Revista n.º 1069 / ISSN 1885-6039

Aproximación al devenir de San Benito y sentido homenaje a algunos de sus personajes.

Jueves, 11 de julio de 2013
Manuel J. Lorenzo Perera
Publicado en el n.º 478

Hoy se celebra, en el marco de las Fiestas de San Benito de La Laguna (Tenerife), un homenaje a las personas y los oficios tradicionales del lugar, de la mano del investigador Lorenzo Perera. Por ello les acercamos el texto sobre el mismo homenaje de la pasada edición.

Homenajeados en San Benito en 2012.

 

 

No pude rehusar la invitación de Pedro Molina Ramos -admirado y comprometido luchador del campo canario- para hablar del barrio de San Benito y de algunos de sus personajes más señeros y significados. Y me agradó la idea, porque siempre hemos sido preclaros defensores de la historia local y de la historia familiar que deberían promoverse en todos los niveles de la enseñanza, desde la escuela a la Universidad. Los niños y los mayores deben tener claro que tan importante es el Rey de España o Napoleón, como el abuelito que trajinó en El Rodeo y que emigró a América con la intención de labrar el porvenir de sus hijos y nietos.

 

San Benito, Entrada a La Laguna. Con anterioridad a la construcción de la autopista, San Benito fue la principal vía de penetración a La Laguna viniendo desde el Norte. El micro que nos trasladaba desde La Orotava tardaba cerca de dos horas en llegar. El San Benito que nosotros contemplábamos -años 60 del pasado siglo- era muy diferente al actual, más reducido y menos elevado, destacando, mucho más que hoy, la casa donde se ubicaba el taller de los López con su balconada y la iglesia de San Benito.

 

Por San Benito hacían su aparición las paveras de Icod de los Trigos, quienes se trasladaban caminando hasta La Laguna. Y los cochineros de Icod el Alto que traían los lechones en el interior de dos cestas o raposas de varas de castaño cargadas sobre el mulo. Y por San Benito se encaminaban hacia La Laguna quienes, por los carnavales, se dedicaban a matar la culebra; así lo recordaba doña Manuela López Izquierdo, quien en 1989 contaba con 83 años de edad: Yo era muy niña y ahí donde le dicen Las Moneditas, en la carretera, veía por los carnavales un grupo de hombres pintados de negro, con un taparrabo y unas lonas en chanda, parecían negros de Cuba. A mí me daba miedo. Un niño les acompañaba con una culebra verde oscura, grande, que se movía. El niño la cogía por el centro y los negros bailaban alrededor al moverse la culebra y decían al niño: "imátala negro!" Y el chiquillo contestaba: "¡no la puedo matar!" Entonces uno de los negros grandes venía y la mataba con una espada. La culebra después de muerta juntaba el hocico y el rabo y hacía un redondel. Eran doce negros grandes y el pequeñito trece. Iban diciendo un refrán (...). Venían del Puerto, por los carnavales, todos juntos de mano, como si fuera una era y en el centro el niño con la culebra: "Aquí venimos los negritos, toditicos chacandela, / y venimos preparados / para matar la culebra. / Ña, ña, ña. Horitico la mato, / que la voy a matar. / Y si no la aseguro, / se me puede enroscar. / ¡Mátala negro! / ¡No la mato, mi amo!". Y con un látigo le daban al niño para que matara la culebra. Se ponían a bailar con la culebra en el suelo: "¡Mande, mande, mi mayoral, / que este negro la va a matar!". Entonces venía el que más collares tenía, haciéndole caso al jefe que tenía un collar de dátiles verdes de palmera. Ese era el jefe, el que mandaba a matarla culebra. Y decían después: ¡ya está muerta, mi mayoral!

 

Era frecuente ver por aquí a las mujeres pobres que acompañadas de sus hijos acudían a rebuscar, tras ser recogidas las cosechas, papas de grelo, trigo o chochos. Para encontrar las papas con mayor facilidad acostumbraban a repetir la siguiente coplilla, auténtico canto de trabajo: Maravaya, vaya, vaya, / el que busca siempre jalla.

