Revista n.º 1069 / ISSN 1885-6039

Los coroneles de La Oliva: unos terratenientes majoreros del Antiguo al Nuevo Régimen. (I)

Martes, 8 de mayo de 2018
Agustín Millares Cantero
Publicado en el n.º 730

Las espantosas sequías y hambrunas espectaculares que afectaron a Lanzarote y Fuerteventura entre 1832-1846, enmarcaron el hundimiento de la barrilla en una crisis general de calamitosas resultas para el pequeño campesinado parcelario y que ofreció más tierra disponible al alcance de los poderosos, con su mayor inflexión depresiva en 1840.

Casa de los coroneles de La Oliva.

 

 

Los coroneles de Fuerteventura constituyeron uno de los pilares básicos de la gran propiedad territorial en Canarias, secuela del enorme patrimonio rústico que acumularon en Fuerteventura y, a distancia, en Lanzarote. La estirpe de los Cabrera estuvo ligada a la administración del señorío desde la llegada de Alonso de Cabrera Solier con el conde de Niebla, unos precedentes remotos que ofrecieron especial significación tras asentarse en la isla majorera, luego del matrimonio entre Bernardino de Cabrera y Francisca de Morales. Gobernadores de Lanzarote, capitanes a guerra, alguaciles del Santo Oficio o regidores del Cabildo, fueron cargos habituales o perpetuos que iban a ejercer sus componentes a partir del siglo XV. El establecimiento y adjudicación del coronelato y gobierno militar en Fuerteventura, expresión de las tempranas reformas administrativas de los Borbones durante la Guerra de Sucesión a la Corona Española, entregó a estos Cabrera nuevos y fundamentales instrumentos de poder al avanzar la centuria ilustrada. De poco sirvió la oposición inicial del señor Francisco Bautista de Lugo y Saavedra a la asignación hereditaria del empleo en la familia, relatada por Viera y Clavijo. Bajo el señorío jurisdiccional y territorial de los absentistas residentes de La Orotava, se hizo cada vez más notorio el dominio de unos vasallos principales que, al afincarse en La Oliva, consolidaron paulatinamente los influjos sobre el territorio insular.

 

El potencial agrícola de la saga y adláteres de los Sánchez Dumpiérrez lo articuló en firme Melchor de Cabrera Béthencourt (1697-1762), quien recibió el coronelato y gobierno militar de Fuerteventura el 16 de junio de 1742. Junto a su prima y esposa Ana de Cabrera (1701-1785), fundó el vínculo que, con ulteriores agregados, será el epicentro de la masa de bienes que acaparó el linaje: una veintena de fincas en La Oliva con una superficie global de más de 613 hectáreas, fuera de la mitad de un derecho en Mascona, donde se incluyó el cortijo de Costilla, rozas y gavias de buena calidad, casa, aljibe y demás accesorios, productos de herencias y de compras múltiples. La cónyuge, única hermana de un regidor de Fuerteventura, castellano de la fortaleza de Guanapay, teniente coronel de Milicias y gobernador militar de Lanzarote, instituyó además el mayorazgo que bautizó con el nombre de esta isla y que en sus casi 1415 hectáreas congregó abundantes tierras improductivas e incultas en los tres cortijos del núcleo central de Teguise (el de Tahíche articuló una gran finca de 671 hectáreas), aunque también un conglomerado de suertes de cereales en Haría y otras con plantío de tuneras y sobre todo de vides en la hacienda de Masdache (Tías); el mayorazgo de Lanzarote abarcó igualmente el islote de Montaña Clara y otras pertenencias septentrionales. Los hechos de armas protagonizados por don Melchor y su hijo Ginés de Cabrera y Cabrera (1723-1766), casado con su prima Sebastiana Sánchez Dumpiérrez y Cabrera, hija a su vez del segundo coronel y nieta del primero, terminaron por cimentar y engrandecer el ascendiente de la Casa ante el señor y la propia Corona.

