En el siglo XIX se empezaron a construir muelles y pescantes ya que el impulso del tráfico marítimo había sido muy fuerte a raíz de la implantación del Decreto de los Puertos Francos en 1852, por el que las Islas recuperaron el libre comercio y sus antiguos vínculos atlánticos. Pero la estrecha relación del mercado interinsular se fue rompiendo y las economías se insularizaron, con fuerte pugna entre las burguesías de las dos islas mayores. Hasta ese momento buena parte de la producción industrial y agrícola de las medianías y cumbres de Gran Canaria iba hacia Santa Cruz, desde donde a su vez se redistribuía a otros puntos.
En Gran Canaria, la primera infraestructura portuaria fue la de El Puerto de La Luz y Las Palmas; continuaron las de Sardina del Norte y Las Nieves de Agaete, para terminar a principios del siglo XX con los muelles de La Aldea, Veneguera, Mogán, Arguineguín… El Puerto de La Luz-Las Palmas y Sardina del Norte eran Primera Tierra, una categoría superior que requería la presencia de oficialidad de marina. En las primeras décadas del siglo del siglo XIX se crearon las alcaldías de mar.
Las principales rutas de navegación de cabotaje eran las que enlazaban el Puerto de La Luz con los embarcaderos del Sur y del Norte de la isla, más los enlaces de los puertos del Oeste y Noroeste con Santa Cruz de Tenerife; hasta que, definitivamente, en la década de 1920, el Puerto de La Luz monopolizó todos los enlaces comerciales con los puertos del Suroeste y estos con sus hinterlands perdieron los mercados con Tenerife.
Puerto de Santa Cruz de Tenerife (Fedac)
De 1852 a 1936 se instalaron en el puerto y ciudad de Las Palmas compañías navieras y financieras extranjeras, en su mayoría británicas. Las carboneras establecidas fueron punto obligado de los vapores en el tránsito marítimo de las metrópolis europeas con sus colonias y mercados de Ultramar. Ellas activaron los cultivos de plátanos, tomates y papas, pero la precaria red de caminos y carreteras insulares no daba respuesta a las comunicaciones que demandaba el nuevo modelo de desarrollo económico. Y así comenzó la época dorada del cabotaje canario y la influencia inglesa en costumbres, economía y deportes. Apareció el célebre cambullón, comercio libre entre la orilla del Puerto de La Luz y los barcos que fondeaban en él.
Los vapores, la revolución del siglo XIX en la navegación, ejercieron una fuerte competencia contra los románticos veleros. A partir de 1913 el servicio interinsular de correos introdujo unos vapores de casco de hierro de unas 500 a 800 tm, los célebres correíllos o vapores negros de La Palma, La Gomera, Viera y Clavijo, etc., que enlazaban todos los puertos históricos insulares con Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria, con una periodicidad primero quincenal y luego semanal. Estos vapores estuvieron en servicio hasta mediados del siglo XX. Uno de estos vapores, La Palma, se conserva gracias a uno de los más interesantes proyectos de la arqueología industrial de Canarias y pronto navegará con una función cultural (ver video).
Por otro lado, mejoró la navegación costera al acoplarse a las falúas y balandras los motores térmicos prediesel. En fin, para las localidades del Norte al Suroeste no había otra alternativa más económica y rápida para el tráfico comercial que las líneas del cabotaje marítimo; por ejemplo, en 1919, el transporte de mercancías sobre bestias entre Las Palmas y Mogán tenía un coste de 30 pesetas los 100 kg, frente a las 1,5 pesetas que ofrecían las navieras.
Por todo ello los puertos históricos, por pequeños que fueran, generaron un gran dinamismo entre finales del siglo XIX y principios del XX, con la presencia de almacenes de empaquetado de plátanos y tomates, mercancías, arrieros, pasajeros, etc.
Sardina del Norte, Puerto de Primera Tierra
Muchas veces los embarques eran complejos pues los barcos fondeaban donde el calado permitía y en lanchas había que realizar las faenas de embarques y desembarques hasta las playas o los embarcaderos, donde eran imprescindibles los hombros de los marineros (con pasajeros, mercancías, carbón, leña, animales, etc.). El ganado vacuno entrañaba un gran peligro pues por su volumen había que llevarlos a nado hasta el fondeo de los barcos con el riesgo de que estos animales podían ahogarse por la entrada del agua desde atrás.