 

Los compradores de estiércol -para las grandes fincas del Norte y del Sur de la Isla- también solían hacer frecuente acto de presencia. Todo un mundo, el del estiércol o istiércal: propietarios, camioneros, cargadores e incluso localizadores de las cuadras donde vendían tan imprescindible producto. La sacada o saca del istiércal llegó a ser un referente en la vida de los ganaderos locales, momento elegido para contraer matrimonio, viajar, realizar determinadas reformas...

 

Y de San Benito partían los camiones, decorados con banderas y hojas de palmera, que trasladaban a los romeros -30 o 40 en cada uno- que acudían a la fiesta de agosto en Candelaria. Nos refirió doña Manuela, la bendicera o santiguadora de San Benito, que a dicha festividad la conocían los mayores como la fiesta de las 2000 cagadas debido al estado en que quedaba el solar candelariero toda vez acabada la celebración.

 

En el chorro que había en las proximidades de la iglesia de San Benito -en el que se proveían los vecinos de los alrededores- se lavaban los pies y se ponían las lonas quienes iban a vender o se dirigían hacia La Laguna. Y los entierros que venían desde Guamasa. El Ortigal... descansaban aquí, diciendo el cura el responso para, con posterioridad, encaminarse hasta el cementerio de San Juan.

 

Homenajeados en San Benito en 2012.

 

La olvidada cultura de los peludos. Nos dice Pedro de Olive en su Diccionario, publicado en Barcelona el año 1865, que el Caserío de San Benito está situado a 100 metros de La Laguna y lo componen 4 edificios de un piso, 1 de dos y 1 choza, habitados por 5 vecinos, en total 29 almas. San Benito y La Laguna eran dos realidades perfectamente diferenciadas y delimitadas. Se entendía que llegar a la Concepción era llegar al pueblo. Y los habitantes del pueblo llamaban a los de San Benito peludos, el barrio de los peludos. En opinión de personas que cuentan en la actualidad con 70 y más años de edad: Cuando íbamos a la Concepción nos vestíamos de otra manera, porque eso ya era la ciudad y esto el campo, este barrio era muy ganadero. En ese barrio ganadero, cuantiosas veces, la ropa de cama, las talegas y determinadas prendas de vestir llegaron a hacerse con las telas de sacos que venían con harina y con azúcar de Cuba. Los niños del campo no podían ir a la escuela pública por tener que ayudar a sus mayores en las tareas agrícolas y ganaderas, viéndose obligados, los que podían, a asistir, por la tarde-noche, a escuelitas pagas regentadas por personas que poseían algunos conocimientos, a quienes pagaban 15 pesetas al mes.

 

Se puede apreciar en fotografías de principios del siglo XX de qué manera el perímetro urbano de San Benito fue acrecentándose, a medida que aumentaba la población, de modo que la ciudad y el campo llegaron a unirse: San Benito ha cambiado, las casas nuevas que han hecho, a la mayor parte de la gente no las conozco. Pero la unión, el encuentro entre la ciudad y el campo fue meramente circunstancial, físico. La muralla imaginaria que desde el Llano de la Clavellina se extiende hasta la Concepción y, desde ahí, a la Plaza del Cristo, delimita a las dos realidades patrimoniales. Una conocida y sublimada, la ubicada dentro de la muralla. Cuando se hace referencia a San Cristóbal de La Laguna: Patrimonio de la Humanidad, se alude, únicamente, a las casonas, plazas, palacios, iglesias conventos, publicaciones y guías que se llevan a efecto. Es el patrimonio cercano a los bien acomodados, frente al de los trabajadores y guayeros, quienes conforman la mayor parte de la población. La otra realidad patrimonial, localizada más allá de la muralla, aparte de desconocida, salvo por sus ejercitantes, tradicionalmente ha sido marginada y menospreciada. Las manifestaciones que fundamentan esa cultura campesina y ganadera son cuantiosas (sistema de nombres puestos al ganado vacuno; elaboración de carros, carretas, carritos y carretones; confección de frontiles; de utensilios agrícolas; uso del arado romano...), capaces de prodigar diversas y sustanciosas monografías (libros, artículos, discos, documentales...). Destaca, por parte de sus protagonistas, un participativo aprecio y vocación hacia costumbres transmitidas a lo largo de un montón de generaciones, algunas de las cuales -auténticas joyas culturales- se remontan a la Edad Media e, inclusive, a la época de los antiguos romanos.

