Ha pasado casi medio siglo desde que en el curso del barranco de La Angostura las mujeres dedicaban la mayor parte de sus vidas al cuidado de las flores que destellaban en los huertos familiares con la luminosidad de las mañanas. Los años siguen sin borrar la esencia de aquellos instantes de mediados del siglo XX cuando el campo satauteño se escribía en femenino plural y, con la misma agilidad que preparaban un potaje de jaramagos, las mujeres salían con los chiquillos a cuestas para cortar con delicadeza los ramos de flores que luego vendían por las casas o en el mercado de la capital, mientras entretenían la vida. Ellos, por su parte, no abandonaron sus oficios o su trabajo en la agricultura y, por las tardes o los fines de semana, hacían las labores más duras de la tierra: arar, plantar, regar... Entonces, todo florecía, se entrelazaba, copulaba y fructificaba con una variada gama de plantas ornamentales que alternaban con los huertos de verduras.
Desde siempre, La Angostura ha gozado de excelentes condiciones para la floricultura gracias a la fertilidad de la tierra y los componentes básicos, primarios, de este valle: la luz, el aire y el agua; pero también por la predisposición de sus habitantes hacia el cultivo de las flores, especialmente las mujeres campesinas que, con su paciencia cotidiana, se las arreglaban para aportar una ayuda a la economía hogareña, siempre necesaria. La vida de estas sabias de la naturaleza estaba llena de heroísmo discreto y cotidiano. Porque este barrio asentado en una dispersa geografía era en 1950 pequeño y empobrecido, cosido en la frontera a la capital. Por entonces, La Angostura vivía del campo y de todo aquello que se plantaba. Los 1079 habitantes censados comenzaron a disfrutar de una mejora notable en los servicios municipales: alumbrado público y doméstico, agua a domicilio, escuela, etc.; y al igual que compartían sus tareas, sus problemas y sus sueños, también se unían para disfrutar de su tiempo de ocio y alegrías. De modo que en el verano de 1956 adquirieron una sencilla imagen de Nuestra Señora del Carmen y la eligieron patrona de unas fiestas llenas de animosidad y religiosidad, en las que destacaba la procesión, con montones de serrín empapados en gasoil, situados en los márgenes de la carretera, que clareaban el ambiente nocturno al paso de la Virgen, camino del puente de Las Meleguinas.
En aquel tiempo no había momento para aburrirse. El monocultivo ocupaba a la mayor parte de los miembros de las familias, mientras el agro tradicional experimentaba la diversificación de los tradicionales cultivos; aunque para ello hubo de introducir los riegos artificiales, nuevas semillas y productos fitosanitarios donde ya no había más que hojarasca y malas hierbas. Según la época, el corazón de La Angostura cambiaba de color y ofrecía la expresión de la naturaleza más bella, y de aquel barranco de claveles surgía un universo de mujeres que durante varias generaciones trabajaron en condiciones laborales pésimas y en jornadas marcadas por el sobreesfuerzo y las adversidades. Su aportación logró reactivar la economía local después de unos años de sequía depredadora, con pocas precipitaciones y un acuífero tan sobreexplotado que la heredad de la ciudad decidió encauzar aquel río de aguas permanentes, lo que que acabó con un vergel histórico para bienaventurados.
