Revista n.º 1069 / ISSN 1885-6039

Desde Moya, en un lugar en 1939: en mi memoria histórica.

Martes, 14 de mayo de 2013
Echedey Medina Déniz
Publicado en el n.º 470

El autor de este relato es un joven escritor y despierto alumno crítico, artista por encima de todo, del IES Doramas de Moya (Gran Canaria), que tiene el gusto de escribir poemas y relatos como este que les presentamos hoy, repleto de conciencia histórica y lleno de humanidad.

Un lienzo sobre Caín y Abel.

 

 

Sabía perfectamente, y aún lo sé, el país en que vivía. ¡Por supuesto que lo sabía! Cómo no saberlo si me pasé toda mi juventud leyendo y releyendo al fortuitamente ballestero Antonio Machado. Desde sus "Proverbios y cantares" hasta su "El mañana efímero". Y, de hecho, poco me sirvieron tantas ideas revolucionarias y brillantes como las creí en mis mejores tiempos ilusorios de juventud. No me creerías, estimado lector azaroso de esta mi última carta, si te dijera que en otro tiempo remoto y ahora lejano que lo veo, fui uno de los enemigos más buscados y rebuscados del Generalísimo en sus cuarenta años de cabalgadura. Hoy, a mis más de 90 años, y en plena ''democracia'', probablemente a nadie le importe las memorias de un viejo republicano y comunista dejado de la mano de Dios. Un Dios que se me antoja un tanto caprichoso y más aún tiránico al decidir cómo todos suponemos el destino de cada uno de nosotros, desdichados mortales en busca de una vana esperanza infantil de encontrar la eternidad y la vida prolongada.

 

Pero en mi caso, mi último e interesado amigo, la muerte será el postre de mis males y siéndote sincero la abrazaré como a nadie... Morir será el menor sufrimiento que tragará mi alma arrastrada, humillada, profanada y profundamente torturada durante años. Aunque sí es verdad que intenté por muchísimo tiempo ser tenaz como un hierro y parecer inmune a los castigos psicológicos de la vida, hoy comprendo que es imposible. Muerte se saldrá con la suya hoy y mañana, per saecula saeculorum. Por tanto, muy lejos de odiarla, la amo; será la mayor de mis bendiciones.

 

Te preguntarás el porqué de esta psicosis y automasoquismo de mi alma. Cuando termine de contarte esta historia, señor periodista, policía o vecino, entenderás que mi hastío y aburrimiento por la vida no podía ser más justificable que esta carta que pone punto y final a mi tragedia griega.

 

Cuando yo y mi hermano nos unimos a las juventudes republicanas del pueblo, no esperábamos tal fin, tan mezquina desgracia. Éramos jóvenes y a nuestra manera nos veíamos muy capaces de cambiar este puñetero mundo y llenar de realidad aquellas cabezas pueblerinas tan colmadas de serrín y agua bendita. Pero ahora me lamento más decepcionado por aquellos acontecimientos que por el orgullo que perdí en aquella vana batalla de burros y caballos. El pueblo es amante del látigo y la fusta, y no le suele importar mucho ser azotado. Maldita sea aquella condenada pelea de direcciones y rumbos políticos y justos... Hoy tiro la toalla y me retracto de toda política existente. No creer en nada más que en el fin de la vida es el razonamiento más firme que tengo. Estas arrugas no verán un mañana, este cuerpo arrastrado no rendirá cuentas a nadie. Lean, queridos humanos, la historia de mis ruinas.

 

No sé tan siquiera cómo me vi allí. Dónde estaba. Me había mostrado insurrecto ante la Guardia Civil y, como traté de que se hiciera justicia con mi hermano, me llevaron junto con él. Tras pasar una noche en un sombrío calabozo y sin agua ni nada que echarnos a la boca, mi hermano y yo hacíamos reflexión sobre si realmente habíamos logrado algo con aquella minoritaria lucha en un país ignorante. Cuando empezaba a salir el sol nos sacaron de la celda con los brazos atados como bestias salvajes. Yo, con la cabeza baja, humillada y avergonzada por la inminente derrota, no pronuncié ni una palabra, mientras que mi hermano soltaba todo tipo de maldiciones hacia aquellos lacayos. Éstos, en un sadismo terrible, empezaron a pegarle patadas y golpes con la porra en todo el cuerpo. Y el mío, mi cuerpo allí de pie, resistiendo solo en apariencia aquella tortura. Digo en apariencia porque sentía que el alma perdía cada vez su resplandor rebelde. Ya era un alma doblegada por el miedo y el pánico; no a la muerte, sino a la peor de las torturas que sabía con certeza que podían hacernos.

