Revista n.º 1064 / ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XVIII: El Saco.

Jueves, 3 de marzo de 2011
Manuel García Rodríguez
Publicado en el n.º 355

Por similitud se llegó a llamar a la americana actual saco de tal manera que a algunas personas mayores de la época se les oía decir ponte el saco o quítate el saco, refiriéndose a ponerse o quitarse la americana.

Detalle de una foto antigua de Fernando Baena, de la FEDAC, con mujer, burro y sacos.

 

Como si por arte de magia se tratara, en la actualidad, el saco ha desaparecido de los hogares rurales y ya casi nadie lo nombra ni se acuerda de él; o no ser algún nostálgico del pasado, como es mi caso.

- Si te vas por ahí, lleva el saco, por si te dan algo -decía una madre al hijo que abandonaba la casa para recorrer el barrio-.

 

Por si le daban algo… y otros decían por si cae algo… Efectivamente, el muchacho cumplía a pie juntillas las órdenes de su madre. Sabía perfectamente dónde estaba el saco porque éste se aguardaba celosamente sobre la tranca, detrás de la puerta, doblado y muy bien colocado.

 

José era el nombre de este chico, de unos doce años, que ya había abandonado la escuela y que ahora ayudaba a su madre en lo que podía. Como quien no quiere la cosa José, Joseíto -como le llamaban cariñosamente en el barrio-, con el saco al hombro, se acercaba por la huertas o canteros donde el vecino estaba cavando las papas y se quedaba mirando aquella operación como… haciéndose el despistado. Él no pedía papas. Solo quería hacerse notar. Así que el dueño de las papas apenas lo veía allí sabía a lo que venía y le preguntaba:

- ¿Tienes en donde llevarle unas papas a tu madre?

 

La respuesta de Joseíto era rápida.

- Sí, señor, aquí tengo el saco.

 

Inmediatamente Joseíto abría la boca del saco, esperaba que las papas entraran, y cuando a él le parecía decía muy educadamente:

- Ya está bien, don Nicolás. No ponga más.

 

De su madre el chico había aprendido a ser agradecido con las personas y no exigente. Así que cuando decía no me ponga más sabía él que don Nicolás le ponía un par de kilos más. Esta vez Joseíto había conseguido su objetivo. Mas había ocasiones en que el niño volvía a su casa con el saco vacío; bien porque el que cavaba los boniatos se hizo el loco o bien porque nadie estaba recogiendo su cosecha. Era el saco, fabricado con fibra de henequén, el compañero inseparable del agricultor y en general de todos los campesinos de aquella época.

 

Si ibas para el monte, tenías que llevar el saco, cuya utilización tenía al menos dos fines: o bien lo llenabas con algo o bien te servía de almohadilla para colocar entre el hombro y el fleje de hierba o de cualquier otro producto del monte, al objeto de amortiguar el impacto entre la carga y tu hombro... Si necesitabas salir de la casa y estaba achubascando tenías que llevar el saco para protegerte de la lluvia; aunque a veces era peor el remedio que la enfermedad ya que si llovía mucho el saco se empapaba y la gripe no había quien te la sacara de encima... Si ahora lo que querías era regar la huerta necesitabas del saco para que éste te sirviera de tapón a fin de derivar el agua en las atarjeas.

 

Camellero y camellos con sacos (Archivo FEDAC)

 

Era compañero inseparable del saco el famoso cesto de carga ya que si no llevabas el saco las varillas del cesto de carga se te quedaban como clavadas en tus hombros y a veces aparecían las famosas llagas o morados. Si ya habías llegado a mayor y jubilado te encuentrabas, te era necesario el saco para que éste te sirviera de cojín, de tal forma que te pudieras sentar sobre cualquier muro o pared de piedra seca. Era, pues, en estas edades, un medicamento contra las hemorroides y demás enfermedades del trasero.

 

Fundamentalmente había tres clases de sacos. Curiosamente todos los sacos que conocí procedían del extranjero. Los más utilizados eran los procedentes de Irlanda, que se importaban con papas de semilla para sembrar en Canarias. Por fuera traía una leyenda que decía en inglés see potatoes (papas de siembra) y más abajo up to date (época de siembra), y la gente los llamaba sacos de utodate. Otros también de procedencia irlandesa eran los King Eduard (Rey Eduardo). A éstos los llamaban kineguar.

