Revista nº 1036
ISSN 1885-6039

Alonso Quesada. En el solar atlántico. Panorama espiritual de un insulario.

Domingo, 20 de Febrero de 2011
Antonio Henríquez Jiménez
Publicado en el número 353

Este texto inédito nos traslada a tres meses y unos días antes de acabar la primera Gran Guerra (11 de noviembre de 1918) y nos muestra el estado en que estaba Canarias entonces, de un modo un tanto agrio e irónico. Todo lo que afirma se puede contrastar en los periódicos de la época.

 

El rescate de hoy va de Alonso Quesada. Aprovecho que acaba de ponerse en las librerías mi edición de este libro, formado por las crónicas que Rafael Romero Quesada envió al periódico barcelonés La Publicidad, y que no entraron en mi anterior propuesta de Smoking-Room (Anroart, 2008), donde ordené los textos enviados a Cataluña de tema inglés. Allí explicaba el porqué de mi justificada propuesta, ya que no se ha encontrado la solución que dio el autor a aquellos “Cuentos de los ingleses de la colonia en Canarias”, secreto que parece se llevó a la tumba el encargado de su publicación, el poeta Félix Delgado, al comienzo de la guerra civil en Barcelona.

 

Rafael Romero Quesada, bajo el pseudónimo Alonso Quesada, publicó, según mis pesquisas, en el periódico barcelonés unos noventa y cinco escritos (diez en 1918, con uno nuevo que no se encuentra en la llamada Obra completa; veinticinco en 1919; veintinueve en 1920, con uno nuevo que no está en la Obra completa; veintitrés en 1921, con uno nuevo que no se encuentra en la Obra completa; y ocho en 1922). El primer texto suyo apareció en Barcelona el 21 de mayo de 1918; el último, el 10 de agosto de 1922, cuando el periódico barcelonés comenzó a publicarse casi todo en catalán.

 

De esos noventa y cinco textos, el que les escribe ha integrado ya 43 en su edición de Smoking Room de Anroart, con dos escritos más no encontrados en La Publicidad. En aquella edición se ofrecían dos textos inéditos en libro hasta el momento. Ahora, en este libro, presento, por orden cronológico de salida en el periódico, los restantes 52 textos, con uno inédito en libro hasta ahora, bajo el título que encabeza este rescate. En el estudio preliminar se justifica el título elegido y se añaden, como "Apéndice", dos textos más publicados en la prensa de Las Palmas, sin firmar, que posiblemente fueron censurados por el periódico barcelonés. Al final se muestra la justificación de la autoría de los textos sin firma, con diez grupos de ejemplos de escritos firmados por el autor.

 

En las introducciones y notas que pongo a los dos libros citados doy toda clase de explicaciones acerca de la peripecia de los escritos de Alonso Quesada en Barcelona y cómo se han presentado hasta ahora a los lectores.

 

Hoy les acerco el citado texto inédito de La Publicidad que se integra en el libro recién salido a la luz. Hace el número 3 de la colección y se titula “Glosa del espionaje”. Apareció en La Publicidad el domingo 28 de julio de 1918, en la página primera del periódico, presentada de la siguiente manera: “En el solar atlántico. Glosa del espionaje”, y firmada por “Alonso Quesada”. También apareció en el periódico de Las Palmas de Gran Canaria La Crónica, el 29 de agosto del mismo año, indicando de dónde se tomaba.

 

El texto nos traslada a tres meses y unos días antes de acabar la primera Gran Guerra (11 de noviembre de 1918) y nos muestra el estado en que estaba Canarias entonces, de un modo un tanto agrio e irónico. Todo lo que afirma se puede contrastar en los periódicos de la época. Véase cómo incluso acude a referencias literarias (Antonio Machado, Jonathan Swift) para redondear su crítica amarga y completar la radiografía que hace de nuestra alma insular. Algún término sería hoy políticamente incorrecto.

 

 

Glosa del espionaje

 

Hace ya muchos meses, casi va a hacer un año, que no oímos hablar de submarinos vecinos en la costa atlántica. Antes, cada semana, se acercaban botes a la playa, con náufragos latinos; los veleros que van a pescar el salpreso a la costa africana se cruzaban en el camino con los cetáceos de acero, cuyos comandantes ofrecían cigarros, vinos y frutas a los marineros pescadores; en ciertos talleres de fotógrafos locales vimos fotografías de estos arrogantes e insidiosos barcos, tomadas a unas cuantas millas de tierra; algún señor propietario los vio cruzar, allá, por el Sur de la isla, tan cerca, que podían tocarse con las manos desde la playa; en el muelle, en cuanto oscurecía, el Kab, un trasatlántico internado, encendía y apagaba su lucecita espiadora... También se descubrió entonces, junto a la casa de un herr afincado, un aparato misterioso de antena y alambres que resultó después un juguete inofensivo y pueril de tres estudiantes aplicadísimos... Todo esto pasó entre las bravas protestas de los periódicos aliadófilos y la indiferencia animal de la ínsula entera, toda ella germanófila y búlgara por fatalismo... Después todo acabó. Y ahora, ni náufragos. Es verdad que los barcos aliados han torcido su ruta y los ingleses, nuestros amigos de siempre, nos han ofrendado un puntapié flemático en la misma punta del muelle. Un puntapié merecido y definitivo; un puntapié que es como una rúbrica, rotunda y enérgica para el futuro.

