las actividades laborales dominantes entre las mujeres satauteñas del siglo pasado. En la década de 1950 existían en Santa Brígida mediadocena de costureras para confeccionar las ropas y para que las jovencitas del pueblo aprendieran a coser y bordar. En esa época de la que les hablo las mujeres daban a luz en casa, ayudadas por la partera Elenita, y los hombres trabajaban principalmente en la tierra. La Villa era entonces un pueblo tejido por mujeres, amas de casa o muchachas en la flor de la vida que, aparte de cuidar de la familia y dedicarse a sus labores, en el lenguaje oficial de entonces, aprendían a adaptarse pronto al contorno de los hilos, las agujas y al tacto de las telas instruyéndose en corte y confección. Sirva esta crónica tejida con sentimientos de homenaje a todas aquellas mujeres anónimas, como mi madre Loly o mi tía Ñica Santana Galván, que hilaban sus vidas pisando fuerte el pedal de la máquina Singer, entretenidas entre la rutina del ruido de tijeras, las últimas noticias del pueblo o los novios que habían conocido en la fiesta de San Antonio, porque todavía la radio amiga no había hecho su aparición.
Son muchas las costureras satauteñas que en diferentes épocas han vestido a su gente. Algunas de ellas disponían en sus casas de una habitación destinada a taller, donde un nutrido grupo de mujeres sentadas en corro aprendían a coser y a conocer las diversas técnicas y puntos del bordado, como los puntos de cruz, que formaban parte de los requisitos de la perfecta educación femenina de entonces. En la calle principal figuraba la costurera Conchita Monagas, dueña de su propia mercería, en donde más tarde montaría Rogelio su relojería. Cerca de allí, en el Paseo al Castaño, residían dos costureras muy conocidas, Lolita Hernández Navarro, célebre sastre y modista, madre de la policía Begoña, armada siempre con la cinta métrica y las tijeras, en cuyo domicilio se conservan todavía hoy su máquina de coser Brage, las reglas y patrones originales del Sistema Amador, un método práctico de corte femenino. Y, un poco más arriba, la señorita Eloísa Lorenzo Cabrera (???-1977), cuya costura era frecuentada por jóvenes que bordaban en la pequeña terracita empedrada mientras parloteaban y gozaban del paisaje y del perfume de un heliotropo o vainilla de jardín. En las afueras del pueblo, en la vuelta de Las Cadenas, era muy popular la costura de Higinia Marrero, una mujer inquieta y emprendedora que falleció centenaria hace pocos años. Más tarde se incorporarían Hortensita Ventura Hernández, en la calle Real n.º 14, a la que ayudaba su hermana Adolfina como planchadora; y la costurera Hita Medina Ramos, una mujer de cabellos claros y rasgos atractivos, que ofrecía sus servicios y enseñanzas en su casa junto al palmeral de El Galeón, hoy sede de la escuela infantil municipal. Todas ellas formaban una saga de costureras que probablemente continuaban una tradición que comenzara siglos atrás.
Muchachas y niñas en la costura de Carmelita Ascanio, en el casco antiguo de Santa Brígida, en 1960, muestran sus trabajos de punto de cruz.
De pie, de izquierda a derecha: Lola Ascanio, Saro Salazar Galván, Luisa Déniz, Carmen Pérez, Ofelia Marrero (de traje negro), Loli
Santana Galván, madre del autor de esta crónica, y Dori. Sentadas: Soli Marrero, Argelia Benítez, María Teresa González, Carmelita Ascanio Sánchez,
con su pequeño hijo Manolín en brazos; Juana Galván y Amelia Déniz. Debajo, las hermanas Ángela y Dolores Sosa Ascanio (fondo familiar)
Reglas originales del Sistema Amador, patentadas por Tomás Amador Duarte, para los cortes, a mediados del siglo pasado,
pertenecientes a la sastre Lolita Hernández Navarro, quien fuera vecina del paseo del Castaño
La costurera Eloísa Lorenzo Cabrera en su costura del paseo del Castaño, en el centro de la imagen, junto a su hemana Josefa y sus sobrinos
Cecilio y Rosaura Hernández Lorenzo, hijos de Josefa, en una foto tomada hacia 1923 (fondo familiar)
Compra de Tejidos. El comercio local era el normal abastecedor de telas, sobre todo la singular tienda de don Joaquín Estrada Prieto, peninsular de origen cordobés, y su esposa Faustina Monzón León, cuya casa se mantiene hoy, vacía y en ruinas, en la carretera principal, camino de El Castaño. Era una tienda heterogénea que ofrecía a comienzos del siglo XX importantes novedades, y donde se podía encontrar lo más variado, desde un farol a un décimo de lotería. Algo más tarde abriría en la calle principal el comercio de tejidos de Francisco Navarro Rivero, que los vecinos conocían como Navarrito el de las lanas, y que, a la sazón, era el juez municipal. Junto a este abriría más tarde Juan Fernández otra tienda de textiles. Estaban, asimismo, los vendedores ambulantes que transportaban las mercancías a lomos de pacientes burros desde la ciudad y mostraban el género y las diversas