Revista n.º 1066 / ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XIII: La belleza del Valle.

Domingo, 7 de marzo de 2010
Manuel García Rodríguez
Publicado en el n.º 303

Reflexionó profundamente y lloró de amargura porque después de tantos rezos, de tantos sacrificios y de tantos innecesarios gastos, se dio cuenta de que no se puede ser joven por fuera y vieja por dentro, porque a las personas no se les quiere porque sean más o menos jóvenes y hermosas; a las personas se les quiere por eso, por ser personas en cualquier etapa de su vida.

Ojos cerrados de una mujer.

 

Me contaron que, hacía algunos años, no muchos, Elisa se estaba dando cuenta de que su incuestionable atractivo físico se estaba deteriorando paulatinamente. A veces pensaba que eran suposiciones suyas, producto del exagerado temor que tenía a perder toda su encantadora belleza. En su interior, ella estaba convencida de que era la mujer más hermosa, la más encantadora, la más atractiva y la más valiosa del Valle de Aridane. Este profundo convencimiento interior no sólo era producto de su propia reflexión ante su espejo; sino que, además, se lo confirmaban las manifestaciones de cuantos hombres pasaban a su lado y le halagaban tanto de palabra como con ademanes de admiración.

 

Durante muchos años atrás fue por los hombres sobrevalorada y adorada, y envidia de las mujeres que veían en ella a una potencial enemiga activa, capaz de dejarlas aparcadas en la cuneta sin marido o, lo que no era más trágico, dejarlas en la duda de si sus maridos estaban o no pendientes de tan singular belleza. Consiente de su esbeltez y hermosura, flirteaba con todos los hombres, a sabiendas de que a ellos les volvía locos el sentirse atraídos por ella: dispuestos estaban todos a picar en el anzuelo de sus encantos.

 

Tenía las mil artes que utilizan algunas mujeres para enloquecer al sexo opuesto. Miradas de insinuación que te invitaban a acercare a ella; caricias concientemente consentidas unos segundos para de inmediato rechazarlas con signos de fingidos enfados; halagos artificiales en los que cada palabra que decía se correspondía con un pensamiento diametralmente contrapuesto. Mentiras y más mentiras eran herramientas de uso diario, de las que ella se valía para continuar con las mil artimañas de una vida que vivía de las rentas de su angelical belleza.

 

Se había casado con un hombre bueno, trabajador y honrado, excelente padre de familia que ponía en el diario trabajo toda su felicidad. Estaba seguro su marido de que ella no le engañaba, porque en el fondo estaba convencido de que su mujer era por naturaleza coquetona, mentirosa, egoísta y vanidosa. En principio intentó convencerla para que cambiara de actitud ante otros hombres, mas su esfuerzo fue en vano y, ante la disyuntiva de separarse de ella o vivir junto a ella pasando y obviando todos sus defectos, optó decididamente por esto último, ya que estaba convencido de que su mujer, aunque lo pareciera, jamás entregaría su cuerpo a otro hombre. Por mucho que se lo pidieran. Consciente y orgullosa de su atractivo personal, lo aprovechaba Elisa en solicitar a todos sus amantes aquellos caprichos que a ella se le ocurrían, y todos ellos accedían gustosos a complacer a la bella dama en sus pretensiones. Regalos y más regalos recibía de los amantes que, locos por su amor, le rendían pleitesía.

 

Los años fueron pasando, lentamente para unos y fugazmente para otros, así que la hermosura de aquella mujer se iba apagando poco a poco como la llama de una vela; y aquellos amantes, ya mayores, desengañados, fueron percatándose de que tras la hermosura de la dama se escondía un egoísmo exagerado que pretendía no solo sacar rentabilidad de sus físicos atractivos, sino también mantener ilusionados a aquellos otros que a pie juntillas creían en la sinceridad de sus fingidos halagos.

 

Fue en la mañana del sábado de un tibio día del mes de septiembre cuando Elisa, aunque no era su costumbre (sin embargo últimamente su sirvienta no sabía comprarle las frutas y verduras a su gusto), decidió ir ella misma de compras a la plaza de mercado de la ciudad. Necesitaba algunas provisiones para ese fin de semana. Recorrió los puestos, y tras haber realizado algunas compras, ya cuando casi se disponía a abandonar el lugar, al pasar junto a un puesto de verduras oyó que alguien pronunciaba en voz baja su nombre. Repentinamente se quedó rígida, silenciosa, ansiosa por saber qué era lo que de ella se comentaba. Agazapada cuidadosamente tras unos tiestos de flores, que por allí había, quedó con la respiración contenida durante largos minutos. "Están hablando de mí", pensó, y aguzó lo más que pudo el oído. Por la voz reconoció que ellas eran dos vecinas suyas.