Uno de los pocos huertos de flores que quedan en la zona de El Arenal de Las Meleguinas (foto: Pedro Socorro)
A mediados del siglo XX, casi en vísperas del desarrollo del turismo y en pleno apogeo de la agricultura de exportación, en muchos huertos y pequeñas fincas de La Angostura ya se plantaban flores; y tanto las hermanas Carmita y Tomasita Cerpa como Teresita y Teodorita, vecinas de El Estanco, eran célebres vendedoras. Lo recuerda perfectamente Emilio Pérez Santana, un maestro de escuela que creció entre flores, semillas y tijeras de podar, y que todavía hoy acude con su madre Lucía, de 89 años, a su florido huerto familiar situado en El Arenal de Las Meleguinas. «Por los años sesenta, esas señoras venían por los cultivos y trataban la compra de una partida de flores, principalmente lluvias, aunque también compraban todas aquellas flores que, según temporada, florecían: calas, frisas, alelíes, incluso plantas en macetas o en cacharros. Una vez que iban floreciendo se las llevaban a cuesta, sobre sus cabezas, en grandes fardos de saco que ataban con una tacha grande o un alambre fuerte; y como eran de baja estatura, a veces parecían bultos andantes. Al siguiente día, caminando o bien en el coche de hora, las llevaban a vender por las casas de El Monte, Tafira o en el mercado de Las Palmas».
El monocultivo vivía un periodo de gran auge y en extraña convivencia con los naranjeros y las papas, en un ambiente de olores que exhalaban los azahares, las flores y, por supuesto, el imborrable efluvio del gofio recién tostado en el molino de los Naranjo. Las papas del país no gozaban de buenos precios y la rentabilidad de las flores era mayor, pues su producción se ofrecía continua. Un cercado sembrado de claveles producía tres veces más que si estuviera plantada de remolacha, debido a su fácil y rápida multiplicación. Se plantaba por el mes de junio, y a partir de tres meses ya se comenzaba a cortar flores, que luego las mujeres, tocadas con amplias pamelas de hoja de palma, cargaban y vendían en puestos callejeros junto al Puente de Palo, en la ciudad, obteniendo dinero semanal que complementaban unas nóminas de tristes sueldos.
Curso del PPO. El gran cambio que experimenta el sector de la floricultura llegaría, no obstante, en el verano de 1970 de la mano de un programa de Promoción Profesional Obrera, más conocido por sus siglas PPO, que hizo posible la cualificación de los trabajadores del sector primario y dejaría huellas imborrables en la memoria colectiva de La Angostura. Aquel año, la floricultura se insertó de lleno en el espacio rural del pago. Catorce vecinos asistieron a un curso de doscientas horas de clases, incluido dentro del Plan Nacional de Desarrollo Social, sobre la plantación de claveles. Dos meses después, concretamente el viernes 14 de agosto, el concejal de Cultura, Laureano López Rodríguez, hizo entrega de los carnés a los alumnos en un acto institucional celebrado en el ayuntamiento. El contenido del curso (el tercero que se impartía) incluyó la preparación y desinfección del terreno, semilleros, enraizado de esquejes, plantación de 300 esquejes como prueba, tratamientos fitosanitarios, cuidados culturales, entutorado, recolección, selección y empaquetado de flores. Y las clases teóricas y prácticas se impartieron en locales y terrenos cedidos por uno de los alumnos, Antonio Rodríguez Morales. El resultado se vio pronto reflejado en las tierras del lugar con el incremento en la producción, el rendimiento y la aplicación de nuevos métodos de trabajo. Los claveles se plantaban en tajos de un metro de ancho a lo largo del terreno; y en los laterales se colocaban bloques de seis centímetros, lo que suponía un trabajo de cierta envergadura a la hora del alineado o nivelados. El entutorado posterior a la plantación era también bastante complejo y entretenido.
La Angostura se abría de pronto a una expectativa de porvenir, sin otros recursos que el ingenio y la voluntad de trabajar de su gente. Un dato significativo es que en 1973 esa rica actividad daba trabajo a un total de 40 familias que cultivaban unas 100 000 plantas de clavel. Poco a poco, el cultivo fue evolucionando hacia especies y variedades distintas gracias a la climatología y la demanda, ya que tanto los claveles como los crisantemos se plantaban por el mes de junio para disponer de sus flores el día de los Difuntos, pues en esas fechas el precio se disparaba y el negocio obtenía abundantes beneficios. La fiebre de los claveles indujo a determinados vecinos de otros barrios a arrendar las tierras bajas de La Angostura por temporadas, como el caso de Juan Río, que cada año, por agosto, venía de La Atalaya y trataba con alguien para que le dejara plantar crisantemos en sus terrenos. Él pagaba el agua y algo de renta y se encargaba del cultivo para vender las flores el día de los Finaos.
