Revista n.º 1073 / ISSN 1885-6039

Paisajes en el recuerdo: Tenerife, tan cerca... al alcance de la mano.

Martes, 23 de febrero de 2010
Francisco Suárez Moreno (Cronista Oficial de La Aldea de San Nicolás)
Publicado en el n.º 302

Santa Cruz de Tenerife fue durante siglos el destino de nuestros productos agropecuarios, el lugar de las transacciones comerciales y compras minoristas. Luego, a este puerto llegaban en vapores los primeros tomates que cultivamos, entre finales del siglo XIX y principios del XX, ya que era allí donde la multinacional de Fyffes centralizaba la fruta que reenviaba a Londres.

Una panorámica del municipio de La Aldea (Gran Canaria) con Tenerife al fondo.

 

Recuerdo siendo niño de corta edad, cuando iba para La Marciega (La Aldea de San Nicolás, Gran Canaria) a casa de mi tía Felipa, en las mañanas de los días de calma, brillantes y nítidos, de enero, ver abajo, sobre un mar esmeralda, llano, sin las banderitas blancas del viento alisio, el encanto de la silueta azul de Tenerife, salpicada de casas blancas que nos parecían estar al alcance de la mano o, más a la izquierda, donde la isla iba creciendo en altura y, por este tiempo, cubriéndose de nieve en la parte del Teide. Era un niño, juguetón como todos, pero observador. Recuerdo que en el atarceder, las empinadas montañas de La Gambuecilla se ponían negras y la vista la tornabámos hacia el mar, embelesándonos cómo los celestes, esmeraldas y cianes de la isla de enfrente se tornaban ahora en tonos violáceos, plateados, para continuar con los rojizos y anaranjados, cuando los colores cálidos subían hacia la vertical del cielo y también pintaban las nubes. Cirilita la de Ezequiel El Isleño me decía: Paquito… la virgen está planchando. Al anochecer, vista al mar, por unos momentos los pueblos y sobre todo Santa Cruz, se difuminaban hasta desaparecer; pero… pronto se encendían sus luces, algunas fijas, otras relampagueantes que se fugaban de un lado a otro. Volvía otro encanto, en un barrio donde aún no había llegado la luz eléctrica, el de aquellas luces de Tenerife que ahora parecía estar más cerca. Llegué a soñar muchas veces el estar desde nuestra orilla a pocos pasos de la azulada isla de Tenerife, alcanzarla y visitarla.

  

También nos llegaba de aquella parte de enfrente el sonido familiar de Radio Juventud y Radio Club Tenerife E.A.J.43. Sobre todo años después, cuando la radio se generalizó y llegaron los primeros transitores. Sólo podíamos oír las radios de Santa Cruz, ciudad que nos era muy familiar, como si camináramos por las calles comerciales de Imeldo Serís, Castillo, Rambla de Pulido… y hasta éramos partícipes de sus canciones nostálgicas, como La Vieja Farola del Mar.

 

Panorámica de La Aldea de San Nicolás con el Teide al fondo

 

 

Hoy, más de medio siglo después, casi siempre por enero, vuelvo a contemplar la misma estampa de los intensos blancos y azules de nuestra isla de enfrente, de lo que nunca me canso. Año tras año, repito la misma obturación del paisaje, antes con cámaras analógicas, para cuyo resultado tenía que esperar al revelado en un estudio fotográfico, y ahora con la técnica digital lo obtengo al momento. Y seguimos oyendo la red de emisoras de radio de toda su fachada naciente. Hasta nuestras antenas de televisión, y más ahora con la digital, las enfocamos hacia El Teide.

 

Aparte de mis vivencias y manías de observación, la realidad es que, para nuestra colectividad, Tenerife es algo tan cerca y familiar que forma parte de nuestro patrimonio paisajístico y cultural. Es lo que pretendo exponer en los recuerdos en este capítulo de Paisajes en el recuerdo.

 

La historia de ambas orillas desde Sardina hasta La Aldea o de Santa Cruz hasta Güímar tienen tantas cosas en común. Les cuento algo. Empiezo con el mismo cuento de aquello de Nosotros no somos gentes, somos unos pobrecillos de La Aldea que venimos a comprar camisuelas, cuando hace más de un siglo, a un grupo de aldeanos se les dio el ¡Alto! ¿Qué gente está ahí?, en una noche dentro del puerto de Santa Cruz, cuando dormían esperando para coger el barco de vuelta a La Aldea. Santa Cruz de Tenerife fue durante siglos el destino de nuestros productos agropecuarios, el lugar de las transacciones comerciales y compras minoristas. Luego, a este puerto llegaban en vapores los primeros tomates que cultivamos, entre finales del siglo XIX y principios del XX, ya que era allí donde la multinacional de Fyffes centralizaba la fruta que reenviaba a Londres. Carlos Jaack, cónsul alemán en Santa Cruz a principios del siglo XX, fue el arrendatario de la Hacienda Aldea, el que enseñó por primera vez a los aldeanos a cultivar los tomates, el que construyó el muelle y su almacén.

