Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

La poesía en Verdugo.

Jueves, 28 de Enero de 2016
Joaquín Rivero
Publicado en el número 611

Pero su drama no consiste en que la antigüedad le atraiga; esto es propio de todo espíritu selecto. Lo terrible es que ha vuelto a sentir como suyos los ideales de aquella época y los desee como norma de vida actual. Una cosa es percibir la grandeza de la antigüedad pagana, y otra intentar revivirla en sus propios ideales...

 

 

Como antesala obligatoria al estudio de la poesía de Manuel Verdugo se impone la importancia de su viaje a Italia. Cuando emprende el viaje, solo había publicado su libro Hojas. A su regreso escribe en los periódicos madrileños las poesías que más adelante formarán el núcleo fundamental de Estelas y lo mejor indiscutiblemente de toda su obra. Son impresiones recogidas a su contacto con la milenaria Italia, escritas en momentos en que el tiempo no tenía aún fuerza para debilitarla. El viaje a Italia no supone más que el corolario, la consecuencia necesaria de una actitud que ya la crítica a priori había adivinado. Sobre Verdugo pesa una tragedia dolorosa, inmensa. Y es una influencia que sobre su alma ha ejercido la antigüedad greco-itálica. Ante ella ha experimentado ese deslumbramiento en que tantos han caído y que se origina, según la opinión de Fustel de Coulanges, por un error de perspectiva. Pero su drama no consiste en que la antigüedad le atraiga; esto es propio de todo espíritu selecto. Lo terrible es que ha vuelto a sentir como suyos los ideales de aquella época y los desee como norma de vida actual. Una cosa es percibir la grandeza de la antigüedad pagana, y otra intentar revivirla en sus propios ideales. No va a Roma conducido por el afán del especialista; la arqueología, la mitología por sí misma no le dicen nada. Por eso, desdeñando otros lugares famosos en la Historia, le atrae especialmente Pompeya. Y es porque allí puede contemplar la vida, un momento de la vida romana en esa especie de cliché petrificado en que la dejó la erupción volcánica: «Allí el pasado surge real y palpitante / soberbia se alza Roma del polvo de aquel suelo / ¡Por él cruzó la sombra del águila triunfante!». Para él los dioses siguen habitando todavía el Olimpo; Apolo no ha muerto: «No, los dioses no han muerto todavía / existirán mientras el hombre sienta / con íntimo temblor la poesía», nos dice en el soneto dedicado a Juliano el Apóstata.

 

Chenier, Valera, Menéndez y Pelayo nos dieron en hermosos versos una lección de lo que era la poesía antigua. El mismo Rubén Darío en su «Salutación del Optimista» dio grata acogida en la poesía española al hexámetro, que fue griego un tiempo y posteriormente latino con Virgilio. Pero todos estos autores reconstruyeron de la poesía antigua lo formal, pensaban en cristiano. Y en Verdugo, obsérvese esto bien, ocurre totalmente lo contrario; con formas poéticas propias de nuestra civilización cristiana, con la silva y especialmente con el soneto, ese vaso precioso que introdujera Boscán y ennobleciera Garcilaso se ha mostrado en toda su plenitud un espíritu pagano. No es Verdugo poeta lírico. Pero el lirismo, un sentimiento sincero y profundo, asoma a su poesía cuando ve la disconformidad de los ideales en que navega su alma y los que se ve obligado a vivir.

 

La evocación pagana surge a cada instante en sus estrofas. En la poesía «Mediodía de Mayo», el poeta contempla un jardín florecido. Suena de pronto el Ángelus y llevado de la lírica emoción del paisaje: «Me hizo pensar en Nazaret y en Cristo, / en la risueña Umbría / y en la mansa humildad de San Francisco (…) y una plegaria palpitó en mis labios». Mas oye de pronto el canto lejano de un zagal: «Y mi plegaria ingenua transformose / en sonoro hexámetro latino. / ¡Del hermano de Asís la dulce imagen / se borró ante la sombra de Virgilio!».