 

A mediados del siglo XX. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, coexistían en San Benito oficios y ocupaciones de notoria antigüedad, junto a otros que se fueron introduciendo a medida que cambiaban los tiempos: era una zona donde había de todo. Como acaece hoy, en el mismo local a un negocio podía suceder otro; donde se encuentra en la actualidad la Cafetería San Francisco, frente a la Cooperativa "La Candelaria", primero hubo una zapatería y con posterioridad una latonería.

 

1. Hubo artesanos que se dedicaban a hacer ruedas para carros y carretas que también fabricaban. Es el caso de Maestro Bartolo y Maestro Lucas, empleado del anterior; o el de Juan Clímaco en el Camino Margallo. En carros llevaban sus colmenas o corchos los colmeneros de La Laguna y Las Mercedes hasta los asientos de verano en las cumbres de la Isla.

2. Se recuerda a dos zapateros: Maestro José el Canario y Maestro Nicolás González Méndez. Reparaban y elaboraban calzado nuevo.

3. Oficios relacionados con la pulcritud y el realce de la presencia: barberos y lavanderas. En la calle Marqués de Celada se contabilizaban cuatro barberías. Hubo mujeres pobres que se dedicaban a lavar ropa ajena. La más recordada es la que se conocía como Juana la Blanca. Una de las calles de San Benito lleva su nombre.

4. Ocupaciones relacionadas con el discurrir de la vida fueron la de amortajador y la de santiguadora o rezandera. Se dedicaba a amortajar, es decir, tratar los cadáveres de las personas fallecidas. Maestro Nicolás González Méndez, de oficio zapatero, propietario también de una ventita, en la calle Marqués de Celada, con su hija Carmen, negocio que todavía existe.

     Entre las santiguadoras más afamadas de San Benito destacan doña Eloísa Expósito Méndez, seña Lugina (1887-1980), y doña Manuela López Izquierdo, que falleció el día 1 de agosto del año 2000, contando con 94 años de edad. Curaban, mediante rezados, determinadas enfermedades: maldeojo, empacho, susto... también conocían el uso de las plantas medicinales y remedios curativos. La gente acudía a ellas por necesidad (no había otra cosa) y por sentidas razones de fe: Quien tenía fama era doña Manuela, le llevaba a mis hijos pa’ que los curara. Yo sí creo en esas cosas.

     Amortajadores y santiguadoras ejercían su cometido sin cobrar cantidad de dinero alguna.

 

Lorenzo el Kíkere homenajeado en La Laguna en 2012.

 

5. Artesanas de la cera. Hacían velas y algunas, además, figuritas o exvotos que servían para pagar promesas, en forma de cabra, vaca, cochino, brazo, pierna... Dichas figuras se colgaban, atándolas con cintas, en significados lugares de las iglesias (Candelaria, El Cristo, Virgen del Rosario...). A ello se dedicaban, en la calle Marqués de Celada, doña Gregoria la velera y sus hijos.

6. Establecimientos que tenían que ver con la alimentación humana: Molinetas dedicadas a la elaboración de gofio. Casas de comida (La Caseta, Las Moneditas, El Kíkere). Ventas, entre las que destacaba la de don Cirilo, que vendía de todo, propietario también de un molino de gofio; había allí teléfono; y era donde el cartero dejaba las cartas de todos los vecinos. El nombre de la guagua del barrio, la Cirila, está relacionado con él, aunque quien empezó con ello fue su hijo Antonio Hernández, impulsor de la romería de San Benito, personaje que también tiene calle en el barrio. Y panaderías donde se hacían, horneados con leña del monte, panes redondos y cumplidos de gran sabor, una preciosidad; su olor atravesaba de punta a punta el barrio de San Benito.

7. Negocios relacionados, en gran medida, con la construcción: Carpinterías. Ferreterías. Tejales donde se hacían tejas, ladrillos y losetas. Y caleras. De estas últimas había dos, una en Marqués de Celada y otra en la calle Juana la Blanca; la piedra de cal procedía de Fuerteventura; la cal se usaba en los entierros y para enjalbegar las casas los días anteriores a la fiesta de San Benito.

