El cementerio municipal de Santa Brígida fue construido en 1862 en la parte alta del pueblo sobre un terreno que los vecinos conocían como San Borondón. No se sabe qué tipo de influencias ha podido ejercer sobre ese lugar aquella leyenda popular de una misteriosa y mítica isla que aparece y desaparece en el horizonte desde hace siglos, pero lo cierto es que aquí, tierra adentro, en este recinto funerario tiene lugar otro misterio que deambula errante a la sombra de cipreses centenarios, símbolos de perduración y la vida interminables. Y es que no todos los cadáveres que descansan en los nichos del cementerio municipal se convierten en polvo. Ni mucho menos. Algunos de ellos tratan de prolongar el tiempo, cargando con la eterna maldición de ser eternos, de no poder volver a su verdadera esencia, a esa naturaleza terrenal que cita el libro Eclesiastés, del Antiguo Testamento, cuando nos advierte de que Polvo eres y en polvo te convertirás.
El tiempo se ha detenido para muchos de ellos. Caras de seres humanos que congelan su gesto y que, décadas después de sus óbitos, nos la muestran con todo su descarnado enigma. Los expertos hablan de la privilegiada situación del camposanto de Santa Brígida, situado a unos 520 metros sobre el nivel del mar. Pero también aluden a la humedad de la zona y la baja presión atmosférica de esta localidad (un promedio de 715 milímetros). Todos estos fenómenos confluyen para que muchos de los cadáveres conserven su estado prácticamente igual al día que recibieron sepultura, logrando mantenerse decorosamente para presentarse bien enteros y aparentes ante los metafísicos tribunales del Juicio Final.
El inolvidable Antonio Trujillo Rodríguez (1921-1997), más conocido por Lilo el Sepulturero, muy reservado siempre sobre sus diligencias cuando queríamos indagar más, sobre todo cuando nos comentaba las historias de ataúdes raspados agónicamente con las uñas por sepultados en vida, era capaz de descubrir en qué nicho se encontraba un cuerpo momificado Comenzó a desempeñar el puesto de sepulturero el 4 de octubre de 1964, sustituyendo a Manuel Alonso Sanjuán, también vecino de La Atalaya, fallecido trágicamente en un pozo, y durante 28 años fue el único vivo que trabajaba entre los muertos. Antes había sido limpiabotas en Telde y con el tiempo se convertiría en uno de los sepultureros más carismáticos y populares del pueblo. Muchos lo recuerdan cuando bajaba al pueblo y se abría paso entre los vivos, poniéndose en el cruce de la entrada del pueblo para dirigir el tráfico rodado, pues su uniforme de aquella época era el mismo que el de la Guardia Municipal. No fue la única anécdota protagonizada por este singular personaje. Se cuenta que durante una de sus habituales siestas en el interior de un nicho nuevo que había construido el Ayuntamiento, dormía plácidamente cuando una vecina acudió al camposanto a ponerle flores a su marido, recientemente fallecido. Pero con tan mala suerte que al llegar junto a los restos de su esposo, el vecino de al lado, que no era otro que el vivo durmiente, se removió en su sueño y sacó sin querer una de sus piernas al exterior. La mujer, estupefacta, bajó corriendo al pueblo y al llegar a la altura del bar Rodríguez hubo que darle una manzanilla para que se le pasara el sofoco. Una vez aclarado el asunto, Lilo fue advertido por el ayuntamiento de que buscara un tálamo menos peculiar y extravagante.
En 1986, año en que se jubiló y fue sustituido por su hijo Tino Trujillo Guerra, actual sepulturero, exhumó el cadáver de una mujer que se encontraba en perfecto estado de conservación para pasarlo a una nueva tumba. Era tal su entereza que Lilo la puso de pie, apoyada en una pared, mientras preparaba el traslado a un nuevo nicho. No fue la primera momia que apareció en el cementerio. Unos años antes había desenterrado a otra mujer cuyo cuerpo seguía increíblemente intacto después de una década dentro de un ataúd ya podrido que se desbarataba con sólo moverlo. La sorpresa no pudo ser mayor. El cadáver estaba entero, el mismo rostro –aunque descolorido– duro, intacto, igual a como fue enterrado. Sus ojos se conservaban; su cabello, también. Estaba convertido en momia.
La incorruptibilidad del cuerpo parecía un síntoma inequívoco de la santidad. No parecía una momia marchita como las que se ven en El Museo Canario, sino el de una mujer que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. Tenía toda su cabellera viva y espléndida, y la piel y las uñas intactas, incluso hasta más largas. Y todo sin que hubiera habido ninguna técnica de embalsamamiento, sino debido a un proceso espontáneo y natural debido a las peculiaridades medioambientales y climáticas del lugar y otros condicionamientos internos, como el estado físico, químico y eventual del fallecido. En otras palabras, las personas obesas o las que tuvieron medicación por alguna enfermedad no favorecen la momificación natural.
A la izquierda, el doctor José Luis Medina Monzón, autor del estudio.
