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Ella es un sueño, el sueño de todos los hombres: el de la libertad, el de una vida digna, el del respeto y el de la felicidad. Alguien le ha hablado de Gara, alguien le ha mentido, alguien le ha pedido dinero, un dinero que no tiene… todo por presentarle a Gara. ¡Oh, dulce Gara! ¡Preciosa vanidad! ¡Observa a tu amante del otro mundo que sólo quiere mirarte una vez cara a cara!
Y ahí está Omar-Jonay, en su tierra de fuego, robando una cabra. Ahí lo vemos vendiéndolas a un mercader. Luego se escabulle entre las casas y convence a un camionero para que lo lleve a Noadibú. Viaja todo el tiempo detrás, con los cerdos que transporta. No le importa el olor, no le importa la incomodidad, cualquier cosa con tal de alcanzar su sueño. ¡Oh, Gara! ¡Dulcinea imaginaria de este loco enamorado, espera a tu mencey de ébano!
La ciudad es grande, la ciudad es ruidosa. Omar-Jonay se siente pequeño y frágil entre tanta locura. Allí contacta con su agente de viajes; éste ilumina su rostro cuando Omar, abriendo sus manos, le entrega una cabra hecha billetes. El transporte le está esperando, una vieja camioneta que lleva también a otros catorce hombres, menceyes de ébano igual que él. Aunque Omar no ha pagado por un viaje de grupo.
Oscurece y los entran a un viejo pesquero. Allí encierran en las bodegas a los quince turistas del infortunio. Todos se sienten estafados cuando les cuentan que tienen que permanecer escondidos, que si los descubren antes de llegar a tierra, tendrán que volver a casa y ningún esfuerzo habrá servido de nada. Pero todos callan. El frío los arropa y la oscuridad los envuelve. Jonay no tiene miedo, porque sabe que Gara le espera al final de ese tétrico viaje. Sabe que Gara es buena, sabe que Gara cuidará de él… ¡Pobre Jonay! ¡Qué equivocado está!
Nadie come en todo el día. Breves sorbos de agua es todo a lo que pueden aspirar. La bodega huele mal. No hay baños ni servicio de habitaciones en aquella lujosa suite. Las caras se desfiguran, la tristeza se entristece y todos quisieran salir a respirar. Pero todos callan y esperan.
Entre sueños, Jonay oye el canto de las sirenas y extiende una sonrisa al creerse al fin en el paraíso gomero de su tierna Gara. Despierta de golpe y las sirenas siguen cantado afuera. Una luz desde el cielo atraviesa la reja de la bodega. El capitán del barco entra como un relámpago. «¡A la barca! ¡A la barca! ¡rápido! ¡nos han descubierto!». Los estafados turistas se lanzan al agua, aferrados a un neumático que apenas soporta el peso de los quince mientras el capitán desvía el rumbo de su chalana. La luz del cielo persigue al pesquero maloliente y de esa forma los quince parten solos hacia la sombra insegura de una costa muy lejana. Omar-Jonay ha tenido suerte, al menos él está dentro de aquella balsa de la medusa y no va con el cuerpo fuera como alguno de sus compañeros.
Después de largas horas de profunda oscuridad la hipotermia decide llevarse a dos concursantes de aquel estúpido juego. ¿Quién abandonará la balsa? Esta vez no será la audiencia quien lo decida.
De pronto un presentimiento. La mirada de Jonay atraviesa las tinieblas. ¡Son ellos otra vez! El alboroto se adueña del neumático. Justo en ese momento se encienden media docena de soles en el mar y luego otra media docena. La noche se ha hecho día en un instante y los turistas empiezan a gritar. Voces de ultratumba les gritan en varios idiomas que se detengan, que permanezcan en la embarcación. Pero Omar ya está en el agua, nadando con todas sus fuerzas igual que Jonay. Omar-Jonay. Ambos nadan por amor, ambos nadan por rabia, ambos nadan para hallar la felicidad que les ha sido negada, luchando contra los elementos con la pasión de un protagonista shakesperiano. Omar ya no puede más, se siente desfallecer, pero Jonay no rinde su marcha hasta saberse a salvo.
A lo lejos ya ve la costa negra de la verde Gomera. ¡Oh, Gara! ¡Espera a tu amado que ya llega! Omar abraza las rocas, las besa, las venera cuando al fin le ofrecen apoyo. En el horizonte las luces lo buscan entre las olas como un padre furioso y asustado, pero Omar ya no volverá nunca, Omar ya se siente a salvo, en manos de su tierna y dulce Gara.
Un rincón de la costa de La Gomera
Esa noche se esconde tras el muro de una finca de plataneras, donde Gara le recibe fiel con los frutos de su tierra. Omar-Jonay come hasta devolver y luego se echa a soñar con la vida que le espera.
Despierta con el ruido de un motor; vienen los agricultores lanzando gritos y carcajadas. Jonay es un Mencey orgulloso y henchido pero se acuerda de la cabra robada y piensa en los plátanos que cogió anoche… De pronto se siente culpable y huye de la finca antes de que le vean, como un mísero bandido que no merece ni el nombre.