Por entonces, el cauce del barranco Guiniguada, entre el puente de La Angostura y el puente de Las Meleguinas, se volvía eterna primavera, y el aire se hacía diáfano y fragante con las flores brotando en su belleza y embriagándolo todo. Las estirpes de mujeres del campo se sucedían sin darle demasiada importancia a la edad de los nuevos reemplazos: algunas de ellas todavía niñas o en la flor de la vida comenzaban a poner los pies y las manos bien plantados en la tierra. Sin embargo, estos trabajos fuera del hogar no se documentaron en las fuentes históricas municipales pues, al igual que en otros ámbitos económicos, el trabajo en el campo estaba tradicionalmente vinculado a los hombres y daba la impresión de que solo ellos eran los protagonistas de la historia. En los padrones, algo más fiables en ese aspecto, las floreras seguían figurando como amas de casa, confinadas en el silencio y la sumisión al poder masculino; pues solo se reconocía la existencia de agricultores en la zona: Chano Sosa León, José Cerpa Hernández, Manuel Medina Sánchez, Santiago Déniz, Santiago Alemán, Antonio Peñate, Juan Pérez Ojeda, Antonio Rodríguez Morales, Perera, entre otros. Con todo, Gran Canaria era en la década de los setenta una gran productora de flores. La mayor parte del negocio se producía en invernaderos repartidos por la isla y estaba a manos de empresas extranjeras, como la llamada Framptons Nurseries Óverseas Ltd., que disponía de tres centros de trabajo y empleaba a casi trescientas trabajadoras, si -bien ocupando los puestos más precarios y peor pagados, que no todo era –precisamente– un camino de rosas... La mayor producción se orientaba a los mercados exteriores, principalmente a Europa, con una mínima parte de la producción destinada al mercado local. En La Angostura, en cambio, toda la producción iba para el mercado local, pues las extensiones de terreno no eran lo suficientemente grandes para la exportación.
En la imagen vemos de pie a Emilio Pérez Santana, su padre Juan Pérez Ojeda y Pepito Ojeda, en cuclillas,
durante una plantación en El Arenal de Las Meleguinas (fondo familiar)
Memoria que se marchita. Decenas de mujeres satauteñas tuvieron un papel protagonista en el cultivo de las flores y la preparación de los ramos, que agrupaban por colores y tamaños de las varas. Fue así como en medio de un mundo rural cada vez más alterado y abandonado, aquella revolución de los claveles se convirtió en una de las señas de identidad del barrio y constituyó un rasgo de su cultura popular. La naturaleza estaba entonces dentro de la vida cotidiana de la población y se vivía más cerca de las plantas y los animales. De modo que el paisaje generoso de Santa Brígida, siempre abierto a la balconada de sus geranios, buganvillas y las flores de mundo, sumaba una nueva perspectiva en aquellas tierras bajas, con huertos de coloridas flores que representaban una singularidad en el paisaje por encima del arco del puente. El negocio florecía, pero lo que parecía haber durado desde siempre y estar destinado a prolongarse en el porvenir desapareció de la noche a la mañana, o casi, en el tránsito de unos pocos años, abandonando las flores el terruño al que estaban tan aferradas. Las enfermedades también las aquejaron, y muchas fueron las que desistieron de un trabajo que requería máxima dedicación y comenzaba a no ser tan rentable. De modo que esa naturaleza se fue alejando cada vez más del barrio y de la economía doméstica y sumergida, y fue sustituida poco a poco por el jardín o el vivero privados. Hoy día la superficie agrícola destinada a las plantas ornamentales se ha revitalizado y su cultivo vuelve a ser un negocio floreciente gracias a la presencia de viveros en Los Olivos, Los Silos (Sataute), El Monte Lentiscal (Candy Orquídeas y Báez) y Las Meleguinas, a las plantaciones experimentales de proteas en tres fincas privadas y en una parcela demostrativa de El Galeón (que convierten Santa Brígida en la localidad grancanaria con más hectáreas de estos bonitos arbustos de origen sudafricano que se exportan a Holanda), así como a la presencia de diversas floristerías (Rojo Amapola, Heliconia y La Ilusión) que comercializan sus productos, sin intermediarios, en sus establecimientos o en los puestos del mercado municipal los fines de semana.