telas a las posibles clientas que les aguardaban expectantes. Tres conocidos vendedores originarios de Jerusalén, donde se fabricaban aquellas telas, contrajeron matrimonio en la parroquia de la Vega de San Mateo, entre 1926 y 1927, con tres hermanas solteras del pago cumbrero de La Lechucilla, días después de recibir las aguas del bautismo y convertirse a la religión católica. Una vendedora que llamaban La Apolonia, originaria de La Calzada, era muy conocida en Santa Brígida. A veces se le compraba algo, poco, porque las mujeres solían realizar sus adquisiones en Casa Rivero, en la calle mayor de Triana, cuyo heterogéneo contenido les fascinaba. Allí ponían una silla para sentarse y les iban mostrando el género, los diversos tejidos, como el tergal, entre los que iban eligiendo los distintos tipos de prendas y telas. Las máquinas de coser se compraban a plazos. En Gran Canaria se introdujeron en torno a 1877 unas cuantas máquinas de coser de las marcas New National y Singer, entre las familias más pudientes, que facilitó sobremanera la tarea doméstica de coser y bordar. Una tienda situada en la calle de La Peregrina, n.º 16, en la capital, las ofrecía con el diez por ciento de descuento se si pagaba al contado, que incluía clases gratuitas a domicilio.
Algunas de estas obreras de las agujas se ganaron la vida trabajando por su cuenta, ofreciendo sus servicios a las casas de las familias ricas, cobrando por cada prenda de vestir realizada. Eran trabajos solitarios, aunque se hagan a veces en compañía, contándose las penas y las alegrías. Desde niñas aprendían a coser a partir de un proceso de aprendizaje que estaba ligado al mundo doméstico y debían trabajar hasta ser aceptadas como profesionales en la materia. Muchas de ellas abandonaron los estudios y se incorporaron pronto a trabajar con conocidas costureras como aprendices o ejerciendo por su cuenta, ofreciendo sus servicios al pueblo. También la educación de la escuela incluyó algunas nociones básicas de costura entre las asignaturas que debían aprender las pequeñas alumnas. En aquel tiempo no podía concebirse que unas señoritas decentes no supieran coser un botón o subir un vuelto a un pantalón. Muchas de ellas lograban confeccionar toda la ropa de la cama, las toallas, los manteles o una camisa de dormir para su noche de boda, lo que se llama el ajuar.
Ángeles Santana Betancor, veterana costurera del pueblo, asegura que aprendió a coser el día 4 de febrero de 1951, con apenas 13 años. La fecha se le ha quedado grabada a fuego en su memoria. El día anterior iba a ir con su tía Concha Navarro a la capital, a la parroquia de Santo Domingo, en busca del hilo bendecido de san Blas que, según la tradición, protege de las afecciones de garganta y que debía quemarse el Miércoles de Cenizas. Pero llovía con tal intensidad que debió guarecerse en la costura de Hortensita, en una casa antigua que se asoma a la calle Real. Allí le sedujo la magia aquel mundo de agujas y telas, donde varias mujeres cosían primorosamente alrededor de una mesa. Desde aquel preciso instante supo cuál sería su herramienta de vida. Todavía hoy sigue desplegando maña y arte porque tiene claro que una costurera no se retira nunca. Y aunque sus manos, a veces, duelen tiene la vista tan buena como para ensartar una aguja al primer intento.
De aquellos talleres domésticos fueron surgiendo otras inolvidables costureras como las hermanas Paca, Ana, Cándida y Faluca, que residían en una casa de la calle Castelar, hoy sede de una entidad bancaria. Una estaba especializada en confeccionar ropa de trabajo y uniformes para los mecánicos: los tradicionales monos azules; Faluca realizaba chalecos. Paca, en cambio, mostraba todo su genio en los trajes de novias, apoyada en variadas revistas de modas (Bohemia, Carteles, Para Ti, etc.) que llegaban al pueblo, provenientes de la Península o Francia, y manuales para modistas que empezaron a circular y que las más avispadas se entretenían en leer. Cándida era capaz de convertir viejos sacos de azúcar de 50 kilos que venían de Cuba en talegas de tela blanca o en unas sábanas, aunque se necesitaban cuatro sacos para completar una; pero también unos largos calzoncillos, bragas, corpiños, mucho antes de la evolución de la ropa interior y la popularización de los estampados. Previamente, los sacos se lavaban y se estregaban con fuerza en el lavadero o la acequia, dejándolos luego al sereno o al sol sobre las piedras del barranco. Ángeles recuerda que esa ropa interior «era molesta o incómoda a la piel, pero entonces no había otra cosa». Hablamos, por ejemplo, de unos calzoncillos –permítanme la licencia– que nuestras madres y abuelas siempre procuraban que los lleváramos limpios, preocupadas «por si teníamos un accidente». Eran aquellos tiempos del qué dirán, costumbre muy extendida por los pueblos.