Jonay es fuerte, Omar es débil, Omar-Jonay solo tiene un sueño, un amor que parece escurrírsele entre los dedos.
Omar llega a la ciudad. Jonay busca a su Gara. Llama demasiado la atención y siente que todos lo miran con desconfianza en sus ojos. La ciudad es grande, la ciudad es ruidosa. Omar-Jonay se siente desvalido ante tantas miradas que no dicen lo que piensan. Jonay se acerca a un quiosco y pregunta cómo puede encontrar a Gara, pero el hombre no le entiende y lo espanta como a un perro.
Perdido entre las calles, Omar se esconde de los hombres de uniforme. Habla sólo con los que son como él pero ninguno le hace caso, todos olvidan su presencia como quieren olvidar sus malos recuerdos. Sólo los gatos lo aceptan y comparten con él su comida de vertedero.
¡Oh, Gara, cruel Gara! ¿Por qué te escondes de tu amado que sólo quiere darse a ti? ¿Por qué te ocultan tus padres de tu amado Mencey? ¿Qué profecía del primer mundo te condena a alejarte de nuestro justo amor?
Omar es débil. Omar está débil. Omar cae rendido por el agotamiento y el hambre en una sombra perdida junto a la Torre del Conde. En sueños unos ángeles blancos se lo llevan junto a Gara. Al abrir los ojos Omar los descubre cuidando de él, dándole calor y alimento, son ángeles blancos tras cuya roja insignia late un corazón que no es de hielo. ¡Gara! ¡¿Dónde está Gara?!, pregunta al fin. Uno de ellos le responde en su propio idioma. Le dice “tranquilo” y “ya pensarás en eso más tarde, descansa”.
Le dan comida, le dan ropa, le dan consuelo. Omar se siente al fin afortunado por estar allí junto a su amada, a la que ya presiente, con la que ya se imagina. ¡Benditos ángeles blancos!
En otra estancia, Omar se sorprende de encontrar a otros siete convivientes de su balsa de la medusa. Sonríe y los saluda, aunque ellos le devuelven una mirada de sombras. No se atreve a preguntar qué ha pasado con el resto.
Al día siguiente los hombres de uniforme hacen su presencia en el centro. Omar les tiene miedo pero esta vez no se esconde. De pronto los sacan a todos afuera y los meten en un camión.
Jonay le pregunta a otro de los menceyes si es que los llevan a ver a Gara. Su compañero le responde afligido: “¡qué inconsciente! ¿No te das cuenta? Para ellos sólo somos ilegales. Nos devuelven a lugar del que partimos, a ese lugar al que no podemos llamar hogar”.
Omar se derrumba, los ojos se le llenan de lágrimas. Piensa en Gara, que está allí fuera, hermosa y deslumbrante, latente en cada casa, en cada persona que se siente libre aunque no lo sepa. Recuerda la cabra robada, la locura de un país en el que nada funciona como debería, donde la vida de un hombre vale menos que una bala. Recuerda también el amargo trance de su viaje, su paso por los infiernos de Leviatán y la vergüenza de su llegada al Edén. ¡Tanto dolor para nada!
Omar tiembla, se siente furioso y frustrado, alejado por la fuerza de un sueño de justicia, vida y libertad. Se siente ya muerto antes de volver a su Tierra de Fuego. Pero él no está dispuesto a renunciar a su amada.
Sin que nadie pudiera preverlo, el valiente Jonay salta del camión en marcha y escapa como un felino acorralado. Se cuela en los callejones, se encarama a los peñascos, se adentra en los matorrales y se vuelve invisible en un instante.
Lejos ya de la ciudad, Omar siente el sabor de la sangre en su boca, pero el mencey de ébano no reduce su esfuerzo, porque escucha voces y ladridos a su espalda. Así, decidido a no abandonar jamás la isla de su hermoso romance, Jonay se pierde verde adentro, de manos de la tierna Gara.
La tierra del paraíso lo acoge en su fronda; el vergel es un ensueño de incomparable belleza. Por un momento se siente libre igual que Adán, aunque presiente que la serpiente acecha.
Y la serpiente no descansa, no abandona su empeño y termina por rodear al asustado mencey, quien se esconde, esperando lo inevitable, en la cima de un monte. Allí declara sus últimas palabras.
“¡Oh, amada mía! Sería feliz si tu familia, ¿acaso los Capuleto?, se honraran de bendecir nuestro encuentro en lugar de perseguirnos. Ya que esto parece imposible, por injustas razones que hacen a unos más que a otros merecedores de la felicidad según el lugar en que nazcas, ruego a Dios que mi cuerpo no abandone jamás el tuyo, y permanezca por siempre a tu lado”.
Y dicho esto el mencey abre sus alas y se pierde en el abismo.
Cuando lo encuentran, su cuerpo ha sido atravesado por una rama de cedro, quedando de esta manera fundido para siempre a la tierra de su amada Gara.
Este texto fue uno de los ganadores del I Concurso de Textos Canarios, organizado por BienMeSabe.org.