Revista n.º 1064 / ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XVI: La muerte de El Negro.

Jueves, 2 de septiembre de 2010
Manuel García Rodríguez
Publicado en el n.º 329

Temí por mi propia vida. En mi niñez me habían contado que otros, en idénticas situaciones de angustia, habían muerto repentinamente y presentí ahora que era verdad, que se podía morir de espanto. Así que aquellos relatos de mi niñez y adolescencia volvieron a acudir a mi mente y los reviví como entonces pero con más amargura y angustia.

Unos encapuchados

 

Serían alrededor de las cinco de la madrugada de aquel frío sábado 20 de diciembre, de cuyo año no quiero ni recordar, cuando repentinamente algo inesperado interrumpió mi profundo y plácido sueño. Instintivamente, cual estatua petrificada, quedé sentado en mi cama. Con el corazón casi paralizado y la respiración contenida por el miedo, escuché atentamente durante unos segundos, que me parecieron años interminables.

 

Una desagradable sensación de angustia y de terror recorrió todo mi cuerpo y por un momento me pareció que el corazón se me paraba definitivamente y que la sangre se congelaba dentro de mis venas. En esos momentos, algo me pareció sentir sobre mi cabeza, pasé la mano por mi cabellera y horrorizado me di cuenta de que mis cabellos estaban en posición rígida, y vertical: el miedo los había congelado y parecían, más que pelos, púas de puercoespín. Temí por mi propia vida. En mi niñez me habían contado que otros, en idénticas situaciones de angustia, habían muerto repentinamente y presentí ahora que era verdad, que se podía morir de espanto. Así que aquellos relatos de mi niñez y adolescencia volvieron a acudir a mi mente y los reviví como entonces pero con más amargura y angustia.

 

Desde allá, desde lo lejos, llegaban a mis oídos unos largos y lastimeros lamentos. Escuché atentamente buscando la dirección de tales lamentos. Pude comprobar que procedían del Norte, tras una plantación de plátanos, que cerca de aquella vieja casona, donde yo pernoctaba, existía. La fría brisa era el vehículo portador de aquel lastimero lamento. Ahora, aquellos ya casi guturales gritos, ahogados por su propia sangre que presentía, brotaba a raudales de la garganta de quien moría, parecían que llamaban a la compasión y a la misericordia de alguien que desesperadamente lucha por no abandonar de este mundo.

 

Por un momento me pareció oír el fúnebre canto de un cuervo que con su ronco graznido acompañaba a El Negro en su triste y lenta agonía. Sí, no estaba equivocado, el graznido era el de aquel cuervo carroñero que pocos días antes había tomado como residencia la copa del hermoso y más robusto pino de cuantos por aquella zona había. Por su natural instinto, presentía la muerte de El Negro y se mantenía a prudente distancia con la intención de no ser visto para así intervenir él con toda holgura, por si alguien abandonaba el cadáver.

 

Poco a poco, aquellos lastimeros quejidos se fueron apagando lentamente, muy lentamente, y en el silencio de la noche comenzaron a oírse las silenciosas voces de unos hombres.

 

Un cuervo mira a la luna.

 

Hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme de la cama. Lo intenté por más de dos veces, pero el miedo me hacía retroceder instintivamente, y más que agazaparme, me escondía bajo las blancas sábanas. Por fin, lentamente me incorporé, y silenciosamente abrí una pequeña ventana que daba al lugar desde el cual procedían aquellos angustiosos lamentos.

 

La luz de la luna iluminaba todo aquel ahora silencioso y tranquilo entorno. Esperé impacientemente unos segundos. Alguien se acercaba hasta mí. Por temor a ser descubierto cerré, con mucho cuidado, la pequeña y gruesa hoja de la ventana. Observé: efectivamente, unos hombres se acercaban. Por un momento creí que estaba fuera de mis cabales y que lo que veía ahora ante mis ojos era irreal, impensable, pero no. No era la imaginación, era la cruel realidad que la vida a veces nos muestra en su lado más amargo. El grupo lo constituían tres hombres corpulentos. Uno de ellos portaba en su mano un cuchillo de largas dimensiones que, por estar aún ensangrentado, intentaba limpiar con mucho cuidado para no dejar huella alguna que pudiera acusarle más tarde de aquel terrible crimen.

 

- Hay que preparar algo para llevarlo -dijo con voz ronca unos de aquellos individuos, llamado Faustino-.

