Revista n.º 1061 / ISSN 1885-6039

Mariquita Benítez la Partera (1879-1966).

Domingo, 3 de abril de 2011
Pedro Socorro Santana (Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida)
Publicado en el n.º 359

A propuesta de la Asociación de Vecinos Cataifa, una plaza pública del barrio alfarero de La Atalaya, en la Villa de Santa Brígida (Gran Canaria), lleva desde el pasado viernes 14 de enero el nombre de Mariquita Benítez, la Partera, en recuerdo a una vecina que ayudó a venir al mundo a muchos satauteños. Esta es una pequeña biografía de una gran mujer.

Mariquita la Partera, de La Atalaya de Santa Brígida (Gran Canaria).

 

En una noche oscura de 1930, Mariquita la Partera dormía plácidamente, cuando alguien llegó con la noticia de que una muchacha de La Culata se había puesto de parto. Sobre la marcha, Mariquita dejó el sueño recostado en la almohada y salió rápidamente por el viejo camino de El Peñón, rumbo a la casa de la parturienta. Cuando por la mañana regresó a su casa había ayudado y tenido en sus brazos a un nuevo hijo de La Atalaya y le había oído berrear lindamente, entre el corrillo de mujeres, nerviosas y expectantes, toallas y palanganas de agua caliente.

 

María de los Ángeles Benítez Ortiz, conocida como Mariquita la Partera, nació el 28 de febrero de 1879 en el municipio de Valsequillo. Allí se casó con el talayero Juan Gutiérrez Vega, asentándose posteriormente en el barrio de La Atalaya. Era una mujer fuerte, de esas criadas en el campo y con todas las condiciones para una larga vida. Sin embargo, su existencia no fue un camino de rosas. Fue una de las tantas mujeres abandonadas por el fenómeno de la emigración. A comienzos del siglo XX, su marido cogió la maleta, se embarcó a Argentina y nunca más regresó a la isla. La dejó en total desamparo con cuatro hijos pequeños: Carmen, María, Juan y Antonio Gutiérrez Benítez, el menor de apenas cuatro meses, que le dieron siete nietos, dieciocho biznietos y unos cuantos tataranietos.

 

La vida de Mariquita fue muy dura tras la marcha de su esposo. Aún contando con el apoyo de sus parientes, debió asumir la responsabilidad familiar. Y para esto no todas las mujeres estaban preparadas, pues eran funciones a las que sólo tenían que hacer frente ante la ausencia del cabeza de familia. Ella afrontó la situación en soledad, sin desmayo, al tiempo que desempeñaba algún trabajo remunerado. Así, comenzó a vender huevos frescos en la ciudad, que llevaba en una cesta sobre su cabeza, sin más medio de transporte que sus pies. Al mismo tiempo se había empleado como ama de cría de la familia de Mr. Pavillard, en su casa residencial de Tafira, en donde amamantaba a los gemelos de esta adinerada parentela debido a que tenía, por su aspecto saludable y gran robustez, especiales dotes para la crianza.

 

Ya entonces vestía siempre un luto perpetuo, cual viuda, pero de amor, y una pañoleta del mismo color le cubría su cabello recogido. No había más remedio que sobrevivir a su desastre íntimo, a aquel desamor que la envolvía como una segunda piel, pero al que ofreció el tiempo debido para renacer bien. Y así, con la carga de ese estado civil de ni casada, ni viuda, ni soltera, Mariquita fue sacando la familia adelante.

 

A fines de los años veinte del siglo pasado, Mariquita Benítez se buscó un nuevo medio de vida: empezó a ayudar a las mujeres que iban a dar a luz. Entonces, los hogares se convertían en paritorios cuando llegaba al mundo una criatura. Para superar este trance, ella sería asistida por las mujeres de la casa, sin más medios que los que ofrecía la naturaleza, su habilidad y, a falta de epidural, remedios a base de hierbas e infusiones aromáticas para ayudar las contracciones.

 

De cualquier barrio que la llamasen, ella acudía presurosa, a pie, hasta la casa de la parturienta, dispuesta a servir a cualquier hora, lugar y circunstancia, ganándose pronto el cariño y el respeto por su acreditada experiencia parteril y su charla afable, procurando hacer menos penosa la dura labor en la que se veía involucrada por su oficio.