8. Oficios que tienen que ver con el metal: Latoneros. Herreros y compradores de chatarra.

9. Hubo en San Benito tres trilladoras y una pajera, local donde se vendía paja y pienso; y más tarde, papas, verduras... Negocio fundado por don Gregorio del Castillo García (ya fallecido, quien tenía 88 años en 2003), cuando ejercía como encargado de la trilladora. En su establecimiento también vendía materiales de construcción, llegando a instalar una calera en la calle Juana la Blanca.

10. Los talleres López se fundaron -en la casa de la Finca de los Chocheros que llegaba hasta Tegueste- a mediados del siglo pasado. Por los hermanos Esteban y Alfredo. Con dos apartados característicos; fundición y mecanizado. Hacían piezas, con el objeto de mecanizarlas, para asuntos estrechamente relacionados con el mundo agrario: lagares, pozos, galerías...

 

Presente y realce de los valores tradicionales. Un paseo por el Barrio de San Benito actual nos permite contemplar la presencia de entidades recientes, de nuevo cuño: supermercados, carnicerías, talleres de mecánica, tienda de venta de vehículos, de videoclub, peluquerías, clínicas veterinarias, venta de comidas elaboradas, bares, restaurantes, pizzerías, locales donde se hacen tatuajes y se ponen pirsings, bancos y cajas de dinero, tiendas de animales, farmacias, tiendas de productos para animales, plantas. Y, cómo no, la estampa de la Cooperativa "La Candelaria", fundada en septiembre de 1951, hace 61 años, la cooperativa agroganadera más destacada de Canarias, constituida por cerca de 3.000 socios. Esa es parte de la realidad actual, el peso y la influencia de los nuevos tiempos.

 

Y a pesar de todo ello, en San Benito sigue siendo vibrante el valor de nuestra cultura tradicional, el legado de nuestros antepasados, el bien más grande que puede tener un pueblo: danzas como la de San Lázaro, grupos folklóricos de destacada andadura, el ser cuna de reconocidos bregadores de lucha canaria (Los Capitanitos, Andrés Rosa y otros muchos). Y fuimos testigos presenciales en la romería de junio en La Orotava, donde hubo dos elementos que destacaron sobremanera: La Hermandad de Labradores de San Isidro, con sus varas adornadas con cintas de colores, y los guayeros de San Benito, con sus lustrosas varas y el celo puesto en el aseo y presencia de sus yuntas, provistas de esmeradas y pulidas colleras. Todo un canto al respeto y la tradición.

 

Carmita la de la Venta homenajeada en 2012 en La Laguna.

 

Maestros y Maestras de la Tierra homenajeados. Los Maestros y Maestras de la Tierra son el exponente mayor que puede atesorar un Pueblo. Siempre están dispuestos a enseñar y dar a conocer lo que saben, producto de larga herencia. Hoy rendimos homenaje a cinco de ellos, trabajadores infatigables que llevaron a cabo su labor en establecimientos que, aparte de su función económica, han sido lugares de reunión y encuentro, auténticos foros de historia oral.

 

Doña Carmen González Martín, Carmita la de la venta, aún regenta, a los 88 años de edad, la venta que hace años, en la calle Marqués de Celada, fundó con su padre, Maestro Nicolás González Méndez, uno de los escasos establecimientos de ese tipo que quedan en San Benito y en toda La Laguna.

 

Don Lorenzo Peña Mascareño (Lorenzo el Kíkere) y su esposa doña Andrea Isabel Viera Rodríguez (Isabel). A don Lorenzo la necesidad -eran 10 hermanos y quedó huérfano de madre- lo obligó a trabajar desde muy niño, desempeñando a lo largo de su vida varias ocupaciones. En 1960 él y su esposa, con la que se casaría un año después, pusieron el Bar el Kíkere, que alquilaron durante 7 u 8 años y que más tarde compraron: y poquito a poco fuimos saliendo, haciendo sacrificios y de tripas corazón, sin sacrificio en la vida no hay nada (...) iNo recortamos nosotros nada pa’ poder tener el bar!, y más de cuatro no lo creen. Trabajamos como burros, pero también hemos gozado. A su establecimiento acudían obreros, gente pobre... siempre venía algún famoso de allá abajo que le gustaba la carne cabra, carne cochino. Regentaron el bar durante 35 años: en febrero próximo hace quince que lo dejamos. La gran afición de don Lorenzo, que dejó hace 2 o 3 años, ha sido las peleas de gallos, llegando a poseer 4, 5 o 6: es que no tenía ni tiempo. La afición, sobre la que hay información en Canarias desde el siglo XVIII, le entró con el padre, de quien también heredó el gentilicio con el que todo el mundo lo conoce, debido -en palabras de su esposa- a que al padre le pusieron el Kíkere porque a donde quiera que iba, iba con un gallo.