 

Así llegamos a la plenitud del encumbramiento que reportó Agustín de Cabrera Béthencourt (1743-1828), tercero de su apellido y quinto coronel, en quien recayeron igualmente por su madre algunas posesiones de los Sánchez Dumpiérrez y, a través de su prima y esposa María Magdalena de Cabrera y Cabrera, el vínculo que fundara el capitán Julián Mateo de Cabrera. Hasta entonces, la base de esta riqueza agrícola y comercial, sustentada permanentemente en una política matrimonial endógama, descansó sobre la producción y exportación de granos (cebada ante todo y después trigo), para cubrir la creciente demanda de las islas realengas. Pero don Agustín aprovechó las oportunidades brindadas por el acceso de Lanzarote y Fuerteventura al mercado exterior gracias a la barrilla, rompiendo con la secular condición de ambas como granero canario en épocas de buenas cosechas.

 

El coronel de Fuerteventura Agustín Cabrera Bethencourt.

Agustín de Cabrera Béthencourt (1743-1828)

 

El quinto coronel pudo convertirse en el mayor cosechero de granos y barrillas de los señoríos orientales, sin que debamos silenciar el papel subsidiario de la orchilla. Nos consta que solo en 1807, pese a una fuerte sequía, llegó a recolectar 2358 fanegas de cebada y 695 de trigo en sus cortijos majoreros. Estableció frecuentes relaciones mercantiles con las principales firmas del Archipiélago, ya fuesen los Cólogan del Puerto de La Orotava o los Murphy de Santa Cruz de Tenerife. Al lado de sus envíos de barrilla a los puertos autorizados de las islas centrales, por el de Arrecife y por los embarcaderos de Pozo Negro, Tostón, La Peña y Gran Tarajal (habilitados de facto para las remesas al exterior y no solo para el trasiego de cabotaje), comerció directamente con los buques extranjeros que atracaban por estas costas y sostuvo hasta un corresponsal en Londres para sus negocios, siendo accionista de la sociedad ballenera auspiciada por el comandante general marqués de Branciforte.

 

La personalidad histórica de Agustín de Cabrera Béthencourt, uno de los hombres más ricos de Canarias en el gozne entre los siglos XVIII y XIX, es muy expresiva de esa baja nobleza, dependiente de los señores, que en calidad de grandes hacendados y arrendatarios se benefició por antonomasia de las prerrogativas inherentes al régimen señorial. Entre otros ejercicios, detentó las casas dezmeras de las parroquias de Fuerteventura y arrendó los derechos de quintos y de orchilla, la Dehesa de Jandía, el islote de Lobos y la llamada huerta de Aníbal a los condes de Santa Coloma y marqueses de Lanzarote; les quiso comprar incluso, en el lapso de 1820-1824, la Península de Jandía, encontrándose con los impedimentos de un pleito familiar entre los titulares y con la resistencia de los pueblos del Sur, opuestos a la hipotética venta. Especialmente la autoridad militar majorera, desde los albores del Setecientos, disfrutó de óptimas condiciones para ejercer el control real de la isla, valiéndose después de la barrilla a la hora de acrecentar aquí la riqueza y hacer otro tanto en Lanzarote.

 

No representó una baja nobleza ajena a la agricultura ni de nuevos ricos; eran, sencillamente, quienes habían sojuzgado el señorío en la práctica por encima de los administradores señoriales de turno. Por ende, el latifundismo y multifundismo majorero y conejero de los Cabrera no será de nuevo cuño, aunque se expansionara de manera notable en el primer tercio del siglo XIX. Ellos fueron, en síntesis, los verdaderos señores de estas islas, los señores intermedios, a pesar del volumen de tierras de consideración solariega que las Reformas Agrarias Liberales dieron en propiedad privada a los Arias de Saavedra y Lugo-Interián o los Queralt. La Casa de los Cabrera se incrustó en el Nuevo Régimen con todos sus antiguos vínculos y mayorazgos, sinecuras y blasones.

