Revista n.º 1064 / ISSN 1885-6039

Un escrito de Miguel Sarmiento sobre don Benito Pérez Galdós.

Lunes, 4 de enero de 2010
Antonio Henríquez Jiménez
Publicado en el n.º 295

Hoy traigo a la consideración de los lectores otro texto de Miguel Sarmiento Salom de 1917 en el que se refiere al novelista Benito Pérez Galdós. El motivo de traerlo ahora de nuevo a la luz no es otro que conmemorar el 90 aniversario de la muerte de don Benito y dar otra luz, en lo posible, a algunas de las medias verdades que circulan sobre la biografía del escritor canario.

Benito Pérez Galdós.


 


Pedro Ortiz-Armengol, el último gran biógrafo de don Benito, tuvo la oportunidad de hacer una obra casi definitiva. Otros que han dicho y dicen conocer a Galdós no se han atrevido en el empeño. En el último Congreso Galdosiano alguien habló de la necesidad de acometer de una vez tal trabajo.


Por lo que voy a exponer ahora, posiblemente se deba a la incuria de los informadores grancanarios el que algunos datos de la biografía elaborada por el citado diplomático e investigador sean francamente erróneos.


Afirma el biógrafo que Miguel Sarmiento fue condiscípulo de Galdós (p. 98), circunstancia que no pudo darse, pues Sarmiento nació en 1876 (lo afirma, además, Ortiz Armengol en la p. 61). Galdós, nacido en 1843, empezó a estudiar en el Colegio de San Agustín, según Berkowich, en 1857, y acabó sus estudios en este colegio en la primavera de 1862 (pp. 97-98).


Es algo parecido a lo que el biógrafo citado reprocha a Rafael de Mesa y López, al que su ideología llevó a inventar el hecho de que Galdós presenció la agresión por “don Bartolomé Esteban (sic) Gallardo… a un sacerdote que fue a ayudarle a bien morir, agresión que, según Rafael de Mesa, presenció Galdós, que fue quien se la refirió.” Sigue Ortiz Armengol: “Bartolomé José Gallardo había muerto, como sabemos, en 1852 y Galdós había nacido en 1843 y nunca se habían conocido.” (p. 811).


Miguel Sarmiento no escribe sobre Galdós “en el Diario de Las Palmas al día siguiente de la muerte del escritor”, como afirma el biógrafo en la página 98. Una cosa es que el periódico grancanario, usando de una antigua costumbre que ya le habían afeado muchas veces, publicara aquel día lo que ya había aparecido en otro periódico de la ciudad unos cuatro años antes, firmado por Sarmiento. Diario de Las Palmas no indica la procedencia del escrito. Fue El Tribuno, órgano del Republicanismo Federal de Las Palmas, el que, el 9 de mayo de 1917, miércoles, en la página 1, publicaba el artículo de Sarmiento “Pérez Galdós. Recuerdos de su vida”.


Esta vez no he encontrado la protesta del periódico fundado por Franchy y Roca, por el hecho de que el Diario diera publicidad a un artículo no salido de su Redacción. La razón estriba en que el periódico republicano había caído en la misma desconsideración con el diario barcelonés donde vio por primera vez la luz el artículo en cuestión. Afirmo esto porque las palabras firmadas por Sarmiento tienen todas las evidencias de estar escritas para lectores no canarios. Efectivamente, una búsqueda por los posibles medios en que se expresaba en la Península Miguel Sarmiento dio como resultado encontrar su texto en el periódico barcelonés La Publicidad, el 17 de abril de 1917, en la página 3, con el mismo título con que saldrá en los dos periódicos canarios.


El que recuerda a don Benito “sentado de cara al libro, un codo clavado en el pupitre…” era Rafael Mesa López (el bohemio escritor había desechado hacía tiempo el “de” y la “y” de su apellido), al que unas páginas antes Ortiz Armengol tacha de “biógrafo de no completa fiabilidad por lo irregular de sus datos; dispersos y dudosos a simple vista” (p. 54), “poeta bohemio” (p. 71), “el bohemio Rafael de Mesa” (pp. 149 y 663), “irregular biógrafo” (p. 253).


Rafael Mesa, hijo de Diego Mesa de León, director que fue del Colegio de San Agustín, trae a la curiosidad de Miguel Sarmiento muchos elementos referentes a la infancia de Pérez Galdós.