 

- ¿Te has dado cuenta de lo vieja que se ha puesto Elisa? -le decía una vecina a la otra-.

- ¡Cállate! No quería decírtelo porque sospechaba que pudieran ser suposiciones mías. Pero ahora que tú lo dices, sí que está vieja y arrugada -comentaba la otra vecina poniendo en sus palabras un aire de retintín, cuando dijo lo de vieja y arrugada-.

- Ya era tiempo de que se le sacara toda la “coñería” que tenía encima.

- Yo creo que no era sólo “coñería” -le decía la vecina mientras miraba a su alrededor por si alguien le escuchaba-.

- ¿Sabes tú que tenía “acoñados” a varios hombres del pueblo?

- Sí -respondió la otra-, a más de uno vi que se le caía la baba cuando esta boba se les acercaba y les dirigía miradas provocativas o insinuativas.

- El marido parecía que no se enteraba de lo coquetona que ella se comportaba con otros.

- Sí que se enteraba, pero pasaba del tema.

- Si hubiese sido mi marido a ella pronto la hubiese puesto en su sitio.

- Pues el mío, como me ponga una falda corta, se sube por las nubes.

- ¡Qué suerte tienen algunas “coño”!

- Dicen que él estaba seguro de que su mujer no le ponía los cuernos, así que le permitía todos estos flirteos -respondió la vecina mientras sacaba dinero para pagar su compra-.

 


No pudo Elisa terminar de escuchar esta conversación porque sintió que una mano amiga se posaba sobre su hombro. Rápidamente dio la vuelta pensando que la habían descubierto oyendo conversaciones privadas, mas se tranquilizó al comprobar que era su hermana la que le saludaba cariñosamente.

 

- ¿Qué te sucede hermana? Te veo con cara desencajada, como si te hubiesen dado un disgusto ahora mismo.

- No, nada -respondió Elisa, pensando que lo mejor sería no difundir aquel tremendo disgusto que acababa de recibir-.

- Cuidate, hermana, “no te dejes poner vieja” -le respondió su hermana mientras la volvía a mirar fijamente a la cara-.

- ¿Estás segura de que no tienes un disgusto dentro de tu cuerpo? -volvió a insistir la hermana mirándola y remirándola una y otra vez-.

- No, ¿por qué estás empeñada en que me pasa algo? -insistió por ver si el motivo era el que ella sospechaba-.

- Por la cara, hermana, por la cara que tienes -le contestó la hermana mientras volvía a examinar su rostro-.

- Y ¿qué ves tú en mi cara?

- Hija, que se te ha puesto una “cara de vieja” que no la cargas.

 


Con el pretexto de que su marido la estaba esperando en la casa para ir a Santa Cruz de la Palma, se despidió rápido y apresuradamente de su hermana. Le temblaban sus piernas y un escalofrío de muerte se había apoderado de todo su cuerpo. Aquellas últimas palabras que su propia hermana había pronunciado le resonaban en sus oídos una y mil veces: cara de vieja, cara de vieja... era el eco de sus insistentes pensamientos.

 

De repente, quedó parada y pensó: "¿será verdad?"

 

Una plaza en Los Llanos de Aridane (La Palma) en 1920.

 

Eran ya las doce de la mañana y en la plaza de Los Llanos estaban varios hombres; unos conversando y otros tomándose un cafecito junto a la barra del kiosco. Tragó en seco y armándose de valor aminoró la marcha, ya muy despacio y contoneándose pasó junto a ellos. Nadie la miró. "Estarán pendientes de sus negocios", pensó, y continuó su camino en busca de otra oportunidad. Ahora, junto a uno de aquellos frondosos laureles, vio a otros que intuyó pudieran servirle como prueba contundente de su angustiosa sospecha. Pasó casi pegadita a ellos moviendo lo más que pudo su esbelto cuerpo y poniendo cara de conquistadora. Cuando le pareció que era el momento oportuno, dejó caer disimuladamente un bolígrafo al suelo.

 

- Se le ha caído algo, señora -le comunicó uno de aquellos hombres sin apenas mirarla ni hacer ningún ademán por ayudarla. Ella disimuló y se hizo como que no encontraba el objeto perdido; pero el otro hombre le avisó-.

- Lo tiene usted más allá, más allá, mire usted a su derecha -y volvía a insistir “a su derecha, señora”, sin ni siquiera hacer un pequeño movimiento por acercarse a ella y ayudarla-.

 


Más de una semana permaneció Elisa postrada en cama. Noches enteras sin dormir. Las últimas palabras de su hermana, cara de vieja, continuaban resonando en sus oídos, y la imagen de aquellos hombres impávidos e indiferentes ante sus encantos le quedó impresa en su atormentada mente. Jamás había osado, ni uno de aquellos seres llamados hombres, permanecer indiferente e inmóvil ante sus inconmensurables atractivos... Estaba convencida de que en verdad se había convertido en una vieja.

