Más que traer a la memoria, parece que estoy saboreando de nuevo el gofio del viejo molino de San Pedro, sede de la única industria harinera de La Atalaya de Santa Brígida. Pues tengo la sensación de que en ningún sitio como en aquel lugar gocé, reí, curioseé, fui feliz con las anécdotas y el trato siempre amable del molinero.
Desde que uno deja atrás la Cruz de La Atalaya y desciende por la carretera en dirección a Las Goteras, ya percibe, imborrable, el efluvio del gofio recién molido que conmovía los jugos gástricos de mi compañero de viaje, el guardia municipal Juan Hidalgo, habitual cliente que, como muchos canarios, todavía mantiene intacto el gusto por este alimento. Pasen, pasen, no se escarranchen en la puerta, acostumbraba a decir Vicente Domínguez Navarro, quien nos dejó hace unos meses cuando contaba con 68 años de edad.
Era el molinero de La Atalaya, un barrio alfarero que gracias a él exhala un olor especial. Y era todo un personaje popular. Simpático, bonachón, buen conversador, bigote afilado a lo Clark Gable, manos gigantes como piedras de moler, y su figura siempre tapizada de gofio en sus distintos grosores, hasta el punto que le dabas la mano y del encuentro salía una nube de millo tostado y molido.
Vicentito, para los amigos, ponía amor en todo lo que hacía, y ya se sabe que el amor hace amable todo, hasta el molino, que no lo necesitaba, pero que con él multiplicaba su encanto. Las mujeres y vecinas de la zona acudían a la molienda antes de hacer la comida y él llenaba de alegría aquellos encuentros, dándole a la hebra y haciendo soñar su alma solitaria perfeccionada por el uso.
Llevaba al frente del molino desde los tiempos de la maquila, al menos desde que su padre, Martín Domínguez Déniz, agricultor de profesión, lo puso en marcha en marzo de 1950, cuando se desmigajaba y tostaba a cambio de una parte del producto. Como su padre no conocía los trucos del nuevo oficio, y Vicentito era sólo un pedacito de hombre, se contrató a un molinero de Teror que tenía como morada una cueva en la trasera de la industria, hoy destinada a almacén. Fue entonces cuando bautizaron el molino con el nombre de San Pedro, en honor al patrón de La Atalaya, pues el mismo día de su apertura los vecinos Nicolás Martín Ramírez, conocido por Manolito el de la Cruz, y Andreíta Lorenzo Cabrera trajeron la imagen del Santo a la nueva iglesia tras una recolecta entre los vecinos.
Hace algunos años, maestro Vicente colgó del zaguán de su fábrica un cartel con una tentadora oferta: Se alquila molino, con el molinero, como muestra de su innata simpatía. Por el año 2006 se había retirado como molinero emérito, mientras su negocio se transformaba en una sociedad limitada que ahora atienden sus sobrinos, que vienen con renovadas ganas de seguir dándole vueltas a la molienda.
El molino de San Pedro produce en la actualidad unos ocho mil kilos de gofio al mes, que salen en distintos calibres según una técnica que el inolvidable maestro Vicente guisaba y recetaba como si fuera un experto nutricionista, pues él consideraba necesaria la innovación para hacerlo más atractivo al consumo de las nuevas generaciones. Y es que de las torvas del molinero los gofios brincaban a los cartuchos numerados según dos parámetros fundamentales: el grosor y el tueste. Así, el número uno es extremadamente crudo, sólo bajo pedido; el dos con más fibras, mientras que el número cinco sale en fase terminal, digamos "light”, explicaba al periódico La Provincia hace unos años; porque debo advertir que maestro Vicente cuando razonaba era como un filósofo, que hablaba bien de todo el mundo y capaz de desmenuzar la vida por momentos, mientras terminaba de estibar en unas bolsas una partida del dos y cuarto, que es un cuarto más fino que el dos, decía.
Según su magisterio, aquel día me recomendó el gofio número tres, más tostadito; el mejor para los biberones, y a las damas no las engorda. Un millo tostado que acompaño a la leche cada mañana, costumbre saludable y familiar desde el agradable paladeo del gofio con azúcar o el gofio y leche recién ordeñada, directamente dentro de la escudilla, tomada por las tardes en el alpendre de Federiquito Salazar, en la finca de Gargujo.
¡Tome, esto es mejor que el cola cao!, me decía Vicentito en mi última visita al molino. Porque el maestro defendía el gofio como seña de identidad canaria, a pesar de los cambios introducidos en la dieta durante las últimas décadas. Y es que la tradición del gofio ha sobrevivido en este pueblo gracias a personas como él, y como la familia de Andrea Alonso, en Los Silos, los dos únicos molinos en funcionamiento en este pueblo de sabores, donde hasta una urbanización residencial lleva el nombre de El Molino, en recuerdo del molino de los Cabrera, a la salida del municipio, que lo mismo elaboraba gofio como suministraba la luz eléctrica al pueblo.
Nadie quiso perderse el último adiós al molinero el pasado cinco de octubre, prueba del cariño que le profesaba su pueblo natal. Fue uno de los entierros más multitudinarios vistos en la Villa por un humilde y sencillo trabajador. Todos estábamos hechos gofio al comprobar que maestro Vicente vive ya en lo eterno, arrayándose algún que otro millo, moliendo ahora para el cielo.