 

Al quinto coronel majorero le dio por aspirar al título nobiliario de conde de las Rozas de Fuerteventura, muy en sintonía con las propensiones de ennoblecimiento que singularizaron a los de su especie. La exposición de méritos que elevó al rey Carlos IV abarca, amén de una genealogía bastante útil, la relación de todos los cargos que ostentó hasta la fecha y de los servicios prestados en diversos órdenes. A la verdad que dio muestras de una generosidad calculada, ajena por completo sin embargo a cualquier sesgo cultural de talante ilustrado. Los donativos que hiciera a la Corona y a diferentes instituciones de la isla fueron evaluados en el Nobiliario de Canarias del lanzaroteño Francisco Fernández Béthencourt en cuatro millones de reales de vellón y englobaron, entre otras partidas, 2000 fanegadas de trigo en 1796 (a petición del comandante general Antonio Gutiérrez) e igual cuantía de cebada en 1814; asimismo prestó al Erario Público la suma de 690 000 reales. Las gestiones para el título quedaron interrumpidas en el reinado del rey intruso José I, a fin de evitar cualquier acusación de afrancesamiento, y no llegaron a reanudarse en el de Fernando VII.

 

Francisco Manrique de Lara del Castillo.

Francisco Manrique de Lara y del Castillo (1765-1833)

 

Entusiasta servidor del absolutismo y muy poco inclinado a tentaciones liberales, don Agustín procreó de su matrimonio con la referida María Magdalena de Cabrera a una solitaria descendiente, Sebastiana de Cabrera y Béthencourt (1762-1850); por lo que sabemos de los terratenientes tinerfeños y grancanarios, no hay que descartar las progenies extramatrimoniales. Apodada la madre de los pobres por sus impulsos caritativos, doña Sebastiana, la mujer más rica de Canarias en su tiempo, casó en 1791 con el grancanario Francisco Manrique de Lara y del Castillo (1765-1833), desposorio que dio origen a la segunda línea nobiliaria de los Manrique.

 

Ante la longevidad del suegro, el sexto coronel de Fuerteventura actuó por tal durante el corto período de un lustro, entre 1828-1833, mucho después de haberse agenciado uno de los más provechosos braguetazos de la historia regional. El artífice de la novel Casa de los Manrique de Lara y Cabrera exhibió una directriz compradora al rebufo del padre de su cónyuge. Desde 1794 hasta su muerte en La Oliva, de modo fundamental mientras don Agustín lideraba los desembolsos familiares en tierras, edificios u objetos suntuarios, absorbió al menos casi 804 hectáreas en las que invirtió 290 973 reales de vellón, presentándose una nítida correlación entre las exportaciones de barrilla y el ritmo de las adquisiciones. Sobre los capitales acumulados por don Francisco a lo largo del casorio nos informan los que dejó al expirar: 218 250 reales, con otros 13 170 en muebles y alhajas.

 

Las 35 lonjas que hizo construir (19 en Puerto de Cabras y 16 en La Oliva, aunque solo se consignen 14 en la partición de bienes), más el almacén en la naciente arteria comercial, por 518 092 reales de vellón en conjunto, resaltan el interés directísimo del fugaz coronel por dotarse de instrumentos idóneos para afrontar la demanda del cultivo dominante y de otros rubros. Los mayores acopios de propiedades tuvieron lugar a consecuencia de tramos de sequías y hambrunas como los que jalonaron el trienio 1805-1807 o el bienio 1814-1815, señalando así a sus prioritarias víctimas: pequeños y medianos colonos faltos de capitalización, al margen de los beneficios coyunturales y sujetos al permanente endeudamiento de los años de escasez. Las hijuelas de sus cuatro herederos, tanto como la que pasó a la viuda, nos presentan fundos que solo en contadas ocasiones remontaron las 5 fanegadas (6,8 hectáreas).

