Revista n.º 1084 / ISSN 1885-6039

En la muerte con Manuel González Sosa.

Viernes, 10 de agosto de 2012
José Miguel Perera
Publicado en el n.º 430

Este texto, no publicado hasta este momento, se escribió pocos días después de la muerte del poeta canario en octubre de 2011. Ahora sale a la luz a propósito de la reciente celebración de un curso sobre su literatura en el marco del V Campus de Estudios Canarios y del bautizo de una calle con su nombre en Guía de Gran Canaria, su pueblo natal.

El poeta Manuel González Sosa.

 

Más allá de una presentación escurridiza y de unos cuantos segundos, nunca conocí al poeta Manuel González Sosa (Guía de Gran Canaria, 1921-2011); al menos como solemos entender el conocimiento de un ser humano, con las formas del trato y del intercambio de palabras. Sin embargo, tengo para mí la extraña suerte de haber sido de alguna manera, desde mis primeras andanzas por las importancias literarias canarias, un conocedor indirecto de la vida del escritor, de su persona y de sus ideas a través de otros seres muy cercanos al trato suyo. Porque desde mi atención primera a las actitudes del peculiar lírico caí en la cuenta de que don Manuel (así lo suelo llamar, como sus amigos y conocidos), antes que nada, merecía el respeto supremo de no invadir, por mi parte, los estrictos cuidados que ponía para con su vida pública; porque sin duda comprendí, insisto, que su radical postura en una sociedad como la nuestra, tan emporcada de intimidades vendidas al mejor postor, era definitivamente un escorzo vital como mínimo a tener en cuenta y, por encima de todo, por siempre a respetar con el mayor de los cuidados.

 

Puede que su celoso gesto fuera excesivo, pero por ello mismo me parecía a mí que el respeto había de ser aún superior. La suya no era la actitud del elevado artista ignorante de la común cotidianidad; los suyos eran unos pasos subterráneos que se escuchaban en la más certera de las actitudes temblorosas del cuerpo sincero que vive la intimidad desde la columna vertebral férrea de la primera persona, y que adquiere su nivel máximo en la orilla de la muerte, la de los otros primero y ahora de la misma forma la suya.

 

Por asuntos que al caso no vienen, supe de los movimientos y de las ideas de don Manuel durante estos sus últimos años, con la respiración mental lúcida y las inquietudes literarias, artísticas y culturales en la flor de su piel de los noventa años; incluso, con las ansias de la escritura de su pluma siempre afilada por el rigor y la perfecta recta. También conocía muchas de sus apreciaciones sobre nuestra literatura insular y que, si bien no compartía, respetaba con gran cariño y cuidado; de sus pensamientos sobre su pueblo natal, de todo lo que en una grata tertulia sobre estos temas se podía hablar con él y que a mí me contaban…

 

Mi excéntrico privilegio, como decía, estriba en haber podido sentir cercano al poeta en el más lejano trato de la admiración, unas maneras que se me avecinan análogas al intercambio, distanciado e íntimo a la vez, que se suele tener con la obra poética de un autor. He aquí que mi conocimiento de la intimidad de la poesía de González Sosa y de sus balanceos en las cercanías de la muerte sí tenga mucho más tiempo pues las lecturas y relecturas de, entre otros, sus Sonetos andariegos (1967), su primer libro como tal, me hicieron no sé si comprender pero sí al menos intuir cuánto de familiaridad, muchísimo antes de su llegada, poseía nuestro poeta sobre los finales de la vida. De ahí que se haya escrito más de una vez, y con acierto, que su escritura tiene en gran medida las siluetas existenciales de la poesía de Unamuno y del canario Domingo Rivero, este último investigado y estudiado por él durante mucho tiempo y, probablemente, poeta de trayectoria similar en muchos aspectos a la de González Sosa: entre otras concomitancias destacaríamos una no muy amplia obra, hasta cierto punto dispersa, de constante trabajo para la obtención del matiz y de las diferencias expresivas, de continuado rigor y exigencia suma. De ahí que, por esta idea última, tengamos la sensación al leer sus poemas (más todavía los andariegos que en el molde del soneto expresa) de que los bloqueos vitales, los desconocimientos del destino, el dolor existencial y la añoranza de las infancias, todas estas vivencias que tocan el sentido y que desnivelan nuestra vida, parecen poderse controlar y asimilar, hacerlas paz, por el compás ordenado del ritmo impreso en sus versos; como si la música serena de la palabra fundara cierta tranquilidad de los silencios.

 

Y lo mismo le pasa a la muerte en estos poemas: prima hermana de la lejana niñez deseada (si pudiera atinar con el camino/ que lleva a la plazuela de mi infancia…), desde muy joven apareció en la lírica de González Sosa, y de ella sobre todo nace el tono existencial antes aludido. Resulta ilustrativo pensar, frente a frente con la ausencia, a estos dos grandes sonetistas de la Literatura Canaria intentando encorsetar el zarpazo de la muerte en el control musical de la estrofa clásica: por un lado, Domingo Rivero en el lecho de su hijo muerto siendo él ya anciano; por el otro, un insistente joven González Sosa que al ver a su abuelo detrás de la vida lo invoca de múltiples maneras para que al menos le susurre, le diga algo, le informe de la Informe…

 

Por esto, por todo ello, por mi especial amistad en la distancia y más allá de la vida con su escritura, dándole la mano de estas formas, llevo tiempo estando de otro modo también en la íntima muerte con Manuel González Sosa. Porque en sus estrofas siempre he sentido y visto, junto a las siluetas de la resurrección, la experiencia temprana de esa mujer descalza de los ojos en los que se ve lentamente avanzar la caravana/ que viene hacia la vida, de la nada. Hacia la vida entra y se acerca y se queda, también, don Manuel en sus poemas. Seguiré haciéndole hueco en el cómodo sillón de mis más grandes lecturas.

 

 

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