Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Otra mirada. (A propósito de Luis y Agustín Millares Cubas, Domingo Rivero y José Luis Correa)

Viernes, 25 de Abril de 2014
Juan Ferrera Gil
Publicado en el número 519

Lectura particular y sugerente a propósito de estos tres autores canarios: los puentes de relación entre sus escrituras se estiran a lo largo de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, un espacio vivencial compartido a través de los años desde la varita mágica de sus literaturas y el salitre del pulmón marino. Y en el fondo la letra de Chéjov.

 

 

 

EL ETERNO CÍRCULO

Luis y Agustín Millares Cubas


Levantábase a las seis todos los días y, después de ponerse la americana negra de cuello grasiento y el pantalón verdoso con mucha rodillera, encendía un virginio y se dirigía al colegio. A las siete empezaba a enseñar gramática, doctrina, lectura y aritmética a sucesivas generaciones de chiquillos indolentes, mal educados, tan semejantes los unos a los otros que todos formaban en su memoria, a través de los años, como una confusa neblina. A las nueve volvía a casa a almorzar un huevo frito y una taza de té, y a la hora siguiente entraba de nuevo en clase. A las cuatro se sentaba otra vez a la mesa con sus dos tías, delante de la eterna sopa y del eterno puchero, descolorido e insípido. A las ocho, terminada su tarea en el colegio, se dirigía lentamente al muelle, con la espalda encorvada, el paso incierto y soñoliento. Llegaba hasta la punta, siempre solo, y deteníase un rato ante la inmensidad atlántica que ondulaba vagamente en las tinieblas, recibiendo en plena faz la brisa penetrante, fresca, juvenil, que venía desde el fondo lejano e indefinido como una invitación al viaje, a las aventuras en países remotos, llenos de sol, de vida, de movimiento. Y luego, volviendo la espalda al mar, regresaba a la ciudad, amontonada al pie de los riscos que en el oscuro fondo encendía todas las noches centenares de luces, luminarias de una fiesta que nunca llegaba a celebrarse.

        Y así pasaban los días, los meses y los años. Los domingos los ocupaba en tocar la guitarra o en leer las novelas que le prestaban, traducidas del francés.

          A los treinta años comenzó a perder el pelo, y sus dientes, a causa del abuso del tabaco, se tiñeron de negro y amarillo. Usaba un paraguas todo esmaltado de agujeros y un reloj de plata heredado de su padre. Sus tías trabajaban en sombreros de señoras, y los tres vivían juntos en una casita terrera del barrio de San José.

        Durante el verano, los jueves y los domingos por la noche, cuando había paseo con música en la Alameda, acostumbraba a pararse con sus dos tías por fuera de la verja, para oír las polkas, los valses y las fantasías de la banda municipal y contemplar el desfile sempiterno de las mismas personas, todo el señorío atlántico, mil veces visto y mil veces comentado. Y mientras las dos viejas analizaban y discutían en animada charla los vestidos y los sombreros, él, con el ansia con que el condenado debe mirar, desde el negro fondo, el paraíso inaccesible, seguía con la vista las parejas de muchachas elegantes, que le parecían seres de un mundo superior. A él nunca le había mirado una mujer, como las mujeres deben mirar a los hombres. Nunca había sentido temblar a una entre sus brazos, con la faz empalidecida por la divina angustia del deseo. Y hubiera dado muchos años de su triste vida por ser uno de aquellos pollos, abogados o médicos, militares, estudiantes o empleados que entraban en el temible paseo como en su propia casa, vestidos a la moda, manejando el bastón con naturalidad y desembarazo, con derecho a recibir las miradas, las palabras y las sonrisas de la brillante juventud que para ellos se ataviaba.

        Decían sus vecinos que él era un santo: sus tías se lamentaban de que no se hubiera hecho sacerdote, y él, sin embargo, hubiera estimado como una felicidad inaudita el penetrar en el cuarto de cualquiera de las descocadas muchachas que alguna vez se encontraba por las calles, vestidas de almidonada zaraza, apestando a perfumes baratos, con zapato recortado y media de colores chillones. Ni ésas tampoco le miraban.

          Y así pasaban los meses, los días y los años. Cuando llegó a los cincuenta tenía una calva amarillosa, como de santo vetusto y sedentario, una barba gris y rala y unas manos secas surcadas por gruesas venas verdosas. Una enfermedad de la vista le obligó a usar gafas negras. Y era un tipo conocidísimo en Atlántica, de esos que se ven diariamente por las calles y en los que nadie fija la atención. Era Anselmito, profesor de primeras letras en el colegio de San Isidoro.

        A veces, al salir de su casa en las mañanas luminosas de septiembre, se detenía un minuto ante la muralla del paseo, frente al mar. El sol besaba aún la línea del horizonte, trazando en la superficie del mar un ancho camino de oro. El cielo parecía más alto, más lejano, y en los cercados lucía más negro el verde de las plataneras. Flotaba sobre todas las cosas una suerte de vaga expectación. Y entonces, con paso más ligero encaminábase al trabajo, con el extraño presentimiento de que algo nuevo, extraordinario, le iba a suceder en aquel día. Y el día pasaba como todos los demás, monótono, incoloro.