 

Y más implícitamente confiesa su amor por la antigüedad pagana en sus Fragmentos del diario de un viaje a Italia al decirnos: «No me atrevo a interrogarlo por temor a que no pueda contestarme a mí ¡pobre iluso! que vago por el mundo sin más culto que el que guardo en el fondo de mi corazón por un ideal que ha muerto con la Madre Grecia».

 

Pero en ocasiones parece darse cuenta de lo insensato de su actitud y siente el dolor de hallarse solo en su extraño anhelo. En su poesía «Solo» el poeta penetra en un templo lleno de fieles: «Y lloro por mí mismo… yo profano / con los anhelos de un amor pagano / la santidad de la mansión bendita. // ¡Sueño con las riberas luminosas / donde en claros altares y entre rosas / besaba el sol la estatua de Afrodita!». Y más adelante nos dice en otra poesía: «¿Qué demencia te exalta visionario / (…) la Esfinge interroga cuando es muda / y pones en la cima del Calvario / la pagana deidad, bella y desnuda?».

 

Su viaje a Italia tuvo el mismo sentido que el del peregrino árabe que va a la Meca. Son para Italia todos sus fervores. De sus viajes por el resto de Europa nada dice. No puede explicarse de otro modo que un hombre que es por ascendencia un hidalgo y por profesión militar no cante a España conociéndola íntimamente. Y mientras el Madrid de su tiempo, el Madrid pesimista y político de la derrota colonial lo deja indiferente; mientras que el París de Murger, con su bohemia, sus modistillas, su barrio latino, que tanto ha seducido a otros nada dice a su espíritu, corre una y otra vez a Italia a prosternarse ante el blanco acropodio donde se erige la estatua de Apolo.

 

Y llama a Roma; pero sobre todo a la Roma Imperial, la Roma decadente de los Césares: «Amo el fuego, la púrpura, la gloria / de los rojos ocasos otoñales / y a los Césares déspotas triunfales / y sangrientos fantasmas de la Historia». No ha ido a Italia como un turista más. Al cabo de los siglos ha vuelto a sentir la grandeza de los hechos que pasaron y los ha hecho suyos.

 

Vestido con su toga ha presenciado verdaderamente en la Vía Apia, bajo los arcos de triunfo, las apoteosis de los generales que regresan victoriosos desde los confines del Imperio con los cautivos atados a sus carros. Las noches apacibles de la Campania se han poblado para él de sátiros y de egipanes que corretean en el bosque tras las temblorosas ninfas mientras en la espesura misteriosa resuena la flauta panida. Deambula de noche por las fangosas calles de la Suburra y de las Carenas y en las propinae de las esquinas ha comido cabezas de carnero acompañado de declamadores filósofos griegos. Su alma ha temblado de espanto al oír el dictamen de los augures y los arúspices, que predicen en el palpitar de las entrañas de las víctimas propiciatorias vaticinios funestos para el porvenir de la vieja Roma Quadrata. En su Quinta de Albano asiste con la frente coronada de rosas a interminables banquetes donde han desfilado los cabritos de la Dalmacia, los salmones del Lago de Garda y los higos de Tusculum, mientras por el Tirreno azul magnífico cruzan las trirremes como un ascua de oro.

 

Tendido a la sombra de los bellos pórticos corintios, ha oído decir a los filósofos epicúreos que la felicidad consiste en huir del dolor; y a los estoicos, que en despreciar a los sentidos. Y es ahora, cuando analizando su vida desde este punto de vista, encontraremos satisfactoria una conducta que de otra forma no lograremos explicarnos.