Con todo, cada vez quedan menos vecinas que puedan dar testimonio de aquel universo campesino y de unos recuerdos ya idealizados por la nostalgia. En La Angostura o en Las Meleguinas, da igual en qué domicilio se pregunte, siempre aparecerá el nombre de una mujer que trabajó por su cuenta: Pino Sánchez Rodríguez, Antonia Julia Hernández Alemán, Carmen García Sánchez, Carmen Santana Santana, Flora y Siona Hernández, Pinona Rodríguez Hernández, Lucía Santana o la inolvidable Chonita Vega, que, incluso, llegó a contar con un mercado propio, cuya venta realizaba en la capital. Una larga lista de floreras ilustres que hicieron posible ese otro milagro de la primavera y jugaron un papel fundamental en el desarrollo de la floricultura en nuestro municipio. Mujeres rurales sin estudios e inquebrantables al sufrimiento y la carestía que mejoraron la realidad social y laboral del campo satauteño en aquellos tiempos de bonanzas, mientras se enfrentaban a las rutinas y las guerras diarias: alimentaban a la familia, criaban a los hijos y, a falta de agua corriente, lavaban la ropa en los veleros del barranco en medio de aquel santuario femenino.
Antonia Julia Hernández Alemán en su cultivo de flores de La Angostura en la década de 1970 (fondo familiar)
Mujeres lavando ropa en uno de los veleros del barranco de La Angostura a mediados del siglo pasado (fondo familiar de Alberto Zerpa)
Vale la pena divulgar la historia de estas mujeres campesinas de mediados del siglo pasado, no solo por justicia social y laboral sino como un vívido recuerdo de lo que podría ser la agricultura de la Villa si, como esas valientes floreras, se lo propusieran ahora, cuando el porvenir parece en muchas cosas tan incierto como entonces. Hay fotos en blanco y negro que cristalizan esa época dorada de rostros femeninos en la que las flores disfrutaban de una segunda vida, ya no natural sino estética. Hay muchas historias que contar sobre un cultivo que generó una experiencia emocional y buenas cosechas, que impulsó una sociedad más moderna y que, por si fuera poco, dio sentido y contenido a Florabrígida, hasta el punto de que, en 1975, Santa Brígida se ganó el cariñoso apelativo de la Villa de las Flores, aunque solo fuera en los límites geográficos de un parque convertido en un jardín de tradiciones. Va por ellas.
En la imagen de 1965 se observa un puesto ambulante de flores en la zona del Puente de Palo, en Las Palmas de Gran Canaria, en el que
podemos ver a las vecinas de La Angostura Carmen Santana, a la derecha, y en la izquierda, sentada, a Clotilde Cerpa (fondo familiar)
Un clavel florecido en un huerto de Las Meleguinas (foto: Pedro Socorro)
Cartel de una floristería en el casco histórico de la Villa de Santa Brígida (foto: Pedro Socorro)
Este texto forma parte del programa de las fiestas de San Antonio de Padua de 2018 de Santa Brígida. En la imagen de portada, de izquierda a derecha, vemos a la familia Pérez Santana, formada por Lucía Santana Santana, su hijo Emilio Pérez Santana, Lolita Ojeda y su hijo Juan Pérez Ojeda, esposo de Lucía (fondo familiar).