Por último, en este contexto del puertofranquismo, la isla mejoró en señalizaciones marinas con la construcción, entre 1865 y 1897, de faros en La Isleta, Arinaga y Sardina del Norte, con lo que a la figura de trabajos tradicionales en contacto con el mar como pescadores y marineros se unía la del solitario farero.
Conectados con el transporte marítimo estaban las atalayas o vigías que conllevaban un atalayero, vigía o vigilante situado en puntos estratégicos de observación sobre el horizonte marino, por lo general sobre montañas y degolladas. En dichos puntos se observaba el tráfico marítimo y se avisaba a la población sobre la llegada de los barcos de mercancías o enemigos mediante señas de humo, silbos… La toponimia insular aún recoge muchos puntos geográficos que indican la existencia de esta actividad, tales como La Montaña de La Atalaya (Guía-Gáldar) o La Atalaya de Santa Brígida, aparte de otros topónimos iguales -cerca de veinte- en otros municipios con el nombre propio de Atalaya, Atalayilla o Atalayita. Además, se conservan también topónimos similares como El Vigía o La Atalaya del Vigía. Estas atalayas se comunicaban de un punto a otro de la isla, tanto por la costa como por las degolladas del interior, en poco tiempo y probablemente su ubicación fuera muy antigua, desde los tiempos prehistóricos.
Tal era la importancia de nuestros puertos que las primeras carreteras para el tráfico mecanizado a motor, hasta 1936, se trazaron con el objetivo de unir las poblaciones con los puertos por donde entraba y salía todo.
El cabotaje interinsular
Otra historia de nuestro transporte marítimo es el del cabotaje interinsular, la estrecha relación a través de veleros y más tarde buques de vapor entre nuestros puertos. La Aldea, Las Nieves de Agaete y Sardina de Gáldar mantenían estrechas relaciones con Santa Cruz, y de Fuerteventura venían los barcos cargados de cal para todos los puertos canarios, por citar algunos ejemplos.
No hace falta decir la importancia del transporte marítimo para las islas menores o las comarcas aisladas de las mayores. Estos lugares llegaban, en algunos momentos, a quedarse desabastecidos de recursos vitales cuando los temporales por mar se alargaban en el tiempo. Les cuento algo que siempre oí de niño en La Marciega de La Aldea, donde nací, lugar desde el que el mar y Tenerife al fondo es la estampa diaria al Poniente. En una ocasión de malos tiempos seguidos, los barcos dejaron de venir y se pasó mucha necesidad. Los fósforos escasearon y se encarecieron. Cuando el mar recobró la calma y apareció en el horizonte el primer barco con mercancías, de alegría la gente fue comunicándose por silbos desde la costa hasta el pueblo, unos cuatro kilómetros, que el barco llegaba, con la expresión de ¡ya vienen los fósforos! A partir de aquel momento, cuando recalaban barcos al puerto la noticia, bien con silbos o bien de palabra, se notificaba con que el llegaron los fósforos.
Antiguo pescante de Vallehermoso (La Gomera)
Contar las historias, y oírlas también, de nuestros puertos y marineros parece una cosa bonita cuando soslayamos los sinsabores, los accidentes, las penurias… que tenían que afrontarse en determinados momentos, sobre todo cuando las embarcaciones eran frágiles o cuando había que desembarcar mercancías con mares ruines de malos tiempos. Así, por citar algún ejemplo, de significativo impacto en Canarias, señalamos el caso del Esperancilla, que venía del Suroeste cargado de leña buena y frente a la punta de La Soga, cerca de Guguy, un mal tiempo lo hundió el 21 de abril de 1851, ahogándose en este recordado naufragio unas catorce personas. O el caso ocurrido el 21 de junio de 1911 cuando una lancha del vapor Guanche, con seis marineros que faenaban un embarque de frutos en el pescante de Vallehermoso, al Norte de La Gomera, fue golpeada por dos olas seguidas contra las rocas, hundiéndola al instante. Cuatro marineros pudieron llegar a la playa y dos, que no sabían nadar, desaparecieron. El cuerpo de uno lo encontró flotando el vapor Tenerife unos nueve días después en aquellas aguas, y el del joven aldeano Jerónimo Armas apareció más tarde en la costa de El Hierro.
(Foto de portada: Puerto de la Luz de Las Palmas en el embarque de frutos)