Cuando las representaciones de Marianela (novela galdosiana, refundida como obra teatral por los hermanos Álvarez Quintero) en el Teatro Novedades de Barcelona, en 1917, Miguel Sarmiento y Rafael Mesa asisten al homenaje ofrecido a Pérez Galdós y a los refundidores de la obra el 16 de abril de 1917. La Vanguardia de Barcelona (17-IV-1917) dice en la nota “Una fiesta íntima. En honor de Galdós y los Quintero”:

 

Por el éxito de Marianela, varios amigos obsequiaron anoche: presididos por ellos se sentaron a la mesa don Ángel Guimerá, Santiago Rusiñol, gobernador civil José Morote, Miguel de los S. Oliver, maestros Serrano, Pahíssa y Pujol, Mauricio Vilumara, Salvador Alarma, Adolfo Marsillach, José Pérez de Rozas, Jorge L. Sagredo, Julio Marial, Carlos Jordana, José María Jordá, Luis Masriera, Juan Marsans, Diego Montaner, Salvador Villaregut, Miguel Sarmiento, Jesús Pinilla, Armando Oliveros y Sres. Cardunets, Galobardas, Bofarull, Vergués, Fuentes, Rivero, Bergés, Mesa, Rodríguez Codolá y otros.

 

 

Ortiz Armengol ofrece datos de esta estancia de Galdós en Barcelona en las páginas 784-785 de su libro, siguiendo las notas del folleto que Rafael Mesa había publicado en Pueyo, Madrid, en 1920 (Don Benito Pérez Galdós. Su familia. Sus mocedades. Su senectud), que viene fechado al final: “17 de Noviembre de 1919”. En la página 785 podemos leer lo que dice Mesa: “También la charla serena y fina de Miguel Sarmiento entretenía al maestro”.


El Tribuno, de Las Palmas de Gran Canaria, publica el 2 de mayo de 1917 un artículo de Carmela Eulate sobre la obra estrenada de Galdós, tomado de La Prensa y datado en “Barcelona, 9 de Abril 917”. En tal día, 9-IV-1917, publica el mismo periódico un telegrama de Barcelona donde notifica el estreno de la obra y el triunfo de Galdós. El día 9 de mayo de ese año, publica el artículo de Miguel Sarmiento objeto de este rescate.


Miguel Sarmiento ya había conocido personalmente a don Benito en 1903, o quizás antes. El hecho cierto es que, con motivo del estreno en Barcelona de Mariucha, visitó al dramaturgo. Así lo cuenta el periódico España de Las Palmas de Gran Canaria el 22 de julio de 1903, miércoles, página. 2, en “El drama de Galdós. Mariucha”:

 

Un compañero nuestro, y colaborador de España, Miguel Sarmiento, visitó en Barcelona al genial dramaturgo Pérez Galdós. El ilustre autor de los Episodios, varios días antes del estreno de Mariucha, le entregó para nosotros un ligero apunte del argumento de su nueva comedia y las escenas finales del acto IV.

 

 

El 30 de julio de 1903, Diario de Las Palmas, en su página 2, publicaba el artículo de Miguel Sarmiento titulado “Mariucha. Comedia en cinco actos de B. Pérez Galdós estrenada en Eldorado”, sin indicar su origen.


Anteriormente, firmando como Miguel C. Sarmiento (la C. esconde su segundo nombre de pila, con el que llegó también a firmar artículos: Casiano), el fino escritor canario había hablado en la prensa sobre obras de Galdós, con atinadas y maduras observaciones sobre la personalidad de don Benito. Así, en 1901, publica un comentario sobre el significado de Electra, obra que aún no ha leído entera, sino que sólo conoce por fragmentos y comentarios de la prensa. Allí manifiesta su espíritu de joven que no quiere saber de componendas. Citará a don Benito muchas veces, en el transcurso de los años, siempre con respeto. Les recomiendo el corto capítulo titulado “Luna lunera…”, del libro póstumo de Miguel Sarmiento Lo que fui. Recuerdos de mis primeros años (Las Palmas, 1927), donde recuerda una visita a Galdós en Madrid, con motivo de la muerte de una de sus hermanas. La memoria lo lleva entonces a sus juegos y correrías infantiles por las azoteas colindantes con la de la casa natal de Galdós, donde se sentía vigilado –al igual que sus colegas– por dos hermanas del escritor, asiduas paseantes por el terrado de su casa, y que se ganaron para la chiquillada el remoquete de “las mironas”.