         Murieron sus tías, con intervalo de tres años, y él continuó viviendo solo en la casita terrera del barrio de San José. Y entonces, a los sesenta años, empezó a soñar despierto en el colegio, en la calle, en todas partes. Él no era él, Anselmito, el profesor de instrucción primaria. Era un marino, un piloto, de anchas espaldas, de barba negra, viviendo a bordo medio desnudo, en diario combate con los elementos, desembarcando en lejanos puertos en el barullo de una turba pintoresca, sembrando por todas las partes del mundo su virilidad poderosa, en amores frenéticos con mujeres de los Trópicos, de andar ondulante y perezoso, de mirada meditabunda y fascinadora.

         Y así, soñando despierto, fue poco a poco acercándose a la tierra, esperando siempre lo nuevo, lo extraordinario, que nunca llegaba.

         Entró en la agonía al comenzar una mañana de agosto, espléndida sofocante. Era un lunes. Crujía en la calle el látigo de los arrieros; oíase la charla bulliciosa de los chicos que, deteniéndose a cada paso, se dirigían a la escuela próxima; pasaban a intervalos vendedoras ambulantes pregonando sus mercancías con acento monótono y plañidero; sonaba a distancia el ritmo acompasado de los martillos de una herrería. Era la vida del pueblo que comenzaba, el cumplimiento matinal de los mismos deberes, la lucha por la vida, sin más incentivos ni más recompensa que la vida misma, el círculo eterno que el insecto humano describe en un rincón perdido en la inmensidad pavorosa del Universo.

         Y así murió, casi a la misma hora en que empezaba su trabajo en el colegio, y hasta la última congoja, en el fondo de la alcoba crudamente iluminada por el sol, esperaba lo nuevo, lo extraordinario, que nunca vino.

 

 

 

VIVIENDO

Domingo Rivero

 

Mi oficina da al mar. Desde la silla
donde hace treinta años que trabajo,
las olas siento en la cercana orilla
de las ventanas resonar debajo.

Y mientras se deshacen en espumas,
en la playa al batir, constantemente,
yo en mi triste labor muevo la pluma
y crecen las arrugas en mi frente.

A veces sobre el mar pasa una nave
que se pierde a lo lejos como un ave
que empuja el viento del destino esquivo…

Son emigrantes. ¿Volverán? ¡Quién sabe!
Cuando su lucha por la vida acaba
yo trabajando seguiré si vivo.

 

 

 

“Quise ser escritor para contar todo aquello que no comprendía. Probablemente sigo sin comprenderlo pero siento que ahora ya no sabría hacer otra cosa que escribir. A mano. Sobre papel. El olor de la tinta mezclándose con el del pergamino con la misma cadencia con que la idea se mezcla con la palabra escrita”.

José Luis Correa

 

 

 

 

OTRA MIRADA

(A propósito de Luis y Agustín Millares Cubas, Domingo Rivero y José Luis Correa)

Juan FERRERA GIL

 

Luis y Agustín Millares Cubas, Domingo Rivero y José Luis Correa, además de sentir una fuerte pasión por ESCRIBIR, significan, en nuestra tierra, y en el ancho mapa que engloba el término LITERATURA, el sabor de plasmar historias, vivencias y pareceres que se aúnan en los tiempos actuales, tan mediocres y tan corruptos, con el íntimo deseo de permanecer a través de las miradas de los lectores.

 

Y dichos escritores antes persiguen el anhelo de la reflexión y del retrato con palabras de su tiempo, en el que los personajes se nos hacen visibles. Y cuando pisamos el espacio que ellos pisaron en sus respectivos tiempos (en el caso de Correa, aún lo sigue pisando y deseamos que por muchos años), los personajes se materializan en la gente que se tropieza con nuestra mirada. Sí, de miradas va este comentario.

 

“El eterno círculo” es el primer objeto de nuestra atención. En él, Anselmito, un rutinario y soltero profesor de primaria, tiene la costumbre de acercarse al muelle a mirar el mar y el horizonte, en el que imagina una vida llena de aventuras que nunca se realiza porque su natural apatía es más fuerte que su deseo de cambio. Anselmito afronta su “Destino esquivo” desde dos miradas al mar diferenciadas. Su mar primero es atrayente, natural y muy cercano; una invitación al viaje venturoso en países remotos.

 

Y los hermanos Millares lo describen así: “… se dirigía lentamente al muelle, con la espalda encorvada, el paso incierto y soñoliento. Llegaba hasta la punta, siempre solo, y deteníase un rato ante la inmensidad atlántica que ondulaba vagamente en las tinieblas, recibiendo en plena faz la brisa penetrante, fresca, juvenil, que venía desde el fondo lejano e indefinido como una invitación al viaje, a las aventuras en países remotos, llenos de sol, de vida, de movimiento”.