A la derecha, el sepulturero municipal Lilo Trujillo (Fondo: Las Momias Naturales)
La ausencia de humedad. Estos casos despertaron en su día el interés científico. Atraído por las momias naturales tras un estudio realizado con anterioridad en Guanajuato (México), el doctor grancanario José Luis Medina Monzón publicó en octubre de 1993 el resultado de su investigación antropológica en forma de tres tomos titulados Las momias naturales (El porqué del fenómeno de la momificación natural). Un año antes, aprovechando un día de puente festivo, el doctor Medina visitó el 7 de diciembre de 1992 el camposanto satauteño con la máquina de rayos X de la clínica San Roque, la cámara de fotos en ristre, una grabadora y se puso a investigar junto al administrador del cementerio y a desvelar el misterio. Al igual que en Guanajuato, el experto aclara que el fenómeno cadavérico que se produce en el cementerio satauteño es poco usual y sólo tiene lugar en los nichos intermedios de la pared y sin exposición directa del sol; es decir, los que se encuentran en la parte baja del camposanto; pero nunca en los nichos en alto del último piso ni en las tumbas situadas bajo tierra del patio central, donde los gusanos y otros insectos, así como la gran humedad por la infiltración de las aguas, se encargan de comer a paso lento al muerto. Por la razón de que los nichos están cerrados, casi ‘al vacío’, no contienen gases, al no haberse producido la putrefacción. Por lo tanto, también esto produce un estado higroscópico y térmico constantes, no habiendo humedad en su interior y manteniendo una temperatura estimada en unos 16 grados centígrados, con oscilaciones mínimas, añade. Dada la altitud de esta villa, Santa Brígida tiene un clima templado y una presión atmosférica relativamente baja, en torno a 715 mm, lo que junto con la situación estratégica del cementerio facilita la opción de la ósmosis y, por tanto, a la más rápida deshidratación y consecutiva desecación del cadáver. Por la misma razón dificulta la formación de gases.
Entre 1964 y 1992 se contabilizaron 15 momias de las 335 exhumaciones practicadas; es decir, el 4,47% de los cuerpos inhumados se momifican de una manera natural. Al fin y al cabo nos vamos asemejando a la tierra, asegura Medina, que concluye que en el cementerio satauteño debe haber unas 79 momias naturales, al menos en ese periodo estudiado». Lógicamente, ese número se ha incrementado con los años.
En su opinión, la ausencia de humedad favorece el fenómeno de la momificación natural. La temperatura da igual que sea templada o fría. Para el experto lo fundamental es que se mantenga constante. También influye si el fallecido tomaba medicación o murió en ayunas porque el tubo digestivo y la vejiga vacía inhiben o retardan la putrefacción. Con los ahorcados pasa igual porque al morir vacían el tubo fecal.
Tumbas situadas en la parte baja del cementerio municipal de Santa Brígida. A la derecha, primera momia extraída en 1865 en Guanajuato
y estudiada por el doctor Medina. Se trata de un médico francés, que murió en aquella localidad mejicana (Fotos: Pedro Socorro/ Medina)
El cementerio. El centenario cementerio municipal se halla situado en lo alto de una colina desde la que se domina el casco urbano de la Villa. Fue en 1848 cuando la Corporación Municipal inició las gestiones para construir su camposanto con la mayor celeridad posible, pero se tropezó con una falta de recursos suficientes para una obra de tal calibre y, también, con la iglesia, cuyas disputas generaron episodios de crudo dramatismo. Ese año, el Ayuntamiento firmaría la apertura de un expediente para construir un cementerio alejado del casco urbano, como establecían las leyes sanitarias. Pero aún hubo de esperar dos décadas para que el pueblo pudiera contar con este importante servicio.
Dos guardias municipales en el cementerio de Santa Brígida en 1928 (Fondo: Pedro Socorro)
En un primer momento, y en un intento por terminar con los enterramientos de fieles en la iglesia, y en pro de una sanidad e higiene públicas más acordes con los nuevos tiempos, las autoridades municipales acudieron al auxilio del pueblo vecino hasta tanto se edificara el suyo. La Vega de San Mateo ya contaba con uno propio desde 1844, pero a raíz del primer óbito debido a la epidemia del cólera morbo, ocurrido en Santa Brígida el 9 de junio de 1851, el Ayuntamiento de la Vega de Arriba decidió prohibir el traslado de cadáveres a su jurisdicción. A partir de entonces todo empeño fue poco para lograr el ansiado camposanto, una obra que apremiaba, dado que el terreno que había servido para acoger a las víctimas del cólera tuvo que ser clausurado al encontrarse junto a las acequias de la Heredad de Satautejo. Sin embargo, la falta de fondos municipales y algunas que otras desavenencias a la hora de elegir un lugar apropiado determinaron que la construcción del mismo pasara por diferentes avatares hasta que, finalmente, los vecinos pudieron disponer de un cementerio, que se construyó en 1862, en lo alto del pueblo, en la ensenada que llamaban San Borondón.
Definitivamente, las obras fueron ejecutadas a partir del 14 de julio de 1862 por el maestro José Curbelo. Era Alcalde Miguel Martínez, quien se hizo cargo de poner en lo alto de la colina la arena, la tierra, el agua y las piedras necesarias para la obra, y fueron extraídas de una finca de los Manrique, en el pago de San José de Las Vegas. El presupuesto fue de 8.492, 50 reales, de los que mil reales puso el entonces obispo de Canarias, fray Joaquín Lluch y Garriga. Habían pasado 75 años desde que en 1787 el rey Carlos III prohibiera los enterramientos en las iglesias, y las parroquias pasaran a ser sitios de oración mientras que los cementerios el lugar de descanso para los muertos.
Este reportaje, ahora aumentado con más datos y corregido por su autor, fue publicado en el periódico La Provincia, el domingo 6 de abril de 2008. La foto de portada corresponde al interior del cementerio municipal de Santa Brígida, situado en la parte alta del pueblo (Fotógrafo: Pedro Socorro).