El texto que rescato no necesita de más explicaciones. El lector descubrirá la soltura y belleza de expresión de Sarmiento, así como multitud de noticias y sabrosas sugerencias. Insisto en que Sarmiento está transcribiendo los recuerdos de Rafael Mesa, algunos de los cuales son desmentidos por la prensa de la época (como el afirmar que, cuando don Benito vino a Las Palmas, lo hizo “sin anunciarse”) y que el texto no se debe tener como escrito “al día siguiente de la muerte del escritor”.

 

 

 

Escrito de La Publicidad de Barcelona y de El Tribuno de Las Palmas de Gran Canaria (abril, mayo de 1917)


Pérez Galdós. Recuerdos de su vida
Miguel Sarmiento

 

Don Benito y su país nativo.– ¡Para siempre!– La gracia nativa.– El drama de un pueblo.– Un olvido de Clarín.– El Hada Casualidad.– El primer colegio de don Benito.– Las divagaciones del señor Pérez.– Vida errabunda.– Los padres y la casa del novelista.– ¡A Madrid!– Frío y nostalgia.– En busca del pasado.– Un amigo fiel y un poeta ignorado.– Paseos.– Mataperrerías de don Benito.

 

Hace algunas noches en el saloncillo de Novedades, le preguntamos a don Benito Pérez Galdós:


–¿Usted, don Benito, no piensa en volver a Canarias?
–¿Yo? ¿A qué he de volver yo a Canarias? –nos respondió. –Mi familia más próxima, mis amigos más íntimos, todos han muerto.


Porque Pérez Galdós es isleño, nacido a muchas millas de Europa, en Las Palmas de Gran Canaria, una ciudad y una isla que, cuando él vio la luz, estaban como fuera del mundo. Las Palmas se envanece de haberle servido de cuna; y aprovecha cualquier ocasión para hacer constar que el autor admirable de Fortunata y Jacinta abrió los ojos por primera vez bajo aquel cielo cuyas brumas tenues y blancas tamizan el sol del Atlántico. Literariamente don Benito es, ante todo, de Castilla; su veta y su genealogía artísticas son del redaño de España. Si algún localismo hubiese que atribuirle, sería el de Madrid. Sus novelas de la Corte son lo mejor de su pluma y de lo mejor también de cuanto se ha escrito modernamente en castellano. Pero hay en todos sus libros, en su donaire para apodar a las gentes y en la sorna con que murmuran de los hijos de su entendimiento excelso, un matiz y como una saturación de la gracia especialísima que los canarios emplean al pintar y comentar sus tipos locales y sus propias costumbres. Frases sueltas, rasgos fugaces, motes gráficos, salpicados en una vida muy diferente de aquélla, y sólo sabidos y comprendidos, en su justo valor, por los que hemos nacido allí. ¿Imagináis ahora el drama de todo pueblo orgulloso de que don Benito sea paisano suyo? ¡Pensar que las páginas de Pérez Galdós encierran únicamente esos atisbos de nuestra isla, y que sólo los canarios somos capaces de aquilatarlos como algo muy exclusivo nuestro!

 

**

 

En su estudio biográfico, acerca de don Benito, dice Clarín que el gran novelista apenas tiene biografía. Cita el lugar y las fechas de su nacimiento, y entra de lleno en lo que podría denominarse la existencia continental de Pérez Galdós. A Leopoldo Alas le interesaba principalmente la personalidad artística del novelista, y se circunscribió a estudiar la formación literaria de éste, a partir de su llegada a la Corte. Hoy don Benito ha sido definitivamente consagrado; y al público, a su público numerosísimo, le interesa cuanto se relaciona con su vida de ahora y de ayer. Pormenores insignificantes que Clarín desdeñó en su crítica demasiado subjetiva y de “aventura” a través de los libros; pero que, acaso, no sean del todo impertinentes, mañana, en un estudio completo sobre el autor de los Episodios.