     Nosotros, los hombres modestos y sin bienestar, nos hemos regocijado en el fondo, ya que esto de la patria chica es una cosa relativa y el nacimiento no es nunca a deseo o voluntad del nacido.

     Las calles de la ciudad son las calles de un villorrio lánguido y escondido. El puerto es un puerto perdido en medio del mar, con unos recuerdos tan remotos que es como si después de las naves fenicias ningún otro barco hubiese cruzado los mares. Junto al muelle, se puede escuchar el silencio, pesado y tenaz, como un aire de calma.

     Parece que el silencio de todas las cosas se ha detenido estupefacto allí, ante el mar solitario y malherido. Es todo la estela misteriosa de los submarinos, que ahora, seguros y firmes de la victoria recatada, no se dignan acercarse a la costa como ayer.

     En el puerto, los obreros se morían de hambre. Unas cocinas económicas de las casas inglesas han detenido la ruina, alimentando a los hijos de los hombres sin trabajo. Es un remedio amargo, pero un remedio al fin. Los ingleses nos quieren todavía un poco. Pero los cuatro alemanes heridores se han sentido celosos de este cariño y han puesto su cocina económica también, que regenta –¿cómo no?– un clérigo. Es una cocina como aquel hospital famoso del señor de Robres tan germano en sus hospitalarios procedimientos.

     Y así vamos viviendo, mecidos en una hamaca milagrosa sobre el Atlántico, camaleones extraordinarios o exóticos bichos que hubieran asombrado al bueno de Gulliver el viajero. ¿Hasta cuándo?

     Las noticias del espionaje español llegan truncadas y cuando llegan ya es tarde para las reacciones. En los casinos, todo es hablar del señor de Regalado, el de Palamós que estuvo destinado en este puerto, hace poco menos de un año; este señor era aquí un marino pequeño, intelectualmente inofensivo, de retorcidos bigotes áureos, excelente camarada de la cerveza, la gran nutridora de todas las germanofilias hiperbólicas. El señor Regalado es el más fresco recuerdo de los pasados días, cuando, ilusionado con el mito lepantino, se permitió agredir arrogante y fanfarrón al canciller del consulado de Francia, y parecía despachar los asuntos del Puerto de Gáldar, que era su destino, en un bar de la vía del Comercio.

     El señor Regalado tenía muchos amigos en este rincón ex-guanche. Estos amigos están un poco tristes con la prisión de este bizarro marino. La gente insular es, por lo común, compasiva de los hechos terribles. El fracaso del señor Regalado ha sido una profunda herida en el corazón de sus amigos. Compasivos son, como son compasivos nuestros queridos jurados que absuelven siempre por mor de aquel castizo y significativo “hoy por ti y mañana por mí”. La nota del marino español es un melancólico trémolo sobre la germanofilia insular, la sorda y secreta germanofilia, que se oculta como un topo o una serpiente alevosa ante la regocijante y certera amenaza de las listas negras.

     Todo es, pues, silencio en la ciudad; y no decimos silencio de tumba, porque los muertos son algo más definido y serio que estos hombres vivos. Silencio, pero silencio de piedras en un valle lejano.

     Silencio, del mar de la bahía, arañado silenciosamente por la escamosa quilla de los trasatlánticos internados. Silencio, el faro rojo del espigón del muelle, cada vez más rojo, de vergüenza y de ira. Silencio, las laboradoras gabarras y las lanchas humildes y los hombres guardas del muelle. Silencio, el más espantoso, el hambre, y silencio también la sonrisa del cielo inteligente, ese cielo latino, puro y generoso1 que contempla inmóvil la ruina, tragándose las moscas atontadas que desde la playa negra espantan las colas de los mercachifles, tumbados al sol, como moros decadentes.

 

 

 

Nota

 

1. Desde “latino” hasta “generoso” no aparece en La Crónica.

 

 

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Comentarios
Miércoles, 16 de Enero de 2013 a las 18:52 pm - Antonio Henríquez Jiménez

#02 Buenas tardes don Antonio. Me gustaría saber qién realiza el retrato de la portado de su libro.

Muchas gracias

Domingo, 20 de Febrero de 2011 a las 12:35 pm - Rubén

#01 Cuando "nuestros" parlamentarios/as, al menos "nuestros" en cuanto que viven, y muy bien, de nuestros impuestos (esta vez sin comillas), eligen a un físico para conmemorar el día de las letras canarias, (tal vez porque en esta época de "crisis", eso de "letras" les confunda con los plazos de pago, o con alguna letra de murga), D. Antonio Henriquez nos trae otro trabajo que devuelve a la actualidad la enorme valía de la obra de D. Rafael Romero. A Quesada hay que releerlo, siempre que se pueda, pero si además podemos acercarnos a otros textos suyos, que sin el paciente y laborioso trabajo del profesor Henríquez no habrían salido a la luz, la lectura se hace imprescindible. Gracias D. Antonio por permitirnos seguir leyendo cosas "nuevas" de uno de nuestros mayores escritores. Salud.