Pedro Palenzuela Mendoza -que tenía los ojos azules como el cielo- cubrió su vida entre el 2 de agosto de 1917 y el 21 de julio de 1988. Fue miembro de una de las razas o grandes familias de La Caleta de Interián (Norte de Tenerife), la de los Sarguitos, varios de cuyos componentes fueron reconocidos y valorados como excelentes parederos (constructores de paredes de piedra), de lo que son testigos, por ejemplo, las paredes de piedra seca que aún permanecen erguidas en la finca de los Cáceres en La Caleta.
Paredes de piedra
La enseñanza oficial nunca tuvo en cuenta el que los niños del campo también tenían que trabajar, razón por la que Pedro, como otros muchos estuvo en las escuelas pagas que le decían don Aniceto, Aniceto era un medianero que tenía la Marquesa, iba con la noche (...) serían tres perras, ahí aprendió él. Vivió en tiempos de intensa crudeza que obligaban al reajuste y a agudizar el ingenio: los platos no se votaban antes, los alañaban; ni los calderos, les ponían un remache. Ese fue, durante muchos años, su oficio de supervivencia: reparaba calderos (remaches, asas...) y, sobremanera, ejerció como alañador, oficio que consistía en recomponer los recipientes fragmentados de loza fina o basta, llevándolo a cabo del siguiente modo: con una herramienta muy particular (como un taladro, un barbequín) abría, en cada uno de los fragmentos próximos a la fractura, un orificio que no llegaba a perforar la totalidad del grosor de la pared, disponiendo en cada uno de aquellos el lado vertical de una especie de grapa acerada, elaborada por él mismo, reforzando y fijando la penetración por medio de masilla adquirida en la ferretería.
Tocaba en las casas de los pueblos ofertando su quehacer, llegando a transitar la totalidad de la isla, deteniéndolo en cierta ocasión la Guardia Civil en Candelaria porque no llevaba documentación.
Se trasladaba caminando, cubierto con su característica boina; portaba la herramienta en una caja de madera con bisagras de goma, colgada por medio de una correa cruzada sobre el pecho. Para el camino -recorrido tantas veces con unas cholas hechas por él, con planta de goma de camión sujetas por unas tiras-, llevaba una manta de abrigo doblada sobre el hombro y, en el interior de un saco, disponía la chamarrita y unas cholas, no sea que se rompieran las que llevaba.
Percibía por su faenar como alañador una cantidad muy módica: por punto una perrachica. De ahí que, como los restantes habitantes de La Caleta -vecinos de un mar que por entonces se mantenía limpio, repleto de algas y ausente de contaminación-, se servía de la bondad que brindaban sus aguas. Acudía a pulpiar, a moreniar con varas y a pescar con caña fija, provista de anzuelo y puntas elaboradas artesanalmente, estas últimas de cuerno de carnero o de toro: tenían que ser de toros, de torear; cuando había corridas de toros procuraban conseguir los cuernos. El movimiento de la punta, atada en las proximidades del extremo superior de la caña, alertaba al pescador; se hacían puntas grandes y pequeñas para la pesca, respectivamente, de viejas y machetes.
La necesidad que se soportó tras los años de Guerra Civil española, a la que siempre fueron ajenos los ricos y bien acomodados, obligó a nuestro personaje, como a tantos más, a realizar acciones prohibitivas y dictadas por quienes no padecieron penas. Pescó con cartuchos de dinamita (salemas, sargos, lisas...), acudiendo a recoger lo capturado -porque sabía nadar poco- valiéndose de un flotador que él mismo hacía con latas vacías de insecticida o con la parte más ancha de tronquitos de hojas de palmeras, material que los niños pobres de La Caleta, la inmensa mayoría, utilizaban, en tiempo de tantas añoranzas, para confeccionar barquitos de iniciación cara al mundo de sus progenitores, volcados a la aventura del mar y la pesca litoral: con eso también hacíamos barquitos, le poníamos velas y todo: los echábamos en el bajío y llegaban hasta la playa; le poníamos el arco en dirección a la playa y iba, como si fuera un timón. El hambre, las faltitas, conllevaba robar piñas en las cercanas fincas de platanera, de modo que se iba comiendo una y se tenía otra enterrada a fin de que fuera madurando: cuando el hambre, no alcanzó poca leña mi hermano Pedro de la Guardia Civil, pero no era pa vender, sino pa comer. Y trajo de la cárcel aviones hechos con cepillos de dientes, elaborados por una persona provista de un gran sentido artesanal y creativo.
Cuando se hizo mayor y acrecentó la comodidad, Pedro Palenzuela dejó de ser alañador y se dedicó a criar cabras: seis o siete, cada una con su nombre, y un macho. Las cuidaba en el espacio comprendido entre La Caleta y el Barranco de Sibora; y las encerraba en un corral, ubicado primeramente en el patio de su propia casa: antes se criaban los animales en el patio de las casas: gallinas, conejos, las cabras y hasta un cochino...; y más tarde, en el lugar donde actualmente se alzan los colegios: allí habían unas medias cuevas, en los toscales. La leche de las cabras la usaba para comer, vender algunos litros a personas allegadas; y mercaba los cuajos y los zurrones o pieles de baifos sacrificados, a los que llenaba de hojas o de paja (lo que había a mano), colgándolos con el fin de que se fueran secando: cuando aparecía el comprador, figura recordada y muy asidua, le quitaba el relleno y los introducían en el interior de un saco con el fin de llevárselos. Llegó a hacer el zurrón para amasar el gofio.
“A última hora” regentó un carrito (de venta de golosinas...) emplazado en la plaza de La Caleta, pasando después a manos de su hermano Julián: ya con el carro se enfermó.
Su espíritu de hombre amañado lo plasmó también mediante el desarrollo de determinados cometidos, como hacer jaulas de caña y de verga que dibujaba primero: pa ver cómo la iba a hacer. Se sentaba con los chicos, diciéndoles cosas, pero al contrario: y los chicos le decían: no, Pedro, es al revés. Recordaba romances que, con mucha probabilidad, aprendió con su padre, Pedro Palenzuela Méndez; y le gustaba cantar punto cubano, como si hubiese estado en Cuba, los cantaba con una sonajilla, estampa ésta muy asidua durante los momentos en que pastoreaba a sus cabras, tiempo de soledad y sosiego que también ocupaba en escribir poesías.
Pedro Palenzuela Mendoza, como tantos canarios más, encontró momentos de evasión disfrutando de los carnavales, ataviado con instrumentos y vestidos que él mismo confeccionaba con auténtica pasión y sutileza: eso sí le gustaba, se iba cinco o seis días a Santa Cruz, corriendo los carnavales.
El alañador fue una figura definidora de un tiempo ya transcurrido, cuya presencia contribuía a aportar notas de variedad en el suceder del acontecer cotidiano. Todavía hay personas que mantienen fresca su imagen, añorando el silbidillo de su barbequín, impulsado por el azul de unos dos ojos de mar y cielo.
Fundamental ha sido la información recogida en La Caleta en junio de 2008, proporcionada por don Julián Palenzuela Mendoza, 87 años, don Pastor Rodríguez Acevedo, 83 años, don Marcelo Palenzuela Mendoza, 78 años, y doña María Marcela Rodríguez Palenzuela, 50 años.
Este artículo fue publicado en el número 48 de la revista El Baleo.