La casualidad, nombre del hada que protege, en muchas ocasiones, a los que emborronamos cuartillas, me ha llevado a conocer recientemente en Barcelona a Rafael Mesa, escritor canario formado en París, adonde voló desde nuestra isla distante en un arranque de independencia y de avidez espiritual. Este hombre fantástico que ha prologado a nuestros clásicos en la Biblioteca Nelson, y que ha derramado su sangre y ha quedado inválido, en la guerra actual, por amor a Francia, es hijo del director del colegio de San Agustín, donde don Benito estudió la primera enseñanza y el bachiller. Por ahí por esa vereda de la amistad y de los recuerdos arriban estos primeros indicios de una vida vulgar llegada hoy a la plenitud de la gloria. Resurrección de una ciudad y de un tiempo que nosotros apenas conocimos y que adivinamos un día a través de las conversaciones con nuestros “viejos” amados que la muerte se llevó.


Don Benito comenzó sus estudios en el colegio de San Agustín instalado entonces en el local de la Audiencia y después a espaldas del Seminario. El edificio de la Audiencia, trasladada, por aquel tiempo, a Tenerife, es un antiguo ex convento de cantería expropiado en virtud de las leyes de Mendizábal. La calle de San Agustín viene a ser lo más triste del barrio silencioso de Vegueta; y el rincón de la Audiencia, lo más solitario de la calle. Frente al convento, la vía se ensancha y se recoda. Allí se revuelve y aúlla el viento. Allí rebotan, de rincón a rincón, los sones de las campanas. Hasta allí llega el mujido del mar bravo, roto en la playa de guijas tras de la iglesia. Allí, de noche, a la luz de un farol, clavado en la fachada desmantelada del templo, tiemblan siniestramente las sombras. Por allí pasaba yo siempre corriendo cuando niño. Mas el colegio de San Agustín tenía una compensación: las ventanas traseras, abiertas a los huertos de Vegueta y a las vegas de San José, mar de maizales que bajaba desde las laderas de las montañas a la playa; mar ondulante y susurrador, dividido del otro mar turbulento, por el festín de las olas, hervir de lumbres y espumas, batalla eterna del Atlántico y la isla.


Ante una de esas ventanas, tuvo quizás don Benito sus primeras divagaciones de novelista. No era un estudiante revoltoso ni un estudiante inepto: era, sencillamente, un estudiante distraído. Sentado de cara al libro, un codo clavado en el pupitre y la barba apoyada en la mano, se pasaba las horas balanceándose de izquierda a derecha, sin chistar, ni mirar al texto, con el alma ausente, quién sabe dónde. De tarde en tarde, la voz de don Diego Mesa interrumpía sus viajes imaginarios.


–¡Señor Pérez, estudie!


El señor Pérez bajaba los ojos, leía tres o cuatro renglones, hasta que una mosca o una nube se llevaba tras de sí el alma andariega. Entonces le llamaba Pérez sin el aditamento de ningún otro apellido. El Pérez Galdós vino después, con sus primeros triunfos en Madrid, y con las gestiones de su familia que han recabado la contracción de ambos apellidos, sin advertir, quizás, que la gloria personal de esos nombres no es transferible. Ya entonces, don Benito cultivaba la caricatura, anuncio del inagotable humorismo con que, al correr de los años, había de describir, maravillosamente, toda la España contemporánea: burócratas hueros, sablistas astutos, héroes sin recompensa, santos desconocidos, ídolos populares, labriegos, reyes, granujas. El Director del colegio, don Diego Mesa, presintió el mérito de aquel muchacho ensimismado; y guardó sus dibujos y sus planas cuya diversidad de trazos y asuntos indica los paréntesis de tantas divagaciones.


No era revoltoso. Gustábale, sí, vagabundear por la ciudad y sus alrededores. No paraba nunca en casa. Complacíase más que en hablar, en escuchar el palique de otras personas. Seducíale ir con sus amigachos, a la descubierta de la vida, con ese afán del documento humano, que con el tiempo, al acometer la formidable labor de los Episodios, le impulsó a peregrinar, fuera de camino, por muchos rincones de España.


El padre de don Benito era propietario. La familia de don Benito conserva aún la casa de la calle de Cano, donde nació el novelista, y la finca del Monte Lentiscal en la que el estudiante pasó más de un estío en andanzas por los montes. Por allí, por aquellas tierras volcánicas famosas por sus mostos, anduvo desterrado y en conjuras contra el régimen de España el general Prim a quien más tarde había de consagrar Pérez Galdós uno de sus libros y una de sus admiraciones más fervientes.


