Las diez leyendas que conforman Bailaderos (Diego Pun Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 2018) vienen arropadas por las consolidadas trayectorias literarias de Cecilia Domínguez Luis, Pepa Aurora y Ernesto Rodríguez Abad. Y todo ello viene a desembocar en que su lectura no solo resulta amena sino que confirma una estructura literaria fuerte, capaz de devolvernos un pasado legendario al mismo tiempo que “ir más allá” en las distintas propuestas narrativas.
Si Cecilia Domínguez Luis presenta la particularidad de identificar paisaje y protagonista, junto con el consabido y recurrente “elemento mágico” que explica toda leyenda, Pepa Aurora va directamente al grano, sin rodeos, donde la superación del dolor se mezcla con la poesía popular; y Ernesto Rodríguez Abad, además de hacernos partícipes de un entierro, habla de dominar el miedo y de afirmaciones personales.
Cada uno tiene un estilo que lo distingue de los otros y todos ellos han verificado el difícil esfuerzo de concentrar una historia en pocas páginas. Y esa capacidad de seleccionar los materiales narrativos se materializan en las diez leyendas canarias de brujas que el libro contiene. El avezado lector, que siempre lo es, será capaz de dar pasos más profundos, en la que la leyenda se convierte en la excusa casi perfecta que sugiere interpretaciones nuevas. No sé si los tres escritores pretendían solo escribir leyendas, y nada más. Tengo para mí, sin embargo, que detrás de sus palabras, o acaso entre líneas, se esconde el deseo de poder liberar la imaginación de estrecheces cotidianas. Y estoy convencido de que lo han conseguido.
En “La bruja de Femés”, Cecilia Domínguez Luis identifica el entorno con la bruja, Mararía, y los mezcla y los relaciona para dejar bien claro que Femés, Mararía y Lanzarote son sinónimas. Y ello viene a significar que el fuego que sale de la tierra conejera distingue a Mararía, la bruja, de otras tantas y la hace diferente desde que su madre le apretara con fuerza la mano.
En cambio, Pepa Aurora, en “María, la Tuerta”, la bruja es digna de admiración puesto que lo que pretende es “mejorar la vida de los más necesitados” y en la que la solidaridad, materializada en la devolución de favores, abre el camino a un final diferente, sin hogueras, y donde María logra traspasar sus conocimientos a otros alumnos. Lo que tiene relación con la profesión de Pepa Aurora y el valor de la enseñanza.
Por último, Ernesto Rodríguez Abad, en “Murmullos de Epina”, afronta el deseo de ser diferente del joven pastor, al mezclarse en los ritos con las demás brujas, y de no solo manifestar el rechazo de los otros antes las individualidades extremas, sino el dejar constancia de que la libertad, el derecho a ser y la necesidad cultural del pueblo son una constante permanente antes y ahora.
En definitiva, los tres escritores dan muestras sobradas de su quehacer literario y transmiten la sensación de que “cualquiera lo puede hacer”. Pero no nos engañemos: lo aparentemente sencillo y llano es fruto de un trabajo meticuloso y lento, donde, como dijimos antes, la selección de lo que se cuenta ha de ser la precisa y adecuada, para que no se pueda desmontar fácilmente, porque si no el relato se iría por el desagüe del olvido. Y lo que ha sucedido es lo contrario: una vez terminada su lectura, las leyendas han quedado suspendidas un tiempo en nuestra memoria y ello nos impedía, al menos por unos días, el poder afrontar una nueva obra. Ya lo dijo Tobias Wolf: “hay algo en la esencia del relato para que, cuando es bueno de verdad, continúe resonando en nuestra conciencia mucho tiempo después de que hayamos terminado de leerlo”.
Y así nos ha sucedido. De lo que se infiere que la calidad literaria de Cecilia Domínguez Luis, Pepa Aurora y Ernesto Rodríguez Abad es tan clara como la luna soleada de las noches con sombras.
Por eso estas leyendas calarán en el entusiasta lector.
Y las ilustraciones que acompañan a los relatos son imágenes certeras y complementarias: otra manera de contar.
Vale.