Revista n.º 1065 / ISSN 1885-6039

Juan Téllez López (Jutelo).

Jueves, 23 de diciembre de 2010
Antonio Henríquez Jiménez
Publicado en el n.º 345

Hoy rescatamos a un curiosísimo personaje del ambiente intelectual grancanario de comienzos del siglo XX. Un funcionario peninsular que, como otros, dedicaban sus ratos libres a escribir en la prensa del momento.

Juan Téllez López.

 

El rescate de hoy va de uno de los funcionarios peninsulares que vino destinado a las Islas por no mucho tiempo y que dejó huella cultural aquí. En otro rescate hablé de uno de ellos, Melitón Gutiérrez Castro (este estuvo hasta poco después de la guerra incivil). Ya vendrán otros dos, Antonio Goya (Interventor de la Sucursal del Banco de España en Las Palmas) y un magistrado proveniente de Venezuela, llamado Miguel Sánchez Pesquera. Cada uno tenía sus ocupaciones profesionales, pero dedicaban sus ocios a escribir, en la prensa sobre todo, ya como poetas, traductores, periodistas, cuentistas, etc. Trajeron sus gustos literarios a nuestra tierra y arraigaron en el ambiente. Todos ellos portaban una curiosidad grande por otras literaturas y otros modos de pensar; y traducían poemas, narraciones, artículos de autores extranjeros. Esta curiosidad también despertó la de sus lectores, que veían en sus trabajos otras visiones, otros modos de interpretar la realidad. Su práctica no dejó indiferente a un buen grupo de nuestros autores, pues los cuatro tuvieron, unos más que otros, relación con el cogollo de nuestros mejores intelectuales de comienzos del siglo XX (Domingo Rivero, Franchy y Roca, Francisco González Díaz, los Hermanos Millares, Tomás Morales, Alonso Quesada, Saulo Torón, los hermanos Sarmiento Salom, Fray Lesco, etc.).

 

El autor del que hoy hablo era un militar veterinario, nacido en Madrid en 1878 y muerto allí mismo en 1915, que había dejado su cátedra de Fisiología e Higiene de la Escuela Veterinaria de Santiago de Compostela por 1901 para dedicarse a la vida militar, por lo visto más estimulante para este madrileño, hijo también de veterinario (Juan Téllez y Vicens, que fuera Catedrático de Patología en la Escuela de Veterinaria de León). Se llamó Juan Téllez y López. A veces firmaba sin la “y”; y muchas veces con el acrónimo de su nombre y apellidos, como Jutelo, con una simple T., o con una J.

 

Después de estar en la guerra de Marruecos (1908), llega a Las Palmas en 1909 y se irá en 1911, primero –parece– a Mar Pequeña, y luego a Madrid, donde ascendería a capitán. Ya lo cité en el Rescate sobre Unamuno, cuando decía que fue quien sugirió el nombre del escritor vasco en la Sociedad El Recreo del Puerto de La Luz para que viniera de mantenedor a los Juegos Florales de 1910. Él se encargó de formular la petición al rector de Salamanca. Lo que a primera vista se me aparecía como un farol, publicado en la prensa por él mismo, se confirma por la correspondencia de Unamuno con los miembros de la sociedad porteña y las cartas de Téllez que se conservan en el archivo de Unamuno (entidad a la que agradezco el envío de esta correspondencia).

 

Al llegar a Las Palmas, ya traía un buen bagaje de publicaciones de su especialidad, y muchas colaboraciones en la prensa nacional, sobre todo en el Diario Universal de Madrid, del cual era redactor. Allí publicaba desde finales de 1907 una sección corta de temas de actualidad, la mayoría bajo el rótulo de “Notas al margen”. También reseñaba libros que le parecían interesantes. Siempre estuvo obsesionado con la cultura popular, por transmitir a los menos favorecidos los conocimientos fundamentales de la Humanidad.

 

Estando en Santiago de Compostela (1901), da cursos a Sociedades de obreros sobre “extensión popular de Fisiología e Higiene”. El rector de la Universidad gallega no le permite que estos cursos se celebren en los recintos de la institución, dilatando el permiso al comunicar la petición del joven catedrático al Ministerio del ramo. Téllez pedirá entonces consejo a Unamuno, informándole de que las sociedades obreras estaban dispuestas a armar ruido si la Universidad no accedía a lo soliciado.