Al terminar el bachillerato, a los diez y siete o diez y ocho años de edad, don Benito partió hacia Madrid. Emprender una carrera significaba entonces –mucho más que ahora– un gran sacrificio para nosotros, los isleños. La carrera imponía en aquel tiempo una larga ausencia y gastos muy costosos. Salir de Canarias, abandonar la familia, dejar la casa, requerían un esfuerzo de voluntad y una vocación firme. Y don Benito los tuvo. Soñaba con ser… abogado.


Se fue y se avecindó en Madrid; el frío y la nostalgia le acorralaron en las casas de huéspedes; aprobó dos años de la carrera de Derecho; trocó el aula por las tertulias de café; sustituyó los libros de texto con los libros de vaga y amena literatura; se metió en política; vivió huido por liberal; fue diputado por Puerto Rico; llamó a su made y a sus hermanos a la Corte; trabajó, triunfó, conoció la popularidad; supo lo que es la gloria. Y al cabo de muchos años, en plena fama, volvió a la isla…

 

**

 

Volvió en busca del pasado. Llegó sin anunciarse y se sustrajo a toda su exhibición. Quiso y logró que le dejaran andar a sus anchas por los lugares que frecuentara cuando niño. Muchos de sus compañeros de la niñez se habían ido a las “Plataneras” (el cementerio); otros, cohibidos por el prestigio del novelista, se retrajeron respetuosamente de su trato. Mas hubo uno, el maestro Joaquín Gutiérrez, que no retrocedió ante la celebridad de don Benito. En él encontró el novelista una compañía fiel y una admiración que rayó en idolatría. Era Joaquín Gutiérrez hombre popular en Gran Canaria: carpintero, latonero y, sobre todo, discutidor incansable. Siempre entre dos copas, rompía a hablar, a lo mejor de la discusión, en endecasílabos. Cuando se le subían los humos a la cabeza, olvidábase de su admiración por Galdós y aseguraba que entre el mérito de don Benito y su propio mérito no había más que una cuestión de recursos: que don Benito se había ilustrado en Madrid, y que él, el maestro Gutiérrez, se había quedado en poeta local, sin editor, por falta de fortuna.


Con aquel hombre que acabó por imitar hasta su paso y su gesto, visitó Pérez Galdós la ciudad y sus alrededores; con él halló la pista de otros amigos; con él recordó sus travesuras de estudiante; con él, a diario, a puesta de sol, se iba a sentar en los Poyos del Obispo, más allá del barrio de San José, en la carretera de Telde. El camino pasa al pie del caserío colgado de las vertientes de la montaña; de la carretera al mar ondulan los platanales de San José, la vega amiga, campo de las divagaciones infantiles del escritor. Entre las plataneras, junto al mar, relucen, blancas, a la luz del crepúsculo, las tapias del cementerio: el pasado.


Una tarde, en compañía con el maestro Joaquín Gutiérrez, en los Poyos del Obispo, tuvo don Benito una ocurrencia diabólica. Pasaban por allí, camino de la ciudad, unas magas con cestas de huevos a la cabeza. A don Benito le brincó el alma en el cuerpo; y se empeñó en recordar sus mataperrerías de muchacho.


–Oye, Joaquín –le preguntó a su compañero–, ¿serías capaz de hacer tropezar a una de esas magas? Ten cuidado, no se haga daño. Yo pagaré el estropicio.


Al poeta le faltó tiempo para complacer a don Benito: echó mano a una de las mujeres; alzó ésta los brazos, y los huevos se hicieron una tortilla en el camino. Las mujeres pusieron el grito en el cielo y los injuriaron, hasta que don Benito pagó, peseta por peseta, la mercancía.


Y los dos amigos, vueltos momentáneamente a la infancia, regresaron riéndose a la ciudad. Y frente al Cuarto de las Cachuchas –el cuartelillo– miraron de reojo y apretaron el paso, como en los días felices, cuando los municipales les adivinaban en los ojos las intenciones.

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Hoy el maestro Joaquín Gutiérrez “duerme” sus copas y sus endecasílabos en las “Plataneras”. ¿A qué volver a la isla, si don Benito no ha de encontrar en Las Palmas lo que se busca más allá del aplauso y de la gloria, el cariño que le quiso porque sí?

 

Miguel Sarmiento.

 

 

 

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