- Manos a la obra -le contestó el otro mientras encendía su vieja cachimba cargada con tabaco habano de baja calidad. Y aspiraba fuertemente la primera bocanada de humo-.

 

Vi como, de entre algunos maderos que por allí había, escogieron un par de ellos, los más gruesos, y con mucho cuidado amarraban una soga en cada uno de los extremos.

 

- ¿Está bien sujeta la soga? -preguntó el más viejo, a quien se encargaba de tales amarres-.

- Sí -contestó el otro-. Tranquilo, no se nos caerá al suelo.

 

Al momento, aquellos tres hombres desaparecieron tras las sombras que proyectaban las frondosas y bien cuidadas plataneras. Ahora impacientemente, allá a los lejos, oía a alguien hablar, pero su lenguaje llegaba imperceptible hasta mis atentos oídos. En aquellos momentos, la noche, ya cansada, parecía despedirse lentamente y las primeras luces del día comenzaban tímidamente a hacer su presencia a hombros del sol de invierno que se dejaba ver en el horizonte. Por fin, oía aquellas voces cada vez más y más cerca.

 

Lo que vi a continuación me produjo tal impacto que aún hoy, después de tantos años, el solo recuerdo me deja horrorizado y, créame o no el lector, el caso es que, aún a mi edad, paso muchas noches sin dormir recordando tan trágico acontecimiento que marcó para siempre mi vida.

 

Amarrado a una cuerda apareció ante mis incrédulos ojos el cuerpo sin vida del El Negro.

 

- ¡Dios mío! -exclamé mientras contemplaba aquel horrible espectáculo-.

 

Mi exclamación fue tan espontánea que uno de aquellos hombres, llamado Esteban, mandó a callar a los demás.

 

- ¡Cállense! -dijo-. Me pareció oír hablar a alguien -comentó con sus compañeros-.

 

En ese momento, todos quedaron en silencio por si la suposición de quien lo dijo fuese cierta. Escucharon atentamente unos minutos y por fin uno de ellos dijo:

 

- Tú estás soñando, Arturo, aquí no hay nadie que pueda delatarnos.

- Debemos terminar esto antes del amanecer -dijo el que a su lado estaba-.

 

Vi como el cuerpo de El Negro era colocado sobre una especie de rústica cama de madera sin sábanas, sin colchón, y sin miramiento alguno lo dejaron caer sobre aquellos fríos y rústicos maderos. En ese momento sentí tanto miedo que me aparté de la pequeña ventana. Tenía el temor a ser llamado algún día ante los tribunales de justicia, como testigo de aquel horrible y execrable crimen.

 

Volví a mi cama. Mas la curiosidad me tentó insistentemente una y otra vez... No resistí la tentación, y me acerqué cautelosamente a la ventana de nuevo. Ahora estaban lavando el cuerpo de El Negro. Habían encendido fuego y en una gran cacerola estaban calentado agua. A continuación, con una especie de cepillo, le frotaban su cuerpo, mientras que otros de aquellos hombres vertían el agua caliente sobre el cuerpo ahora sin vida de El Negro. Al ver las llamas pensé que iban a incinerar el cadáver de El Negro allí mismo pero al momento comprendí que lo que pretendían era limpiar cuidadosamente aquel cuerpo aún caliente, y me pregunté: "Si lo han tratado tan mal, ¿para qué lo lavan ahora?"

 

De una pequeña caja sacaron una especie de navaja de afeitar y, sin miramiento alguno, rasuraron completamente aquel cadáver. Como cosa de un milagro, la piel negra iba desapareciendo y un blanco intenso, muy intenso, sustituía el negror de un cuerpo que en vida era tan negro como el carbón.

 

Aquel cadáver era ahora blanco, muy blanco. Increíblemente blanco.

 

- Vamos a comenzar -dijo uno de los hombres-.

 

En esos momentos se oyó un estornudo; alguien se acercaba. Escuché atentamente: era un cuarto personaje. Pero no venía solo, le acompañaba uno más joven.

 

Una franja vertical con sangre.- Esteban -dijo el más viejo-, ya era hora de que llegaras. Necesitamos tu ayuda para terminar esta faena.

 

Colocaron el cuerpo boca arriba, mirando al cielo. Cada uno de aquellos hombres sujetaba fuertemente cada extremidad del yaciente cuerpo. El llamado Manuel Calero extrajo un gran cuchillo y comenzó a abrir un profundo surco a lo largo de su ahora blanquecina barriga.