 

Los coroneles de Fuerteventura soportaron toda índole de adversidades porque la posesión de miles de hectáreas en esta isla, de cientos en Lanzarote y de decenas en Gran Canaria les permitieron obtener abundantes rentas aún con poca rentabilidad. Comprando siempre a la baja, la reinversión en tierras mostró por objeto fundamental, no la mejora de las explotaciones, sino abarcar más superficialmente, con el dinero como fuente acumulativa y fuera por excelencia del proceso productivo. Las espantosas sequías y hambrunas espectaculares que afectaron a Lanzarote y Fuerteventura entre 1832-1846, enmarcaron el hundimiento de la barrilla en una crisis general de calamitosas resultas para el pequeño campesinado parcelario y que ofreció más tierra disponible al alcance de los poderosos, con su mayor inflexión depresiva en 1840.

 

La miseria, la emigración y el despoblamiento de Fuerteventura beneficiaron enormemente a los hijos varones del sexto coronel, Cristóbal (1800-1870) y Pedro (1803-1881) Manrique de Lara y Cabrera, transformados ya en grandes terratenientes desde 1833 por las herencias paternas y las cesiones maternas en vida. Que hayamos podido documentar, ambos hermanos invirtieron 434 004 reales de vellón entre 1831-1850 en 251 compras, localizándose el 83,55 % del valor de las mismas en el septenio 1834-1840, el lapso particularmente agudo de la depresión económica. Los obligados a enajenar fueron sobre todo elementos del pequeño campesinado que entregaban sus escasos bienes (suertes modestas, casas o aljibes) a inferior precio del efectivo, tanto para subsistir a duras penas como para emigrar a las islas centrales o hacia el continente americano. El dúo mercó así unas 2021 hectáreas solo hasta 1846, con un buen porcentaje de terrenos en cultivo y sin incluir derechos, acciones y fundos que no se detallan o no constan por roturas documentales. Únicamente en una treintena de casos los predios adquiridos son extensos; la tónica general reitera la preponderancia de los minifundios labrantíos, bastantes de ellos con barrilla y tuneras destinadas a la grana cochinilla.

 

El cuerpo general de bienes libres que dejó Sebastiana de Cabrera y Béthencourt al fallecer en 1850, procedente en especial del legado de su padre y de la mitad de las aportaciones del consorte, ya que ella compró realmente muy poco, alcanzó en Fuerteventura hasta las 23 832 hectáreas, de las que casi el 74 % eran montuosas, eriales o volcánicas, llegando las de naturaleza labrada y de asiento (pan sembrar en su mayor parte) hasta un 24,61 % y al 1,55 % las de gavias o bebederos, método común de aprovechar las aguas pluviales vigente desde muy atrás. No significaba poca cosa, evidentemente, encontrarse con una solo persona física que al mediar el Ochocientos disfrutase en la isla majorera de unas 6234 hectáreas útiles, de las cuales alrededor de 369 estuvieron dedicadas al regadío tradicional, abarcando pequeños remanentes e inclusive la limitada captación de aguas subterráneas.

 

Sebastiana Cabrera de joven y mayor.

 

Debió ser considerable el número de cabezas de ganado (cabrío ante todo), a tenor de los pastizales citados expresamente en la documentación. Las mercedes y otros campos al Norte de La Oliva, donde radicaba el 52,65 % de la superficie montuosa, colindaban con la Dehesa de Guriame que fue propiedad de las Arias de Saavedra-Lugo Interián. Muchos cortijos dispusieron de abundancia de pastos, así que el carácter mixto de las explotaciones supuso la norma. Las fuentes consultadas ofrecen unas 67 hectáreas de barrilla y otras 20,6 con tuneras para los neófitos plantíos de cochinilla, pero se anotan 71 hectáreas en el cortijo de Muriaje y sobre 34 del Valle del Cerezo que admitían arbolados y tunerales.