 

- ¡Y tú! –me dijo uno de aquellos bigotudos–, también tendrás tu castigo por rebelarte a la autoridad. La justicia en esta soberana nación se paga. Y más con hijos de Satanás como ustedes dos. Tu castigo será más atroz que el de tu hermano... Para que aprendas a comportarte.

 

Y tuve que contemplar una vez más, con las manos atadas y los ojos rojos, aquellas diabólicas sonrisas maquiavélicas que parecían excitarse con la sangre.

 

***

 

Tras un largo paseo, arrastrados como si fuéramos mascotas, y una charla de filosofía franquista, como si fuéramos los peripatéticos del pueblo, nos llevaron a un enorme patio alejado, donde los olores a humanidad, sangre y pestilencia me revolvían el estómago. Fragancias de orina, heces o sangre molida se unían para formar aquella combinación de putrefacción y de enfermedad mental humana. Por si fuera poco nos calentaba un sol que rajaba cabezas y nos tenían encerrados en una enorme alambrada que me hace recordar hoy aquellos ratones de laboratorio de la Alemania nazi.

 

Pero mi mayor sorpresa (dentro de las otras ya existentes) fue ver que no estábamos solos allí. ¡Qué va! No éramos unos incomprendidos totalmente, despojos de la sociedad. Saqué esfuerzos del alma para esbozar una efímera y corta sonrisa de orgullo por nuestra lucha. Éramos al menos treinta hombres. Treinta hombres derrotados por otros hombres, sí; pero victoriosos de nuestras ideas. Al fin y al cabo, si nos encerraron fue por miedo... ¿no?

 

Conociendo a los demás que aguardaban nuestro mismo final, pude ver cómo brillaban sus ojos y cómo, de una manera u otra, parecía que esperaban y conocían ese final. Contaban su historia con la misma ilusión de un niño y el orgullo de un superhombre. Es sorprendente ver cómo, en los últimos momentos de la vida, te encuentras con verdaderos oradores que no se arrepienten de nada de lo que han hecho. Todos coincidían en una única idea: si volvieran a nacer, volverían a morir de la misma manera. Y para mí, la única Verdad Absoluta y existente en este mundo es irte con la firme idea de que has hecho lo que debías hacer, y por qué no: morir por lo que crees justo. Y todos ellos lo hicieron. Se marcharon como dioses, de una manera gloriosa. Al igual que Juana de Arco, todos aquellos valientes murieron con la cabeza alta y el orgullo intocable.

 

Detalle de los colores de la bandera de la Segunda República.

 

En efecto, he dicho ellos. Mi destino no fue tan piadoso y honorable. Tal y como dijeron aquellos falangistas, mi final sería el peor de todos. A mí no me dieron la oportunidad piadosa de marcharme con un tiro en la frente. No... Tuve que arrodillarme ante aquellos infelices y suplicarles la muerte. Aunque fuera lenta y dolorosa. Te explico por qué.

 

Cuando se abrieron las puertas, vimos horrorizados cómo desfilaban cuarenta arlequines armados con fusiles. Entonces uno de ellos, supongo que el general, nos ordenó ponernos frente al paredón. Lo recuerdo como una pared que llegaba a los cielos y que extralimitaba la libertad a las mismísimas palomas. Entonces, el mismo guardia que había golpeado una y otra vez a mi hermano, el mismo que me prometió castigo, se acercó a mí y me llevó hacia la artillería. En ese momento parecía que los demás soldados ya sabían lo que iba a pasar. Por orden inmediata del bigotudo me encontré de repente acosado, apuntado por cuarenta bocas de fusil. Cabeza, brazos, espalda, piernas... ¡No había parte alguna de este cuerpo por la que fuera capaz de salir mi alma! Aquellos fusiles parecían incitarme al mayor drama que iba a presenciar y que, recordándolo aún, sigo claramente viendo. Llegó lo prometido. La sanción por rebelarme contra una historia de una nación que no ha aprendido ni aprenderá nunca a ser libre. Uno de los falangistas me desató las manos, y cuando por un momento me creí ilusamente libre, ya tenía otra vez las manos ocupadas. Pero esta vez con una pistola. Una vulgar pistola envenenada por las manos de unos falsos dioses. Ojalá hubiera muerto en la pared, aunque fuera desnudo.