 

Otro tipo de saco, muy abundante, procedía de Alemania y venía lleno de sulfato de amoniaco o potasio. La gente los conocían por sacos de tres listas. Eran mayores que los de Irlanda y su contenido era de 100 kilos, que el agricultor cargaba desde el camión hasta su casa para, ya más tarde mezclado con otros abonos químicos, esparcirlos sobre el terreno.

 

Por último existían los llamados sacos de azúcar. Creo, no estoy seguro, que procedían de Cuba. Abundaban poco y eran muy buscados por las amas de casa con dos fines: o para desteñirlos y confeccionar con ellos prendas de vestir, o para llevar el grano y traer el gofio del molino,

 

El tratamiento dado al saco antes de su utilización era muy sencillo, Consistía en tenerlos un par de días a remojo en una pileta o charca, de tal manera que quedaran libres de restos de su anterior contenido. Después varios días al sol. Por último, se recogían del secadero y se recolocaban unos sobre otros con mucho cuidado.

 

El saco era utilizado y reutilizado en muchas y variadas ocasiones; ora lleno de papas hasta la boca y cosido con la aguja de coser, ora lleno de coles para llevar a la plaza del mercado. Así iba y volvía a la casa de su dueño hasta que, ya gastado, terminaba tapando algún agujero.

 

En verano, el saco se utilizaba como cortina en el pajero de las vacas. Para que estos animales no se asfixiaran con el calor se abría la puerta del pajero. El abrir la puerta del pajero tenía un inconveniente y era que entraban las moscas a visitar a las pobres vacas que no acertaban a matarlas todas con el rabo. Así que para que estuviesen tranquilas se colocaba una cortina de sacos en la puerta del pajero, de tal forma que las moscas no pudiesen entrar.

 

El algunas ocasiones, cuando las humildes familias procreaban hijos y más hijos, se hacía necesario disponer de una habitación-dormitorio más en la vieja casa, de tejado a cuatro aguas, para separar a los hijos varones de las hijas. Así que una habitación se convertía en dos dividiéndola por medio de un tabique construido con sacos pintados con cal. Cuando los hijos eran mayores y se iban de la casa se retiraban los sacos y la habitación recobraba su aspecto original. Llegó a tener el saco tanta popularidad y tan apreciado estaba que en algunas escuelas públicas había un perchero para que los niños colocaran el saco que llevaban a la escuela en época de lluvias.

 

Detalle de sacos en una carrera.

 

Sirvió el saco como divertimiento del pueblo. Las corridas de sacos eran un número festivo que consistía en meterse dentro de cada saco una persona e intentar, corriendo, llegar a una meta previamente establecida.

 

Por similitud se llegó a llamar a la americana actual saco de tal manera que a algunas personas mayores de la época se les oía decir ponte el saco o quítate el saco, refiriéndose a ponerse o quitarse la americana.

 

Sin embargo, para lo que nunca sirvió el saco fue para cargar con los racimos de plátanos ya que, al ponerlo sobre el saco, los dedos del racimo quedaban marcados con el tejido del saco haciéndolo inservible para la exportación.

 

De entre los refranes o sentencias populares de la época había uno que hacía referencia al saco y que decía: da más lata que un cochino dentro de un saco, refiriéndose a alguien que era muy repetitivo en sus exigencias. De la misma manera que las lecheras tienen su monumento en esta isla de La Palma, las vacas otros, etcétera, creo que en justicia se debería hacer un monumento a el saco en agradecimiento de los servicios prestados en el pasado.

 

Así como el ordenador mató la máquina de escribir, el plástico mató el saco y este, ya olvidado de todos, duerme el sueño de los justos en algún rincón del pajero o en una vieja casona.

 

 

Foto de portada: detalle de una imagen de E. Fernando Baena de mujer con burro y sacos de hierba en La Laguna (Archivo FEDAC)

 

 

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