 

En 1908 publicó una Enciclopedia de cultura general. Según carta a Unamuno, ha “trabajado en ellas diez años; son el producto de las lecturas de toda mi vida, de mi observación personal y de mi amor a la cultura.” Insistió en que Unamuno le hiciese un prólogo que nunca llegó, al parecer por diferencias de criterios, pues Unamuno le censuraba su sectarismo, el materialismo que trasminaba la obra y que atacara a San Agustín, a la Iglesia y a Hegel. Ya sabemos que Unamuno censuraba todo lo que oliera a francés, y no miraba, por tanto, con predilección a los enciclopedistas. Hablando de su obra, Téllez se justifica ante el Rector diciéndole:

 

 

En mis estudios, jamás he seguido el sistema de los seminarios que consiste en estudiar las opiniones contrarias al catolicismo en los libros ortodoxos. Inclinado por afición, por carácter y aun por mi profesión al realismo y a la escuela naturalista, me son familiares los libros principales de exégesis y de teología, leo con mucha frecuencia los místicos y conozco bastante bien la Biblia. Y precisamente mi afán constante ha sido siempre no caer en el cientificismo de que usted me habla, ni en el artisticismo ni en ningún género de especialismo que considero como el mayor mal de la intelectualidad española. Mi cultura será pobre, poco extensa y poco intensa; pero no es coja; al menos así lo creo y lo quiero.

 

 

En la propaganda de la obra en la prensa, aparecía la siguiente nota que lo califica: “El autor […] hace constar en el prólogo su distinción entre lo que llama el catolicismo de índice o sectario y el catolicismo amplio y tolerante, y advierte lealmente cómo su Enciclopedia no se ha escrito para los católicos de fervorosa intransigencia.”

 

A los pocos meses de estar en Casablanca (en agosto de 1908), escribe un artículo en La Vanguardia de Barcelona donde pone de manifiesto su espíritu emprendedor y abierto. Entre otras cosas, presenta alguna solución al estado de cosas que allí encuentra, como lo es el dedicar esfuerzos a una institución que ya funcionaba en Madrid (venida de las experiencias del Ruskin Hall de Oxford y de Bardoux en Francia): la Universidad Popular, una empresa sin formalismos, ni papeleos, donde se ofrecieran a los habitantes de aquellas tierras los rudimentos de la cultura, el conocimiento de los idiomas español y árabe, el estudio del territorio, etc.

 

La prensa madrileña de la época está llena de anuncios de la Universidad Popular, donde se presentan conferencias sobre todo tipo de temas y clases prácticas de mecanografía, taquigrafía, idiomas, etc. Entre los colaboradores de aquella empresa aparecen los nombres de Enrique Díez-Canedo, Ángel Vegue y Goldoni, González Blanco, Mariano Miguel del Val, que los curiosos por lo nuestro identificarán como amigos de Tomás Morales, por ejemplo. El entusiasmo por aquella empresa cultural lo manifiesta Téllez de la siguiente manera a Unamuno:

 

 

¿No le parece hermoso el proyecto de fundar una escuela de cultura general, sin togas, ni mucetas, ni birretes, ni medallas, ni bedeles, ni secretaría, ni exámenes, pero con proyecciones, visitas a los museos, lecturas explicadas, excursiones, audiciones, etc., etc., con cursos de cultura elemental y superior y especial para mujeres u obreros y hasta especialísima para sabios? En fin, bastante le he molestado ya. Cuando hablo de estas cosas no sé acabar. Estoy loco de entusiasmo y hay muchas noches que no puedo dormir.

 

 

Al llegar Téllez a Las Palmas, funda aquí esa Universidad Popular, que riega de conferencias las escuelas, sociedades e instituciones de la ciudad. Desde abril a agosto de 1910 es Redactor-Jefe, activísimo, de un efímero periódico, España, resurrección de una anterior cabecera, propiedad de Arturo Sarmiento Salom (primero fue diario católico tradicionalista (1897), luego diario de información y noticias simplemente (1902 y en su resurrección de 1910). Sabemos que su director propietario fue, también en 1910, Arturo Sarmiento Salom, porque nos lo cuenta Alonso Quesada, disfrazado de Gil Arribato, en “Confesiones de periodistas. Mi vida a saltos locos” (El Tribuno, 12-XI-1913):

 

 

Téllez López, Juan Sintes, Lorenzo Hidalgo y el pobre Manolito Macías, resucitamos con Arturo Sarmiento España. Pudo ser un gran periódico, pero no lo fue porque nos lo bebimos en cerveza. En los últimos días, Téllez, que era periodista de Madrid, se ordenó tirano, y Macías, que no pudo tolerar tiranías de nadie, se le puso enfrente agresivo y feroz. Hubo lucha. Manolito después murió de aquel modo horrible. La casa quedó vacía. No había dinero, solo deudas. Arturo se negó, e hizo bien, a seguir imprimiendo el periódico, y vino la lógica desbandada.

 

 

El carácter vivo y franco de Téllez López es patente en sus escritos. Queda confirmado, además, por la anterior cita de Rafael Romero. En el Rescate en que presentaba un texto de Melitón Gutiérrez Castro, ya comentaba también la viveza de aquel Curioso Impertinente.