 

Recuperada, sólo un poco, de tan lamentable tragedia, intentó por todos los medios enmascarar aquella vejez por medio de cremas, ungüentos y demás potingues existentes en el mercado. Prácticamente consumió productos de belleza procedentes de todas partes del globo terráqueo. Durante su permanencia en el domicilio se ponía embadurnada de tal manera que sólo le quedaban visibles sus ojos: todo lo demás era una verdadera careta carnavalera. Era tanta la desfiguración a que estaba sometida, que en más de una ocasión, algo distraída, abrió la puerta al butanero y éste ni la reconoció, preguntando a ella misma si la señora estaba de viaje. Gastó una fortuna en cremas, ungüentos y potingues de todas las marcas habidas y por haber y, por más que se paseaba por las calles y plazas de la ciudad del Valle, no lograba despertar la admiración de aquellos hombres que otrora ella había encantado.

 

Desesperada acudió a Tazacorte y, postrada ante el arcángel San Miguel, le pidió el milagro de recuperar toda aquella lozanía y hermosura que había perdido. Rezó, lloró e imploró al santo y esperó durante algún tiempo que reprodujera aquel milagroso cambio… pero éste no llegó. Pensó que quizás acudiendo a las Nieves lograría lo que San Miguel no le concedió; y a tal fin vino de promesa al Real Santuario de la Patrona.

 

Pasó más de un año y ni por un milagro su hermosura se recuperó.

 

Ya más desesperada, pensó en la medicina y, aconsejada por sus médicos, acudió a la cirugía estética. Lo consultó con su marido y éste trató de convencerla una y mil veces con argumentos harto significativos, poniéndole como ejemplo los fracasos en otras personas de que él era conocedor. Sin embargo, ocultaba a su mujer que el verdadero y principal motivo de su intento de negativa a sus pretensiones no era otro que el económico, ya que sabía de antemano que iba a perder un “pastón”, que tenía reservado para invertir en negocios rentables que, acuciados por la crisis, otros tenían que abandonar. La sorpresa fue mayúscula cuando el marido no sólo se enteró de que ella estaba decidida a acudir a la cirugía, sino que además la operación estética la iba a realizar en Nueva York. Cuando ella le comunicó el lugar a su marido, fue tal el disgusto de éste que estuvo tres días sólo alimentándose de tila para sus nervios, amén de algunos tranquimacines que le recetó su médico.

 

Acompañada de su hermana partió rumbo a los Estados Unidos. La operación fue un éxito rotundo. Nadie hubiera imaginado que aquélla fuera la misma persona. Desde los casi sesenta años que tenía Elisa, ahora aparentaba una muchacha de dieciocho o veinte años.

 

 

Se paseó nuevamente ante aquellos hombres a los que hasta no hacía mucho tiempo ella no despertaba la curiosidad. Pero, ¡ay Dios!, ahora tampoco les despertaba su curiosidad. Pensó por un momento que algún trastorno neurológico le había cambiado su figura, y acudió presta a mirarse y remirarse en un espejo que en el escaparate de la tienda de enfrente había. Suspiró y se tranquilizó; su cara y su figura eran la misma.

 

Regresó a la plaza, pero antes de llegar fue abordada por un grupo de muchachos, la piropearon y le enviaron una serie de adjetivos de la más variada significación, unos alusivos a la hermosura y otros al sexo. Más que alegrarle, aquellos halagos la entristecieron de tal forma que a punto estuvo de romper en lloros allí mismo. En su interior ella seguía teniendo sus cincuenta y tantos años, y aquellos muchachos eran para ella como sus propios hijos. Se vio dentro de una juventud que no era la suya. Por un instante vio a su hijo mayor, comparó, y era más viejo que el más joven de aquellos muchachos que ahora querían “encaramelarla”. Continuó cabizbaja, pensativa y silenciosa su camino. Otros chavales aún más jóvenes se atrevieron a invitarla a realizar con ellos aventuras de tal extravagancia que ni ahora ella quiere recordar.

 

Se dio cuenta de que aquellos hombres que ayer la ignoraron por vieja hoy la ignoran por joven; y ello le infundía respeto, puesto que si antes podría ser su madre, ahora ella podría ser su hija.

 

Reflexionó profundamente y lloró de amargura porque después de tantos rezos, de tantos sacrificios y de tantos innecesarios gastos, se dio cuenta de que no se puede ser joven por fuera y vieja por dentro, porque a las personas no se les quiere porque sean más o menos jóvenes y hermosas; a las personas se les quiere por eso, por ser personas en cualquier etapa de su vida.

 

Ayer, cuando fui a Los Llanos, pregunté por ella. Me contaron que ahora vive feliz porque ha aprendido a aceptarse a sí misma tal y como es.
 

 

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