Ya antes de ir a La Palma alguien me había dicho: si va usted a Los Llanos, tendrá que conocer a Gómez Felipe. Le advierto que vale la pena; es un personaje interesante.
Cuando lo vi por vez primera, y me parece que fue en los bajos del Ayuntamiento de su ciudad natal, respondió a la presentación con esa especie de brusquedad, que parece ser característica de muchos espíritus generosos y tímidos al mismo tiempo. Conservaba aún en su ya madura cincuentena, vestigios de lo que debió haber sido en su juventud: apostura gallarda y airosa. De alta estatura, enjuto y elegante, su físico sugería la idea de haber crecido a la medida de la romana toga: para llevar la púrpura de un cardenal del Renacimiento: el airón altanero de un capitán de Flandes, o para deambular en una noche de febrero, envuelto en la castiza capa, por el Arco de Cuchilleros de un Madrid finisecular.
Estudiante del Instituto de La Laguna, donde su paso deja un interesante anecdotario, que recoge en parte nuestro Padrón Acosta, marcha a Madrid casi galdosiano todavía, que sin él probablemente saberlo, ha de modelar y configurar unos gustos literarios y artísticos, a los cuales ha de permanecer para siempre patéticamente adepto.
En la cabellera de Gómez Felipe hay siempre un mechón rebelde a la jurisdicción del peine. También su alma parece estar regida por una especie de timón voluble e inconstante presto a conducirle, por la rosa marina y náutica de todas la singladuras, hacia todos los puertos, todas las bahías, todos los lugares, en fin, donde haya el más mínimo fondeadero apto para albergar una inquietud artística, científica o sencillamente humana. Pudo haber sido, con la única excepción de comerciante, todo lo que el mundo puede deparar al poseedor de una aguda y universal inteligencia, en conjunción con el nacimiento en una buena cuna. Hubiera sido tan buen médico como abogado, ingeniero o latinista… pero se hizo odontólogo. Solo conociéndolo íntimamente pudiera llegarse al porqué de la elección de una carrera que el vulgo asocia con el dolor físico. Y es que Gómez Felipe hay una cuerda ultrasensible que vibra con gran intensidad ante el sufrimiento humano. Tal vez, consciente o inconscientemente su espíritu le llevó a elegir una profesión donde sus manos pudieran mitigarlo. Se hizo odontólogo y de los buenos, como dilecto amigo y discípulo que fue de Aguilar y de Landete, figuras estomatológicas de la época con quienes siguió manteniendo una correspondencia epistolar a que solo habría de poner término la muerte de aquellos. Su despacho, con estar dotado de todos los elementos propios de una consulta, era de lo menos ortodoxo que pueda concebirse. Mientras con mano diestra hacía gemir la fresa o introducía el anestésico, era el mejor de todos el que proporcionaba un conversador infatigable, que ya con la sonrisa o el galeno piropo a flor de labios, o la amonestación que en vano quería ser severa, o repartiendo hojas volanderas con prudentes concejos acerca del cuidado de la dentadura, asían salir al cliente asombrado de no haber sentido dolor; y entonces a Gómez, que jamás padeció de amnesia y nunca olvidó una fecha… se le olvidaba pasar la factura.
Pero entretanto su corazón, un corazón franciscano que sufría al arroncar la primera zinnia de la primavera, estaba llorando. Todas las piezas dentarias que extrajo se las sacaba a sí mismo. ¡Y fueron muchas, Dios mío! Tantas, que ya no pudo más y se retiró de la profesión. Todos sus esfuerzos desde entonces se dedicaron a dar a conocer dentro y fuera de Canarias las bellezas de su rincón natal de Aridane. Hizo tanto a este respecto como pudiera una oficina de turismo, y muchas serán las personalidades nacionales e insulares que hayan recibido una postal con un paisaje de aquel lugar donde hace mucho tiempo reino un príncipe benehoarita a quien sus vasallos llamaron, por su condición mansa y apacible, Mayantigo, que quiere decir «pedazo de cielo».