 

Porque su vida ha sido la de un romano; la de un romano epicúreo, porque ha sabido huir sabia, exquisitamente del dolor; y la de un estoico, porque ha sabido sofocarlo cuando la copa amarga se acercó a sus labios. Su escepticismo es auténtico pirronismo. Hay en él rasgos de un Petronio. Como este ha amado la belleza y la buena vida; pero también, como él cuando la hora llegare hubiera sabido morir sonriente, después de haber roto su vaso mirrino, dejando escapar la sangre de sus venas y acariciando los cabellos de su esclava favorita. La antigüedad le devolvió su amor con la moneda con que paga a los que la aman de verdad: dando a su verso elegancia y apolínea armonía. No es Verdugo un poeta arrebatado. Su poesía es culta, reflexiva, elegante. No quita nunca las manos de las riendas del corcel de su fantasía. Bien es verdad que el caballo tampoco es muy fogoso. Se observa en él una constante tensión destinada a evitar la disonancia, el estruendo. Los gritos, los lamentos le molestan; a su espíritu refinado esos arrebatos, ese impudor con que algunos poetas desnudan su alma, tenían que parecerle plebeyo. Se ve que podría escribir en cualquier instante. Esas alternancias de optimismo y desaliento, tan propias de todo artista, le son desconocidas. Su poesía, más que regida por el corazón, parece estarlo por el cerebro. Es, empleando un término de la filosofía, un poeta objetivo. Pule, burila sus versos; en ellos se observa el trabajo constante de la lima. Es un poeta parnasiano. Se caracteriza la escuela parnasiana, de la cual fue jefe el francés Leconte de Lisle, por su culto apasionado por la forma. Es esta, la forma, la que justifica la poesía, el contenido es lo de menos. La belleza reside en la manera de decir las cosas. El poeta no se toma como objeto de sus versos. Aparece esta escuela en la Historia de la Literatura con Teófilo Gautier, al cual se debe la teoría del arte por el arte, según la cual en el arte solo es interesante la forma, pudiendo pasarse sin ideas ni sentimientos. Significa Gautier la transición de la poesía subjetiva y personal de los románticos a la poesía impersonal y objetiva de los parnasianos. Este poeta, que es romántico en su primera época, señala con su obra Esmaltes y Camafeos construida dentro de una forma exquisita, la nueva tendencia.

 

 

Gran parte de la poesía de Verdugo es parnasiana y en la mayor parte de ella el poeta no se toma como asunto de sus versos. Pero hay que estar prevenidos en contra de una cosa. Se han llegado a tomar como antitéticos los términos parnasianismo y lirismo, es decir, se ha llegado a la creencia de que no puede ser poeta lírico quien lo sea parnasiano. Hay en esto un evidente error. Porque un poeta no exteriorice sus sentimientos en muchas de sus poesías, no implica necesariamente que no posea condiciones para ello. Rubén Darío, Verlaine, Baudelaire, grandes líricos, hacen en ocasiones poesías del más puro parnasianismo. Se pueden expresar sentimientos dentro de la forma más cuidadosa. Que no solo debe la poesía cantar sentimientos, es en definitiva, nos viene a decir, la Escuela de Parnaso. No cantando sentimientos, la única forma de supervivencia de una poesía es la de su belleza formal. La antítesis que se ha querido encontrar procede también en parte de una idea vulgar. El lirismo, la pasión, el sentimiento, parecen estar en contradicción con la forma; sentir la pasión de los celos y expresarnos con palabras medidas, razonadas, es algo que instintivamente no comprendemos. El sentimiento desatado barre con la forma, de aquí se explica el atractivo profundo que ejerció desde el primer momento el Romanticismo; venía a ser la expresión de una idea que ya compartíamos. Por eso para la mirada superficial de algunos, Verdugo no es poeta lírico. De hecho gran parte de su poesía se sostiene únicamente por su forma; pero en otras nos revela un gran lirismo. Es lírico porque supo cantar hondo, profundamente sentimientos, por más que ellos no estén al alcance de todo el mundo. Hay muchas clases de sentimientos. Verdugo no ha cantado el amor ni a la mujer, no ha cantado sufrimientos personales, cosa que agrada a la multitud, y por ello pesa sobre su obra el Ananké de poco lirismo; pero la multitud no puede comprender cierta clase de sentimientos. Difícilmente se hallará en la poesía española poesía más hondamente lírica que las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre; pero el tono alto elevado con que expresó su dolor ante lo fugitivo de los bienes terrenales no podía ser entendido por el vulgo. Por la misma razón Verdugo no puede ser popular. El fondo general de su poesía es la disconformidad con el mundo en que vive, su dolor ante la cruel realidad, y acrece doblemente su mérito el sentido de elevación, de altura con que supo expresarlo. ¿Y cómo el vulgo puede hacerse cargo del sentimiento, de su auténtico sentimiento ante la falta del ideal pagano por el cual suspira su espíritu? Tómense sus composiciones «A Urania», verdadera joya de su libro Hojas, el tríptico de sonetos que en el libro Estelas aparecen bajo el título «Solo» y la silva «El laurel de Apolo» y dígase después si el lirismo, un lirismo auténtico, ennoblecido por la pureza de la forma y la elevación del tono, no resplandece en todas ellas.

