Los antiguos molinos de agua de Icod de los Vinos (por Ayuntamiento Icod). Los molinos de agua comenzaron a construirse con los primeros pobladores que se fueron asentando en las Islas tras la Conquista. Se buscaron lugares con abundante disponibilidad de agua para facilitar las necesidades básicas, fundamentalmente en las vertientes Norte de las Islas. Y constituyeron un elemento básico en la alimentación y en la economía de muchas familias canarias, desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XX. Se usaban para la obtención de harina y gofio a partir de la molienda de grano tostado, fundamentalmente de millo y trigo. Sirvió como complemento de la industria azucarera que se dio en Canarias. Empleaba la fuerza del agua que, conducida por atarjeas o acequias hasta el molino, impulsaba una rueda que, a su vez, movía la piedra de moler.
Los molinos se construyeron en lugares con fuerte pendiente, alineados y conectados entre sí para que el agua pasara de uno a otro. Parte del caudal que discurría por ellos se desviaba hacia chorros, estanques, aljibes, tanquillas, para consumo doméstico y aprovechamiento agrícola. Además, se le unía agua procedente de sangraderas o aliviaderos, que eran los canales por donde se desviaba el exceso.
Este tipo de molinos son fácilmente reconocibles por su aspecto externo. Los llamados molinos horizontales o de rodezno eran los habituales, como el que está en la entrada del Parque del Drago. Suelen ser de forma rectangular y escalonada o piramidal, aunque algunos son circulares. En ellos destaca el cubo y el acueducto (desaparecido). El acueducto es la estructura que mantiene en altura la atarjea o acequia que conduce el agua hasta la boca del cubo. En el interior de este último, por diferencia de altura (entre 6 y 9 m), el agua circula cogiendo la fuerza suficiente para impulsar la rueda que se sitúa en su interior (en este caso la maquinaria ha desparecido).
Otro elemento digno de destacar es la casa del molinero y las dependencias del molino, que suelen estar en el mismo edificio. En ocasiones, el molinero ponía sus productos a la venta en una pequeña tienda que era la prolongación del molino (la conocida como casa María del molino ejercía esa función). En cuanto a las dependencias, destaca la cueva. Era el lugar donde se encuentraban las piezas que imprimen el movimiento al molino accionado por el agua, como el rodezno o rueda y la terminal del cubo, donde salía el agua por el bocín o boquín (elemento que da nombre a una finca cercana). En un piso superior se disponía el resto de piezas, como la tolva (donde se añadía el grano tostado), la piedra de moler o el canal del gofio, por donde salía hacia la caja del gofio.
Restos del cubo del antiguo molino
En 1602 el capitán don Cristóbal López de Vergara mandó a construir este molino en las proximidades del Drago, al que se sumó algún tiempo después otro, ubicado un poco más abajo, y que fue derruido para aprovechar sus maderas. El Molino de Agua de Las Angustias, de estilo mudéjar, fue uno de los últimos en ser construidos y en sumarse a la red de molinos que prestaban servicio en el antiguo Icod de los Vinos.
La Orotava llegó a contar con trece molinos de agua (por Manuel Hernández). Trece eran los molinos de agua que existieron en La Orotava, de los que diez han llegado sus edificaciones hasta nuestro días, aunque solo dos se dedican plenamente a la fabricación de gofio. Sin embargo, desde 1951 el agua dejó de ser su energía.
El primero de ellos en ritmo descendente, el conocido por el nombre de la Sierra, no ha llegado hasta nosotros, aunque se conserva su asiento. El 2 de diciembre de 1877 Rafael de Frías y Pérez solicitó al Heredamiento levantar y poner en movimiento el molino que antes existía allí, que había heredado de sus abuelos. En efecto se intentó su rehabilitación, pero su existencia fue precaria. En 1892 Cesar Benítez de Lugo adquirió su finca. En 1906 reseña que existen todavía las ruinas de un molino harinero, que funcionaba pocos años hace antes de adquirirla.
Se habían suspendido los trabajos por el mal estado de los canales y del cubo, que era de madera. Su propietario no pudo asumir su reforma por no poder afrontar tales los costes. Intentó levantarlo de nuevo, pero el heredamiento en su sesión de 10 de diciembre de 1906 lo impidió por entender que constituía un gravamen para tal sociedad.
Del segundo, perteneciente a la casa del Marqués del Sauzal, sólo existía en 1813 su asiento y se hallaba por encima de la ermita de Santa Catalina. El tercero, el de la Cruz Verde, o de las Cruces, se hallaba en pleno uso y ha llegado hasta nosotros. Había pertenecido al colegio jesuita de La Orotava por herencia de Juan de Llarena. Con su expulsión en 1767 fue subastado, pasando su propiedad a los Cólogan.
El cuarto, el de cubo alto, era de Gaspar de Aponte. Era servible y también ha subsistido. El quinto, situado en la calle Rosa de Ara, era del Marqués de Villafuerte. Presenta idéntico estado y conservación. El sexto, en la calle Castaño esquina San José, era de Doña Nicolasa Valcárcel y estaba incorporado al mayorazgo fundado por su antepasado Francisco Valcárcel. En uso por aquel entonces y conservado su edificio hasta la actualidad.
El séptimo, que ha conservado hasta nuestros días intacta su maquinaria tradicional, aunque no se encuentra en uso, está situado en la misma calle, dando al Sur con Calvo Sotelo y al Norte con Figueroa. Compartían su titularidad el Marqués de la Candia don Segundo de Franchy y María Benítez, hija y heredera del Señor de la Alegranza, Bartolomé Benítez de Lugo, perteneciente a la rama de los Benítez de las Cuevas. Estaba en uso y conserva hasta hoy su edificio el situado a continuación en la calle del Castaño, propiedad por aquel entonces de la citada María Benítez.
El noveno era propiedad de Pedro Benítez de Lugo. Da a los antiguos lavaderos públicos y es el conocido en la actualidad por el nombre de Chano, por su propietario hasta hace bien poco bien, Sebastián González Hernández, cuyos herederos lo mantienen en funcionamiento.
El décimo, situado en la plaza de San Francisco, era de Francisco Bautista de Lugo y Saavedra, Señor de la isla de Fuerteventura, y como tal se conserva. No era el caso del número once, que era del Marqués de la Florida. Estaba situado justo por encima del edificio que fue del colegio jesuita y más tarde ayuntamiento, incendiado como tal en 1841, y sobre cuyas ruinas se levantó la mansión de los Díaz Flores, conocida en la actualidad por Casa Brier. En 1813 estaba inservible y solo conservaba su asiento. El duodécimo era de Antonio Monteverde y se hallaba a continuación de la Casa Colegio. Hoy sigue en uso y es el conocido como La Máquina. El último era el de Diego Lercaro, sin uso en aquel entonces, aunque posteriormente fue rehabilitado, manteniendo su estructura hasta hoy en día.
Todos ellos forman historia viva de la villa y uno de sus más importantes valores patrimoniales, que deben ser objeto de preservación y divulgación.
Foto de portada: ULPGC