 

Arturo Sarmiento no aparece, en 1910, nunca como director de España (en la cabecera solo aparece el nombre del Redactor-Jefe), sino con algún que otro artículo firmado con su nombre y, sin lugar a dudas, con otros escritos firmados con seudónimo que no he sido capaz de descubrir. También aparece algún escrito de un compañero de las primeras singladuras de España, en el que arremete contra la inoperancia de una de las instituciones de más ringorrango de Las Palmas. Posiblemente, el que sería por los años 20 secretario del ayuntamiento de Las Palmas tendría algún cargo oficial, como funcionario de la Junta de Obras del Puerto (en 1910 era, además, profesor de la Escuela de Comercio), que le aconsejaría no aparecer como director del periódico. Con más razón, cuando este se manifestaba más cercano a las ideas de Franchy y Roca que a la de los liberales leoninos que gobernaban entonces la ciudad y la isla.

 

Recuerdo que en 1910 se producen en el Puerto de La Luz varias huelgas de trabajadores que son tratadas con bastante claridad por el periódico España, poniéndose de parte de las tesis de Franchy. Las campañas principales del periódico descubren muchos de los puntos flacos de la política de los liberales de León y Castillo en las islas. Es interesante la insistencia en presentar el gravísimo estado de la escuela primaria pública de Las Palmas y de la isla entera. A esto se añade que este periódico presenta todo lo que emanaba de las instituciones nacionales (Gobierno, Congreso, etc.) acerca de la enseñanza, y que no he visto ni recogido ni tratado con la misma atención en la prensa isleña de la misma época. Incluso llega a presentar interesantísimas propuestas educativas del gobierno de Chile, y Téllez escribe en “Ciencia y Arte” un artículo titulado “La Jauja de los pedagogos”, días después de su retirada del periódico como Redactor-Jefe, donde podemos leer entre líneas las denuncias a nuestra situación. Tal retirada fue debida a las presiones de las “fuerzas vivas” del país, a las que no interesaba que se hiciesen explícitas ciertas realidades. Véase más adelante parte del valiente escrito en que explica su cese del cargo en el periódico. Siguió colaborando en la publicación, hasta que cierra, casi un mes más tarde.

 

A los diez meses de su estancia en Las Palmas publica en el Heraldo de Madrid un artículo donde analiza lo del “separatismo en Canarias”, y evidencia situaciones que no se le ocurren a los poderes públicos (ni de allá, ni de acá). Como siempre, ofrece sus soluciones, que, de seguro, levantarían las sonrisas sardónicas de los interesados en que los asuntos siguieran como estaban.

 

Intelectuales canarios en el homenaje a Salvador Rueda.

Algunos intelectuales, canarios varios de ellos, en el homenaje a Salvador Rueda.

Téllez es el primero por la izquierda, de pie, detrás de Tomás Morales, sentado (Foto: Fedac)

 

Después de marcharse destinado a Madrid en 1911, continúa en la prensa de Las Palmas con una colaboración casi semanal en el periódico más zaherido por el suyo, Diario de Las Palmas. Hombre hábil, se puso al lado de las tesis divisionistas y se preparó el terreno con un artículo laudatorio hacia León y Castillo. En su “Carta de Madrid” daba noticias de la marcha de las discusiones del “problema canario” en el Congreso. Estas “Cartas” van dejando paso a sus comentarios de “Ciencia y Arte”, que se habían hecho cotidianos en España de 1910.

 

En la sección del periódico España “Ciencia y Arte”, así como en los envíos posteriores a Diario de Las Palmas, comentaba cuanto de novedoso hubiera, ya se tratara de los nuevos descubrimientos, como del polonio; o de la importancia del radio en las predicciones de la lluvia; como de la eugenesia (llamada hoy eutanasia) que se aprestaba a discutir el Reichstadt alemán. Para demostrar que esa idea no era moderna, no tiene empacho en presentar la traducción de un texto del autor latino Valerio Máximo donde hablaba de la costumbre de los marselleses de tomar un veneno cuando estaban agobiados no solo por la enfermedad, sino por la felicidad. Se ve que estaba al día de la prensa y revistas extranjeras, sobre todo francesas, de donde saca muchos motivos de sus comunicaciones, y presenta traducciones suyas, novedosas, de autores como Flaubert o Ibsen. Yo creo que no hubo periódico en España que presentara más fragmentos en castellano de Nietzsche o Schopenhauer que España de 1910. También aparecen textos traducidos de John Ruskin, y otros autores. Me queda por consultar las traducciones de aquella época de estos escritores, para poder confirmar si también hacía las traducciones del alemán o del inglés. En esto se parece a lo que hacía el anteriormente mencionado Antonio Goya desde los periódicos de Franchy, sobre todo, de 1897 a 1903. Muchas páginas sobre teósofos hay en esa sección, de los cuales yo no había oído hablar. También está atento a comunicar la concesión del Nobel a Tagore, constituyendo la casi totalidad de su escrito uno de los poemas del poeta indio.