 

Cuando el poeta no se toma como asunto de su poesía, es decir, en su poesía netamente parnasiana, resulta frío como necesariamente tiene que serlo la poesía parnasiana, como lo es todo lo que se justifica por sí mismo. El culto de la belleza por la belleza misma se paga en el arte con una moneda: la frialdad. Ya dijo San Agustín que la belleza de las cosas es un calco imperfecto cuyo molde reside en Dios. Llegar hasta Dios debe ser, por lo tanto, la misión del verdadero artista. El amor por el amor mismo; la fórmula kantiana del deber por el deber mismo, nos dejan indiferentes; arar por el amor de Dios: he aquí la gran solución. Nos admiran las estatuas clásicas por su perfecta armonía, por la proporción de la forma; pero sus ojos apagados sin pupilas nos indican que no hay vida, que todo en el interior ha muerto. Cantar la belleza de la forma por la forma misma fue la tarea de la antigüedad clásica; por eso su arte no llega a Dios, es frío, no tiene alma.

 

No debemos tampoco acercarnos a la obra de Verdugo con la pretensión de hallar defectos o imperfecciones formales; sería un contrasentido encontrarlos en un artista que como él siente tan fanática devoción por la forma. En todas sus composiciones brilla la pureza de forma más exquisita y difícil es, en este sentido, decir cuál de ellas es más perfecta; sin embargo, quizá sea la mejor su composición titulada «Los jardines de la Granja», de admirable equilibrio.

 