 

A don Eugenio Marrero Hernández se le conoce como Tito Caraballo: Caraballo es un apellido perdido en el tiempo. Nació en Tacoronte el 22 de mayo de 1944. Y de niño vino a vivir a San Benito, calle Marqués de Celada. Fue poco a la escuela: esa ha sido la desgracia mía, no haber estudiado. Cuando tenía 16 o 17 años -trabajaba entonces en Talleres Recco- por la tarde noche acudía a la profesional en la calle de Anchieta, donde se estudiaba carpintería, platería y mecánica. En ese taller escuelas ganó dos concursos de torno, uno provincial y otro nacional, celebrados, respectivamente, en Tenerife y en Cádiz. A lo largo de su vida -comenzó a trabajar a los 11 años- faenó en varias empresas relacionadas con la mecánica y la extracción de áridos. Participó en otras tan significadas para la historia de Tenerife como fueron el teleférico del Teide y la autopista del Sur. Y en cometidos tan especiales y trascendentales para el mundo agrario como el montaje de motores de pozos y en trapiches de caña de azúcar -los de Tejina y San Juan- ocupándose de los molinos para moler la caña y del mantenimiento de los motores.

 

Maestro López homenajeado en La Laguna en 2012.

 

Don Alfredo López Dorta cumplió los 80 años de edad el pasado mes de enero. Él y su hermano Esteban fueron los fundadores de los Talleres López. Nació en Valle Guerra, trasladándose a La Laguna a los 9 años. El interés por la mecánica le vino a través de su padre, agricultor y aficionado a la señalada materia. Estudió en La Salle y, con posterioridad, hizo cursos sobre fundición. A principios de los años 50 abrieron el taller en la casa alquilada a su propietaria, doña Antonia María Hernández. Por detrás de la casa existía un local de 12.000 metros cuadrados que fue donde instalaron la fundición, la única que había en La Laguna. Al principio se dedicaron al arreglo de piezas de coches y camiones. Pero después -con la fundición y mecanización- empezaron a hacer husillos para los lagares, más de 20 cada año, enviados a las distintas islas del Archipiélago. Las tapas de las alcantarillas donde pone T. López las hicieron ellos. Otras, donde aparece únicamente López o Funca, también, siendo posteriores al momento en que se separó laboralmente del hermano. Hicieron muchos trabajos relacionados con la extracción de agua: bombas, motores... Y no sólo eso, sino también instalarlas y repararlas. Elaboraban guinchos para los pozos de agua: ganchos, poleas..., es decir, todos los aditivos que conforman los guinchos. Los principales clientes eran los Ayuntamientos, los mecánicos de coches, los transportistas, las fábricas, el teleférico del Teide... En San Benito se cerró el taller el año 2006. Al principio trabajaban 10 empleados, al final 35. Los hijos se trasladaron a Los Rodeos, pusieron el taller allí, dando trabajó a 23 empleados. En los talleres López se formaron muchos mecánicos, algunos de los cuales montarían negocio por su cuenta. Fue una auténtica escuela. Al dueño, don Alfredo López Dorta, lo llamaban Maestro, su misión principal era y fue la de enseñar.

 

¡Gracias Maestros y Maestras: que San Benito los proteja y les conceda dichas y bonanzas mayores!

 

Y lo que son las cosas de la vida. El acto vivido el jueves 5 de julio de 2012 sirvió para que retornaran los recuerdos de los Maestros de la Tierra. Don Alfredo López Dorta, cuando niño, le hacía mandados al padre de doña Carmen González Martín. Y el padre de ella -Maestro Nicolás González Méndez, de oficio zapatero- le remendaba los zapatos, los únicos que tenía, al niño Alfredo, quien los lucía primorosamente en la fiesta de San Benito.

 

Son cosas que prevalecen en el corazón y nunca se olvidan.

 

 

Este texto fue previamente publicado en el nº 69 de la revista El Baleo (junio-julio 2012).

 

 

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