 

Marusa Gutiérrez y su esposo, una nieta de Mariquita la Partera de La Atalaya de Santa Brígida (Gran Canaria).

Marusa Gutiérrez Naranjo, nieta de Mariquita, junto a su esposo,

conocido maestro de obras de La Atalaya

 

Instintos y experiencia. Sin recursos, estudios, ni medicamentos, ayudadas únicamente por su instinto y su experiencia, estas mujeres desempeñaban un papel esencial en la asistencia de la madre y el recién nacido en los pueblos del interior de la isla que, por razones geográficas, económicas o culturales no tenían acceso a la atención sanitaria institucional. Pues es sabido que en Gran Canaria los servicios sanitarios no cubrían todas las necesidades de la población hasta mediados del siglo pasado; la mujer daba a luz en su casa, casi siempre asistida por una partera local y su madre, y donde las medidas profilácticas brillaban por su ausencia: a lo sumo, una pava con agua hirviendo. Algunos infantes morían, pero nuevos embarazos remediaban las pérdidas. Lo irreparable era cuando también fallecía la parturienta.

 

Marusa Gutiérrez Naranjo, de 78 años y una de los siete nietos de la partera protagonista de esta crónica, recuerda que cuando un parto se presentaba complicado, como el caso que la criatura se presentara de lado, se llamaba al médico Manuel Lezcano, que se desplazaba a caballo desde Tafira, amén de poner al pie de la cama la reliquia de algún santo. Nos cuenta, además, que Mariquita comenzó a cobrar unas cinco pesetas, más tarde cinco duros, pero no todas las familias podían hacer frente a tal gasto, por lo que en ocasiones la partera recibía regalos en especies: quesos, gallinas, baifos, manzanas...

 

Sin duda, un modesto servicio médico en el que también figuraba el practicante de La Atalaya, don Antonio, que al mismo tiempo era barbero, y a quienes los niños dispensaban ciertos recelos por aquello de las inyecciones. Un personaje que desde hace algunos años tiene su calle en aquel barrio.

 

Niños abandonados. Muchas son las generaciones de talayeros -y de otros lugares del municipio- que nacieron al amparo de las ágiles manos de Mariquita la Partera, siendo los últimos vástagos la vecina de este barrio Loly Rodríguez Padilla, el 4 de noviembre de 1962, y una nieta de Carmen Rodríguez, también talayera, de nombre Fefita.

 

En ocasiones, las parteras también se convertían en depositarias de las historias y de oportunos silencios en una sociedad de rígidas normas morales cuando, por ejemplo, la madre era soltera. No hay que olvidar que la ley social era dura, inflexible, inmisericorde y la mujer deshonrada llenaba de infamia a la familia. Cuando el percance sucedía, importaba mucho taparlo por el miedo al qué dirán; por eso, en caso de que no hubiera boda a tiempo, sólo cabían las dos soluciones usuales de la época: o el aborto, con el consiguiente peligro para la mujer, o el parto secreto, dejando a su suerte a la criatura en las horas nocturnas, aunque fuese pleno invierno. En estos casos, que algunos hubo, Mariquita acudía caminando con el recién nacido hasta la ciudad, y lo depositaba en la casa de expósitos o la inclusa, salvaguardando la deshonra de la familia y evitando la muerte del bebé.

 

Momento de la inauguración de la plaza dedicada a Mariquita la Partera

 

Y así, después de una larga vida dedicada a este oficio, Mariquita Benítez Ortiz falleció el 29 de enero de 1966, el mismo día que un fatal accidente provocó la muerte a cuatro miembros de la familia Falcón, del pago satauteño de Las Casillas, ahogados al caer su coche al agua en el muelle del Puerto de La Luz. Unas víctimas, por cierto, a las que Mariquita Benítez había ayudado a nacer varias décadas antes.

 

Su adiós fue muy sentido sobre todo en su barrio, porque a La Atalaya se le moría la madre de todos. Un pago alfarero que tenía una deuda contraída con esta vecina y que ahora, a través de la Asociación de Vecinos Cataifa, se le rindió un merecido homenaje. Pero como son tantos los niños nacidos con ella que no caben en una calle, Mariquita Benítez, la Partera, bautizó el nombre de una plaza del barrio donde vivió. Un lugar coqueto y moderno que, como un cordón umbilical, unirá para siempre este pueblo con el agradable recuerdo de su matrona.

 

 

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