 

- Apunta a tu hermano a la cara. Frente a frente –recuerdo que me decía aquel paranoico–. Ni abras la boca, no se te ocurra abrirla. Tú no vas a morir. Dios está de tu parte. Serás el verdugo.

 

Al contrario: Dios estaba en mi contra. Y me lo ofreció como un sacrificio. Como Caín mató a Abel. Yo no tuve más remedio que obedecer aquella infamia de orden... Fui egoísta. Debí pegarme un tiro en la cabeza. Pero compréndanme y, por favor, no me juzguen... Estaba en un callejón sin salida... ¿Qué otra cosa podía hacer? Huir era imposible, un sueño. Cuánto más lo era suicidarme. No me habrían dejado.

 

***

 

De modo que sentí cómo mi cuerpo se congelaba, y mis ojos se empañaban de lágrimas como un cántaro repleto que se rompe en una fuente llena. Me temblaban la mano y el cuerpo entero. Maldecía con toda mi alma el país, la lucha, las injusticias y el haber nacido. Mi hermano me miraba aterrorizado, como si viera a un monstruo. Es lo que soy después de lo que hice. O me obligaron a hacer... Apunté a mi hermano y noté cómo su mirada se iba relajando poco a poco, hasta que agachó la cabeza resignado. Un verdadero héroe no teme a la muerte. Nunca lo hace. La recibe con la misma fuerza con la que la enfrenta y afrenta. Cerré los ojos y sentí el aire frío en la cara, la caricia del diablo. Recé a un Dios al que no conocía ni había creído, y tras maldecirme y esperar unos segundos en busca de una muerte repentina, un infarto, un rayo, una puñalada, un disparo en la espalda... apreté el gatillo. Fue un solo tiro, pero su sonido ensordecedor. Provocó un silencio que presagiaba la muerte. La cabeza me daba vueltas y mi estado de shock era tal que ni siquiera quería abrir los ojos para presenciar lo que estas manos hicieron. No sabía ni dónde estaba ya... Los abrí para mi desgracia y presencié el cadáver de mi hermano con un disparo grabado en el pecho. Grabado con mi imprudencia y mi asqueroso carácter salvaje. Nunca supe cuidar de nadie. Tras ver cómo aquel río de sangre regaba la tierra, contemplé por un segundo las caras de aquellos muchachos de la pared. Carecían de toda cordura. La entereza que había visto en ellos antes se esfumó por completo como un fantasma y de sus rostros se apoderó el hielo y el pánico. Cuando escuché otra bala me tiré al suelo. Gritaba como un niño por la masacre que presenciaba. Pero era en vano. Mis gritos, que recuerdo desgarradores y desconsolados, se veían ahogados por el incesante tiroteo y los gritos de dolor. Y yo en el suelo seguía gritando y llorando en aquella pesadilla de la que sigo sin despertar.

 

Desde aquel día y aquel año no ha habido momento alegre para mí; el resto de mi desgraciada vida que Dios (¿?) sigue sin querer quitarme dejó de tener razón y sentido. Cualquier movimiento mío es arrastrando estas cadenas y esta tortura que hace perder el juicio. No hay noche que no me despierte gritando y viendo la pila de cadáveres ardiendo encima de mi cama. Vivo sin vivir en mí, recitó la poeta. En fin, querido amigo, toda descripción que te haga o intente hacer de mi tortura mental me supone un enorme golpe y dolor de cabeza. Por eso, esperando te hagas una idea de mi tortura en vida, escribo mis últimas palabras. No espero misericordia de ningún ser divino. No me importa que mi espíritu ande errante en el limbo. Ya he andado errante durante años, tal vez siglos he sentido... Espero encontrarme allá donde vaya a un franquista para que me vuelva a matar.

 

Hagan de este mundo un lugar en el que sea posible la vida, por favor. Háganlo por las generaciones y por los jóvenes revolucionarios, como el que yo fui. Me espera mi último barco. Una cuerda colgada en mi techo azul, desde el que espero ver las estrellas y pedir perdón a mi hermano.

 

 

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