Ha abarcado Verdugo casi todas las formas métricas; pero su preferencia decidida es por el soneto, bien el endecasílabo, el soneto clásico, bien el alejandrino, y de ellos se compone la mayor parte de su producción. Emplea también con mucha frecuencia y rara fortuna la silva en sus composiciones grandes como en «El romero», y quizá sea debido a esa facilidad que presenta esta especie métrica de alargarse indefinidamente por ese verso que siempre queda suelto y en espera de engarce. Tiene también marcada preferencia por una especie métrica romanceada de siete y once sílabas de la que son ejemplos sus composiciones «Una historia muy corta» y «El alma y el cuerpo». Usa el romance endecasílabo en su poesía «Hacia la belleza», y el octosílabo en la composición «Entre juglares» y en otras muchas. El romance octosílabo, el romance propiamente dicho no le va muy bien; quizá falte en ellos algo de lo que para nuestra opinión debe ser el romance: algo ingenuo, espontáneo, un relato para el pueblo. A la pluma demasiado erudita de Verdugo, le venía holgado este traje. En sus Burbujas emplea las más variadas formas métricas, desde el pareado a la quintilla. Pero en donde resulta maestro insuperable es en el soneto. Es Verdugo uno de los mejores sonetistas de España. Es el soneto una especie métrica artificiosa; pero se presta admirablemente al espíritu definidor del poeta especialmente para sus bocetos y retratos psicológicos de personajes. Últimamente llega a constituir su forma familiar de expresión poética. Quizá el principal motivo de su firme adhesión a esta forma métrica se debe al hecho de la idoneidad del poeta para la síntesis; es el suyo un espíritu sintético. Nunca se pierde en divagaciones. Decir las cosas con el menor número posible de palabras; tal es una de sus más destacadas cualidades. Su inclinación a sintetizar la manifiesta claramente por el constante uso que hace de los signos admirativos. Habrá muy pocos poetas, por no decir ninguno, que tan frecuentemente los empleen. No son tan indiferentes como pudiera parecer los signos de admiración; ellos muchas veces nos definen a un hombre. Hay quien escriba largo, ininterrumpidamente, sin solución de continuidad; otros, por el contrarío, lo puntean todo. Los signos están en correspondencia con el espíritu de quien los emplea. Y en el estrecho espacio que media entre esos dos mojones que son los signos admirativos ¡cuántos pensamientos, cuántas ideas se ocultan en ocasiones! Fijémonos en los versos finales de su soneto «Rompimiento»: «Adiós y para siempre. No estoy triste / aunque me marcho para no volver. / En esa caja está cuanto me diste / solo falta, y perdóname mujer / el último regalo que me hiciste... / ¡Ojalá lo pudiera devolver!». ¡Cuánto sentimiento, cuánto recuerdo, cuánta añoranza hay en ese último verso encerrado dentro de los signos de admiración!

 

No ignoraba el poeta estas cualidades de su espíritu, y de ellas se aprovecha para la redacción de sus Burbujas, composiciones satíricas en las cuales la brevedad tiene que ir unida a la intencionalidad. Lo que no posee Verdugo son condiciones para la poesía épica. Cuantas veces se ve forzado a hacerla, ya que espontáneamente no la ha hecho nunca, el empeño resulta superior a sus fuerzas. Sus composiciones «Fecha de recuerdos y esperanzas» y «Motivos de la Raza» lo demuestran claramente.

 

 

CANTO SENSUAL

  Esta canción morbosa que suspira
me la inspiró tu amor: una mentira
que se hizo realidad.
Me la inspiró tu amor, perverso y falso,
que para mí es altar, trono y cadalso
de la sensualidad.

  La semilla de un beso ha germinado
siento en el fondo de mi ser llagado
brotar una pasión
y surgir con indómita arrogancia
como una flor monstruosa, sin fragancia,
que arraigase en el mismo corazón.

  Vagaba mi alma triste y dolorida
tú la enseñaste a desear la vida;
¡enseñanza cruel!
pues la vida que adoro entre tus brazos
con caricias me robas a pedazos...
¡Divino cáliz de veneno y miel!

  Así, víctima soy y sacerdote
que al amor sacrifica: extraño brote
de algún rito ancestral...
Déjame, pues, que incline la cabeza,
adorando tu helénica belleza,
tu hermosura carnal.

  El fuego voluptuoso que me inspira,
sea mi ofrenda: perfumada pira
que no cese de arder.
¡Oh, tu fresca gentil adolescencia!...
¡Cómo calla la voz de la conciencia
acuando arrulla el placer!

  Rota está mi corona de ideales...
¿Qué me importan los códigos sociales?
¿Qué importa lo que soy o lo que fui?
Nada me resta por quererlo todo...
Quiero mis sueños enterrar en lodo...
¡No te apartes de mí!

  Cuando calmo en tus brazos mi deseo
parece que las aguas de Leteo
apagaran mi ardor.
No me niegues el beso que te pido,
beso inefable de embriaguez, de olvido...
¡Dame solo tu cuerpo, no tu amor!

 

(De Estelas, 1922)

 

 

 

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