A este mundo de los hilos y el tejido se unieron también las caladoras. Célebres eran las hermanas Peñate, de Los Silos, y las hermanas Juana y Rosario Perera Peñate, que vivían junto al molino de Los Naranjos de La Angostura. Y las primeras bordadoras: Mercedita Díaz, que montó su negocio en su casa de la calle Real. A algunas bordadoras aún se les rinde culto por su destreza. Es el caso de Carmelita Ascanio Sánchez, la hija de Miguel el Arriero, nacida el día del Carmen de 1902, quien desde un cuarto de una casa de El Calvario hacía unos bordados maravillosos en camisas, pañuelos y las piezas habituales del ajuar doméstico: juegos de cama, toallas y manteles. Todavía hoy su hija Loli Sosa Ascanio conserva con orgullo los dibujos y patrones con su letra, herramientas de un arte que practicaba como medio de subsistencia y que era pura artesanía. Su casa fue al mismo tiempo hogar familiar y lugar de aprendizaje de muchas vecinas, que pagaban diez pesetas al mes por aprender a coser y bordar con el tambor, y que llegaban a diario caminando desde lejanos barrios, sobre todo en el verano. Algunas niñas de Pino Santo pagaban en especies: papas, queso o beletén, que integraban una trinidad gastronómica tentadora. Dotada de gran energía física y creatividad, se cuenta de Carmelita que era capaz de marcar con hebras de pelos las camisas de los dones del pueblo, hechas a medida, o incorporando a un mantel unas flores hasta lograr una pieza a juego, con el color, hecho por encargo. «Mi madre aprendió a bordar en una costura que existía en la zona de La Lajera, y luego con Mercedita Díaz; y como no sabía dibujar, mi tía le pagó un maestro de la ciudad para que la enseñara», recuerda su hija Loli, que reside en el mismo lugar en que su madre tenía la costura y a la que acudía una veintena de adolescentes que pronto se iniciaban en el manejo del corte y en la confección de las partes más delicadas de un traje, aprendiendo a montar cuellos y solapas, cosiendo vestidos y bordando presillas, manteles, visillos, con la boca cuajada de alfileres. Era una salida laboral para aquellas muchachas que comenzaban a comerse el mundo y experimentaban con el amor a la familia, al hogar, a los hijos y a la belleza.
La bordadora Carmelita Ascanio Sánchez de mano con su hija Ángela
Un grupo de vecinas en el taller de costura del patio de la casa Carmelita Ascanio, en El Calvario, sobre 1961.
En la imagen puede observarse a María Teresa Ventura, Pino Álvarez, Marisol Rivero, Lila Martel, Carmencita Ortega, de El Gamonal,
Carmen, de la fuente Los Berros, Anita Guerra y Araceli Martín (fondo familiar)
En estos talleres domésticos del casco histórico se confeccionaron los uniformes del personal del antiguo Hospital San Martín, de la capital. Las enfermeras llevaban vestidos blancos con cuello y elaboradas cofias, unos gorros que también usaban las mujeres en el campo para cubrirse el rostro a fin de protegerse del sol. Los doctores lucían batas con sus nombres bordados sobre la solapa. Para los días de fiestas se confeccionaba nueva ropa que luego se lucía en las procesiones, los bailes en la Sociedad y en los paseos dominicales entre la plaza de la iglesia y El Castaño, cogidas del brazo, en pequeños grupos, vía de todos los coches y mirador para todos los hombres.