 

La herencia de Sebastiana de Cabrera, unida a los ensanches de su prole hasta el óbito de 1850, me permitieron concluir que, en dicho año, tres matrimonios de la Casa Manrique de Lara y Cabrera dispusieron en Fuerteventura de 1415 fincas rústicas con unas 28 300 hectáreas, equivalentes al 15 % de la segunda isla en extensión del Archipiélago. Dentro de las proporciones municipales, entrañaron el 30,5 % del perímetro de La Oliva y más del 20 % de Tetir, Pájara y Tuineje, bajando los porcentajes en otras demarcaciones. En la enorme masa de tierra localizamos diversas clases de cortijos con tipología dispar. Los latifundios sensu strictu, de excepcionales dimensiones y continuidad territorial ininterrumpida, brindan algunos destacados ejemplos: la Roza de Lagos entre La Oliva y Tetir con 786 hectáreas, Catalina García con 605 o Arrabales y Roza de Herrera con una 504 en Tuineje, o Montaña Cardones en Chilegua (Pájara) con 983 hectáreas.

 

Al año de fallecer su esposo, en julio de 1834, doña Sebastiana había cedido a su primogénito Cristóbal Manrique de Lara el de Catalina García, en tanto su hermano Pedro, esposo de su sobrina Antonia María de Ponte y Llarena, hija del sexto marqués de la Quinta Roja, recibió el de Montaña Cardones, y su hermana María Dolores, casada con su primo hermano Agustín Manrique de Lara y del Castillo, otra gran hacienda en 29 trozos con 264 hectáreas; nuestro cómputo añadió también los suministros en Fuerteventura de este último, jefe de la rama primera de la Casa Manrique en Gran Canaria. Otros cortijos, no obstante, agruparon pequeñas o medianas suertes, rozas, huertos o cercados alrededor de algunos fundos centrales que oscilaron entre las 40 y las 192 hectáreas; y finalmente se registran los formados por una constelación de grandes o pequeñas granjas, como ocurrió en Vallebrón, Tindaya, La Florida, Cohombrillo y Cerco Viejo. Las calificaciones de estas tierras en conjunto reproducen un panorama similar al que analizamos en el cuerpo general de bienes de doña Sebastiana: un 64,48 % montuosas, eriales y demás; un 24,80 % labrantía y de asiento y un 1,43 % de bebedero; con la particularidad de no especificarse o de no hacerlo claramente en un 9,26 %.

 

A las propiedades de la Casa Manrique de Lara y Cabrera en Lanzarote, sobre la base del referido mayorazgo que instituyó Ana de Cabrera Béthencourt, se fueron adjuntando otras derivadas de operaciones futuras. Gracias a las adquisiciones del quinto coronel Agustín de Cabrera se anexionaron los cortijos de Guatiza en Teguise y de Mala en Haría, mas especialmente la hacienda de Diama y Guardilama en La Geria (Yaiza), zona vitícola de postín; todos eran dominios de su pariente María de la Candelaria de Llarena y Llarena, sexta marquesa de la Quinta Roja y vecina de La Orotava, que los acabó de traspasar en febrero de 1825, y tal señora vino a ser en 1831 la suegra de Pedro Manrique de Lara y Cabrera. El yerno y sucesor de don Agustín, Francisco Manrique de Lara, adhirió el cortijo de Guerma en Tías, limitándose su esposa Sebastiana de Cabrera a redondear algunos inmuebles. En total acabaron en la segunda línea de los Manrique hasta 111 fundos conejeros con una amplitud de unas 1850 hectáreas, triplicando las que al amanecer del Novecientos pertenecían en Lanzarote a los condes de Santa Coloma.

 

 

Foto de portada: Casa de los Coroneles (La Oliva, Fuerteventura)

 

 

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