 

- Tenga cuidado con la vesícula -comentó uno de ellos-.

- ¿Qué pasa con la vesícula? -le respondió el otro-.

- Puede derramarse y dar tan mal olor, y ello nos delataría.

 

 

 

Cuidadosamente abrieron en peritoneo y un humo blanco, de calor corporal, salió de entre las vísceras.

 

- Déjame a mí ahora -dijo el otro, y acercando una gran vasija recogió íntegramente en ella todo el contenido del aparato digestivo-.

 

La oquedad donde se albergaba el intestino quedó vacía, libre, al descubierto. Al fondo se veían dibujadas las costillas de aquel cadáver.

 

Le tocó el turno a otro de los hombres que ahora con inusitada agilidad, dando un fuerte hachazo, había abierto el tórax a nivel del esternón y trabajaba en su interior. Cortó sin miramientos el aún caliente y casi palpitante corazón y rápidamente lo colocó en una bandeja. A continuación hizo lo mismo con los pulmones. Por un momento, mi pensamiento atravesó los mares a más velocidad que la luz y recordé las artes de magia y los rituales que algunos indígenas practican en las perdidas aldeas del África Negra.

 

Pero en aquel mismo instante volví a la realidad, me arrepentí del pasado, y me dije: "¡Dios mío!... ¡Dios mío!..." Verdad que en vida envidié a El Negro y a veces hasta llegué a odiarlo y desear mil veces su muerte. Más, ahora, en presencia de su cadáver sentía lástima, mucha lástima... Me volví a arrepentir de mis pasados malos deseos y pensé en su salvación eterna.

 

Pasado algún tiempo, me enteré que al El Negro, antes de morir, le concedieron su última voluntad y confesó todos sus pecados... Dijo que perdonaba a todos los que, como yo, le habían ofendido; y ello me tranquilizó de tal manera que ahora me sentí libre de la losa que sobre uno cae cuando comete un grave pecado.

 

Yo había conocido a El Negro un año antes. Nunca supe su nombre verdadero; la verdad es que tampoco me interesé por saberlo. Procedía de Garafía, en nuestra querida isla de La Palma, y había sido enviado por la familia del Tío Esteban desde el pequeño puerto de La Fajana en Franceses. Recuerdo con cuánta ilusión fui a recibirlo al por entonces pequeño puerto de Santa Cruz de La Palma. Aún oigo a mi madre alabando sus cualidades.

 

Vivió en mi casa, como uno más de la familia, y poco a poco El Negro fue creciendo. Su color negro se hacía cada día más fuerte y brillante. Sin embargo, era un gran comilón. Vivía por y para comer. Insaciable siempre, glotón, pedía más y más. Eran tiempos de postguerra, de escasez, de miseria, de hambruna. De crisis perpetua. Casi a diario acudíamos al monte a por castañas. Eran las castañas su comida preferida y para satisfacerle se las suministrábamos en cantidad. Pero él no se saciaba, se creía, el muy puñetero, merecedor de todo; y aunque no te reprochaba nada, con sus gruñidos parecía que decía tráeme más… más...

 

- Tiene que engordarse más -decía una y otra vez mi madre-.

 

Y El Negro asentía y comía y comía.

 

Cuando te miraba, lo hacía con dificultad, porque tan gordo estaba que no podía levantar la cabeza. Así que solo miraba la comida, con la cabeza casi metida entre los alimentos. No trabajaba, solo comía, comía y dormía plácidamente. Mi envida era tremenda. Otras mil veces volví a desearle la muerte. Pensaba que muriendo él ahora descansaba yo.

 

Allá, por los años cincuenta y principio de los sesenta, según mis informaciones, crímenes de esta naturaleza se cometieron muchos en nuestra isla y también en otras del Archipiélago Canario; pero la mayoría de ellos, por no decir todos, fueron silenciados cuando en realidad debieron de haber sido puestos en conocimiento de los tribunales de justicia para juzgar a los culpables con el fin de que pagaran con la cárcel por lo que hicieron...

 

 

Epílogo

 

Descuartizado, separadas unas de otras las diversas partes de su cuerpo, sometidas éstas a salazón y cuidadosamente colocadas dentro de una pipota, al objeto de ser consumidas por los humanos a lo largo de todo un año.

 

… Fue así como terminó la holgazana vida de aquel cochino o cerdo, como le llaman algunos, pero que yo a éste llamaba El Negro debido a su color negro azabache.

 

 

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