Dentro de aquel mundo artesanal y doméstico que va quedando en la memoria figuraban también Ana María Rivero Espino, que aún trabaja en su casa de la calle Castelar; o Pimpina Montesdeoca Fleitas, una aguerrida madre que dedicó toda su vida a la costura, ofreciendo clases de corte y confección, enseñando a otras mujeres en el difícil arte de coser y bordar, sin otra ayuda que los conocimientos que había adquirido. También se recuerda a la costurera Carmencita Suárez, que vivía en lo alto del pueblo, junto al cementerio, o las hermanas solteras Lolita, Maruca y Angelina Hernández, conocidas como las jardineras, dueñas del primer invernadero de plantas junto a la carretera, además del bello jardín con múltiples flores, begonias y helechos colgantes que saturaban el ambiente de su casona, recia y simple, derribada para construir la nueva sede del ayuntamiento. También en los barrios algunas mujeres fueron conocidas por esas habilidades aprendidas en la infancia, conformando una lista interminable de abuelas, madres, hermanas y amigas unidas por esta delicada labor. Basta con nombrar a Nena Pérez, bordadora de Las Meleguinas; Josefa Pérez Reyes, de El Tejar, de 84 años y que todavía conserva el diploma del curso de confección Sistema Amador que obtuvo en 1961 en un centro de formación de la capital; Rosario Ojeda, de Pino Santo Bajo; Inocencia Santana Santana, de La Angostura; Felisa Alonso, vecina de Los Olivos, y así podríamos seguir enumerando un buen rato... Entraba dentro de la ley de posibilidades que el pueblo pariera una gran modista. La mayoría de ellas solían confeccionar ropa de hombres y otras vestimentas que luego vendían en la capital. Todas ellas representan la entrega y el ejemplo de superación en aquellos lejanos tiempos en blanco y negro, cuando en los años cincuenta comenzó a valorizarse el uso de accesorios, guantes, bolsos de mano, indispensables para todo atuendo, y aquellas pamelas que con tanto garbo lucían las bellas mujeres satauteñas. Fueron un ejemplo de madres habilidosas, hechas a sí mismas en el rústico circuito rural del pueblo que, además de criar a sus hijos sin tener que salir de casa, se ganaban la vida con un digno y delicado oficio que habla en femenino; mujeres trabajadoras en aquellos tiempos de penurias, pero también de elegancia y fantasía en los diseños y en las formas de vestir que poco a poco se iban aligerando, acortando… a medida de la moda.
Por las manos de estas mujeres pasaron gran parte de los ajuares de las casas y de la moda satauteña: faldas entalladas a la cintura por debajo de las rodillas, chaquetas de punto y algún que otro vestido de novia, de color negro o azul marino, pues el blanco como moda llegaría algo más tarde. Sin duda, coser y bordar ha sido un arte doméstico, laborioso, que ayudaba al sustento del hogar y al bienestar familiar, pero que paulatinamente ha ido desapareciendo debido a la falta de relevo generacional, la extendida tendencia que prioriza las firmas, las tiendas chinas y, cómo no, los cambios en los usos de la vestimenta con el usar y tirar. No obstante, algunas de aquellas costureras de toda la vida ahí siguen, en plena faena, plasmando en la tela toda su sabiduría cuando entre sus manos cae un reto que siempre entraña trabajo y dificultad. Otras mujeres emprendedoras, tenaces y luchadoras, se afanan actualmente ante sus máquinas de coser y contribuyen a dignificar un oficio y una tradición de siglos, brindando sus servicios de confección, reparación y enseñanza con mucho mimo, con mucho detalle. Sirvan de ejemplo Elvira Santana Viera, profesora de calados y vecina de Pino Santo; María del Pilar Rosa Santana, con su negocio Remiendos (Arreglos de costuras y transformaciones), en la calle Concejal Antonio González; y Sandra Guerra González, al frente de su comercio Tejeternura, que abrió hace cinco años al comienzo de la calle Nueva, y que protagonizaría la celebración del día internacional de Tejer al aire libre, cuando las calles, árboles y esculturas del casco de la Villa amanecieron abrigados con tejidos artesanales a base de paños, gorros y calcetines hechos a ganchillos. Una brillante iniciativa que, en el verano de 2016, en plenas fiestas de San Antonio de Padua, llenó de colorido y amor por su trabajo los distintos rincones del pueblo.
Cuatro bellas y elegantes mujeres satauteñas en las fiestas patronales de mediados del siglo pasado.
De izquierda a derecha: Hita Medina, Isaura Rodríguez Martín y Lolita Peña (fondo familia Medina)
Sandra Guerra González, representante de Tejeternura durante la decoración de árboles y esculturas públicas
con el fin de celebrar el día internacional de Tejer al aire libre, iniciativa desarrollada el 13 junio de 2016,
con motivo de las fiestas de San Antonio de Padua. En la foto de la derecha, María del Pilar Rosa Santana,
en su taller de arreglos de costura Remiendos, en el casco del municipio
Foto de portada: María de los Ángeles Santana Betancor, conocida costurera del pueblo, junto a su vieja máquina de coser Singer en plena faena (fotógrafo: Javier Plaza)