Conocerle en Los Llanos era como estar en posesión de una llave que abría todas las puertas y dilataba en sonrisas todos los rostros. Nadie como él sabía descubrir los mil matices del violeta cuando el sol golpeaba las laderas del Time; ni conocer el momento exacto para encontrar el regalo maravilloso del silencio en la placita de Santos Abreu; ni elegir el instante adecuado para contemplar el milagro lila y rosa de los almendros en flor de Puntagorda.
Pero cuando en realidad ponía en juego toda su inteligencia, era en las proximidades de la Fiesta de los Remedios, que allí llaman por antonomasia de la Patrona, con objeto de concitar voluntades y recabar colaboraciones para el mejor lucimiento de la Fiesta de Arte, que alcanza en Los Llanos de Aridane un extraordinario decoro artístico. Emplea para ello con singular éxito, el viejo y acreditado método de la sugerencia, es decir, en hacer pasar como propias del «contrincante» de turno las ideas que él mismo astutamente le sugería. Mucha gente afirma, sin embargo, que la cardinal inclinación de este hombre era la oratoria. Incluso en La Palma, tierra de buenos oradores, constituía una excepción. Quienes le escucharon no podían olvidar el recuerdo de una voz de poderoso registro, que en medio de los laureles de la plaza derramaba el regalo de una oratoria cargada de metáforas, castelarina, apolíptica, a lo trueno del Sinaí.
¡Cómo recuerdo ahora, desde este lejano lugar de Taco, aquellas tardes plácidas en la pérgola cubierta de diminutas flores purpúreas, mientras el sol moribundo se precipitaba sobre el histórico mar de Tazacorte con violencia casi tropical, y Gómez Felipe enhebraba los hilos de una charla que abarcaba todos los aspectos del mundo y de la vida! Que él tenía una a modo de facundia griega, y era en ocasiones agudo, diserto y elegante a lo Jerónimo Coignard.
Su pueblo le ha dedicado en vida un parque que lleva su nombre. Dichoso usted que será inmortal —le dije un día—. Estoy seguro de que por medio misterioso, partículas de su alma habrán ido a apostarse en esos árboles que cada primavera dan un estirón hacia la altura. Dichoso usted que desde allí sentirá por eternidades la canción del viento. En la fuente, que esculpido lleva su nombre, abrevarán los capirotes, los mirlos, los pardos canarios de la tierra, y en las tardes tormentosas del invierno el sordo retumbar allá abajo, será como el contrapunto a los chirridos de las innumerables grajas de su valle. Dichoso usted, Antonio, vigía permanente y espectador eterno de lo que siempre amó: de la visión soberana de La Caldera de Taburiente y de los solemnes crepúsculos del Valle de Aridane.
Sé que las noticias y a las tarjetas que de usted recibo no he correspondido siempre de la misma manera. A veces he querido disculpar mi desatención y mi descortesía, con la excusa de que la verdadera amistad no necesita, para mantenerse viva, del riego periódico, como las plantas de una maceta. No voy a decirle tampoco la frase, quizá algo cursi, de que usted está incorporado al desván o sótano de mi memoria. Porque yo no tengo casa, ni desván, ni sótanos, sino únicamente vida, y para mi vida será usted siempre el símbolo de la bondad sin mácula. Y por las tarjetas o las cartas que de mí reciba: y también por las que deje de recibir, sirvan estos estrechos, apretados renglones a los que he querido privar de una literatura que no sé hacer, por la escondida emoción que llevan dentro, de carta de pago, de letra de cambio, para que yo siga recibiendo sus noticias y sus postales de ese maravilloso Valle de Ardiane o de Mayantigo.
Aunque al recibirlas, créame, don Antonio, fuera como si el lejano ballestero de la nostalgia me clavase un dardo en mitad del corazón.
1 de septiembre de 1961
Foto: parque de Los Llanos que lleva su nombre