 

En cambio, el segundo mar del profesor de primaria es apenas una mirada detenida de una vida truncada: “El sol besaba aún la línea del horizonte, trazando en la superficie del mar un ancho camino de oro. El cielo parecía más alto, más lejano, y en los cercados lucía más negro el verde de las plataneras. Flotaba sobre todas las cosas una suerte de vaga expectación”.

 

Claro que el mar en el poema “Viviendo” de Domingo Rivero es tan esquivo como el de Anselmito, donde se refleja al ritmo de las mareas el paso de la existencia:


A veces sobre el mar pasa una nave
que se pierde a lo lejos como un ave
que empuja el viento del Destino esquivo…

 

Si el “Destino esquivo” está fuera de la isla en el poema de Rivero, en el relato de los hermanos Millares Cubas se sitúa en el interior, personificado en Anselmito, en el que el mar es la llave de una cárcel paralizante, símbolo de un sueño irrealizable, al igual que el de los emigrantes de los que habla el poeta.

 

En ambos textos, los personajes, al ejercer su profesión, contemplan el espacio que les rodea: la clase de Anselmito y la oficina de Rivero. Es evidente que Atlántica, en "El eterno círculo", es Las Palmas de Gran Canaria, al igual que “Mi oficina da al mar” en el poema de Rivero: llevaban siempre encima su ciudad estos escritores. Los dos textos muestran claras estructuras de circularidad: el primero simboliza una vida siempre igual y monótona y rutinaria hasta la exasperación. Parece como si Luis y Agustín Millares Cubas, al seleccionar hábil e intencionadamente los materiales expuestos, hubiesen encontrado un ritmo narrativo, y constante, como si una rueda fuera al moverse. En el segundo, Domingo Rivero habla de otro tipo de monotonía. ¿O acaso es otra cara de una misma moneda?

 

No debemos obviar lo que no se dice en ambos textos pero sí queda sugerido. Y creo que ahí se encuentra el verdadero reto de los escritores: aparentemente lo contado da la sensación de hablarnos de lo que ocurre cuando no pasa nada. Es decir, el reto es contar una existencia anodina, siempre a la espera de, en el caso de Anselmito; y en “Viviendo” hay más reflexión interior en una existencia muy parecida a la de muchos otros. Quizás lo que sucede es que la mayoría de las vidas desarrollan una existencia plana, cronológicamente monótona al ritmo de los días, y nosotros hemos tenido que leer otras vidas para darnos cuenta de la nuestra. Apenas suceden cosas: ése es el reto de contarlas, como el adelantado Chéjov, que cuenta lo que pasa cuando no pasa nada. Así que estos escritores de los que hablamos fueron en su momento, muy probablemente, lectores del genial escritor ruso. Quienes así escriben esconden en el alma de su literatura un poso lector que se aviva cuando delante del papel crean un mundo maravilloso de signos que ha llegado hasta nuestros días. Y todo ello para decirnos: “así fuimos, así pensamos, así escribimos, como ustedes ahora en el tiempo al que nosotros ni siquiera imaginamos”.

 

¿Y dónde queda José Luis Correa?

 

Muy sencillo: en la reflexión que realizó el creador de Ricardo Blanco en el catálogo de una exposición fotográfica de escritores. Y dice así: “Quise ser escritor para contar todo aquello que no comprendía. Probablemente sigo sin comprenderlo pero siento que ahora ya no sabría hacer otra cosa que escribir. A mano. Sobre papel. El olor de la tinta mezclándose con el del pergamino con la misma cadencia con que la idea se mezcla con la palabra escrita”.

 

De lo que se infiere que el mar es el pergamino; la tinta y su olor es el maroto fresco y húmedo del Atlántico y la palabra escrita, la vida, que no hace mudanza en su costumbre. Todo ello se funde en que los escritores que son objeto de este comentario tan raro y particular comparten la pasión de la escritura y ni antes ni ahora dejaron, ni dejarán, nunca de hacerlo, como indicamos al principio. ¡Vaya, me ha salido también un comentario circular!

 

Pero yo lo que quiero decir es que tengo para mí que todos ellos han sido lectores de Chéjov. Al menos a mí me gusta pensar que así fue y que así es.

 

Y creo que contemplar nuestro mar más cercano es una fuente infinita de historias disfrazadas de sal y espuma.

 

 

 

Bibliografía

. Luis y Agustín Millares Cubas: Antología de cuentos de la tierra canaria. Biblioteca Básica Canaria, nº 14, 1990.

. Domingo Rivero: Poemas. Biblioteca Básica Canaria, nº 19, 1991.

. José Luis Correa: Catálogo Letras Canarias, Chiqui García, Arucas, 2012.

 

 

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