 

Santa Cruz, en barco, también estaba al alcance de la mano, incluso cuando el alisio daba casi de frente, a cuatro cuartas, con lo que había que bolinear con el velero, es decir, halando las bolinas, con el velamen a rabiar, cuando se iba en dirección a su puerto, desde La Aldea. En unas cuatro horas se avistaba el puerto ciñendo constantemente por babor. De regreso, el viento soplaba a favor; daba por aleta, y con las velas hinchadas, en menos de tres horas se llegaba a La Aldea. Los últimos veleros en hacer esta ruta interinsular fueron el Adán, La Luz… en el que estaban enrolados muchos vecinos a los que conocimos ya ancianos; creo que Abelito Suárez, de La Ladera, fue el último de aquellos marineros de los históricos veleros del cabotaje interinsular. Aquellos enlaces periódicos entre ambas orillas generaron estrechas relaciones hoy poco investigadas. Muchos son los casos de gentes de La Aldea establecidas en Santa Cruz. Por citar algunos ejemplos: el abuelo del Delegado de Gobierno en Canarias, el tinerfeño Segura Clavel, fue uno de los que habían emigrado a Santa Cruz; o algunas familias de marineros que iban y venían, y que buscaban acomodos y trabajos a sus familias, como los Armas Navarro: enrolados en un velero se llevaron a su hermana Francisca para que aprendiera el corte y la confección, siendo durante muchos años una especialista en el pueblo en trajes de hombres.

 

Imagen del Teide nevado desde la playa de La Aldea de San Nicolás

Teide nevado visto desde La Aldea

 

 

Más cosas. Los dueños antiguos de La Aldea, los marqueses de Villanueva del Prado, eran de La Laguna y los arrendatarios o mayordomos casi todos venían de allí, algunos de triste recuerdo, en la segunda mitad del siglo XVIII, por lo explotadores y especuladores que fueron, como Fulgencio Melo y Calzadilla, natural de La Orotava; otros se murieron en La Aldea como José Hidalgo. Siempre suelo decir a mis alumnos cuando pasamos por la Plaza del Adelantado, de La Laguna, frente al palacete de los Nava Grimón o en el Jardín Botánico de Puerto de la Cruz, que fueron levantados con dinero procedente del sudor de nuestros antepasados, medianeros perpetuos de la gran Hacienda de La Aldea, que de pobrecillos aldeanos nada, pues muchos quebraderos de cabeza dieron a esta casa nobiliaria y a los sucesivos dueños del fundo hasta 1927, en que intervino el Estado expropiándoles. Precisamente, en aquellos años finales del Pleito de La Aldea, los aldeanos tuvieron en Santa Cruz y en La Laguna sus mejores aliados, e incluso en los litigios de años atrás. Les explico algún caso: el periódico republicano-progresista de Santa Cruz, El Memorándum, fue el periódico que más apoyó, en toda Canarias, a los aldeanos en el conflictivo ciclo de 1874-1876, que acabó con el asesinato del Secretario Municipal, Diego Remón de la Rosa, quien había sido contratado por el alcalde y a la vez socio del Marqués de Villanueva del Prado, el odiado Marcial Melián, ambos de la vecina isla. En cambio, de grata memoria lo fue fray Albino, el obispo de la diócesis nivariense en la década de 1920, que apoyó en la Corte y en el gobierno de Madrid a los aldeanos, frente a la actitud contraria de nuestro obispo que estaba de parte de los propietarios.

 

Otra de las relaciones entre ambas orillas la ha generado la migración más reciente. Yo recuerdo cuando la crisis de los tomates en los años sesenta del siglo pasado, que se fue tanta gente nuestra a trabajar al sur de Tenerife, como fue el caso de Eladia Oliva, tía de mi padre, que luego se estableció en La Laguna, adonde iban a parar todos los soldados de La Aldea, en los tiempos del Cuartel de Hoya Fría. Hace unos años, recuerdo que el Ayuntamiento de La Aldea organizó un encuentro con esos emigrantes que se fueron para Tenerife, lo que generó una verdadera fiesta en nuestra Plaza o Alameda. Y ya que hablamos de este principal punto de encuentro de nuestro municipio, hoy Plaza Vieja, les cuento que, entre mediados de los años sesenta y muy avanzados los setenta, fueron orquestas de Tenerife las que animaban nuestras verbenas de la Fiesta, tales como la Arafo o la Copacabana, de tan grato recuerdo y amistades que han dejado, incluso en nuestras canciones populares.

 

Los estudios en La Laguna, la enseñanza de Formación Profesional y Secundaria en nuestros institutos han tenido, en el alumnado y profesorado de ambas orillas, también estrechas relaciones que aún siguen vigentes, de lo que se podía hacer otro capítulo, sobre todo en aquellas movidas estudiantiles de los años setenta y ochenta. De ello les digo cuántas veces veíamos por televisión a nuestros estudiantes, chicos y chicas, revolviendo el gallinero de la política y la sociedad laguneras.

 

Historias muchas son de nuestras conexiones con Tenerife, isla que la tenemos siempre en el amanecer o en el ocaso del día, dándonos sobre el mar, las perspectivas naturales más encantadoras, no sólo en estos días de marcada nitidez de la atmósfera que siempre presagia lluvia, sino en las semanas de los equinoccios (mayo y septiembre) que dan los mil colores cálidos, momentos antes de esconderse el sol, de lo que les puedo decir que tengo cientos de clichés fotográficos de esos momentos mágicos, que son de pocos minutos, por lo que hay que andar muy prestos con la cámara fotográfica para captarlos y cuántas imágenes se nos escapan de esos momentos. Colores esos del sol en su momento de languidez que parecen coincidir con el del calor que los seres humanos generamos, de una a otra orilla.

 

 

Publicado previamente en Artevirgo.

 

 

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