 

Extraña un comentario suyo sobre la parisina Biblioteca Alcan, “tan calumniada por los que encuentran más cómodo censurar y despreciar las cosas que molestarse en conocerlas”, ya que sabemos la malísima opinión que su idolatrado Unamuno ofrecía cada vez que se le presentaba ocasión hablar de dicha empresa editorial.

 

Durante su estancia en Las Palmas publica un “Elogio elegiaco de una biblioteca”. Se refiere a la del Gabinete Literario. Dice:

 

 

El día en que, fuera de Las Palmas, me pregunten qué me ha gustado más de la ciudad, no me acodaré seguramente de su clima, ni de sus calles, ni de su puerto, como de esa biblioteca admirable a la que debo tantos y tan largos ratos de placer intelectual. Gracias a ella principalmente vivo en Las Palmas casi como vivía en Madrid. No he encontrado en sus armarios a todos mis amigos; pero sí a los suficientes para no verme privado del ordinario alimento de mi espíritu. Sería un desagradecido si no hiciese un acto público de cariño a esa colección de libros tan primorosamente formada.

 

 

En una segunda parte del artículo explica por qué el elogio es “elegiaco” y ofrece a la institución una curiosísima colaboración. Su reflexión no tiene desperdicio.

 

También era aficionado a la buena música, y hay en su periódico unas reseñas de conciertos que, aunque sin firmar, lo delatan en seguida. Incluso se enzarza con otro reseñista de otro medio por cuestiones de apreciación musical. Viendo siempre el carácter pedagógico de todas las manifestaciones de arte, al constatar la escasa asistencia a un concierto de la Filarmónica, dice lo siguiente:

 

 

Muy poca gente. En palcos y butacas, tres docenas de bellas y algunos más caballeros. En las alturas, nadie. ¿Es creíble que en una ciudad como Las Palmas no haya entre la gente del pueblo ningún aficionado a la música y tan pocos entre las demás clases? Yo no puedo creerlo; pero si así fuera, es preciso hacer con todo el mundo lo que el Sr. Franchy ha hecho con los obreros. ¡Cuantos años de labor constante no le habrá costado asociarlos y que se convenzan de las ventajas de la asociación! Pues lo mismo hay que hacer en esto de la música; el pueblo no es responsable de su falta de afición a estas cosas elevadas porque nadie se ha preocupado de despertar en él esa afición.

 

 

Sí quiero presentar los motivos por los que dice dimitir de Redactor-Jefe del periódico, en agosto de 1910, para que se vea cómo la prensa nunca parece haber sido libre en esta nuestras islas, sino que fue –es y será– como unos espejuelos para que veamos la realidad como quieren que la veamos. El artículo se llama “Pro domo mea” y, entre otras cosas, dice:

 

 

Causas de mi decisión. Muy sencillas. Me gusta hablar claro y no acudiré al cómodo recurso de la falta de tiempo, de la escasa salud, de las muchas ocupaciones, etc.
     Soy periodista, puede decirse, desde que me salieron los dientes; pero periodista de los periódicos de Madrid, en que cada uno dice las cosas que quiere y las dice como quiere. Mal acostumbrado, sin duda, he impreso en este periódico un desgaire, una acometividad, incompatibles con los eufemismos donde la gente se ve todos los días. Mi manía, porque manía puede llamarse, por la cultura me ha llevado a censurar de un modo vehemente cosas que, en otras circunstancias, me hubieran hecho sonreír. Mis intenciones han sido mal interpretadas; bromas mías sin importancia se han echado a mala parte. Y como la injusticia me hiere mucho, daría, sin poderlo remediar, un carácter agresivo a una publicación que deseo viva muchos años y la haría antipática al público que ha de mantenerla.
     Y todo ¿para qué? Si yo creyera que, continuando en mi puesto, habría de conseguir algo, seguiría, aun a riesgo de tenerme que romper las narices con dos o tres individuos y de hacerme antipático al pueblo de Las Palmas. Pero estoy seguro de que nada conseguiría, sino disgustarme y disgustar a los demás. Después de todo, como decía Sancho, lo que no has de comer, déjalo cocer.
     De hoy en adelante, ni una palabra de censura ha de salir de mi pecadora pluma. Todo cuanto en Las Palmas existe y todo cuanto suceda, ha de parecerme bien, perfectamente bien. ¡All right! Siempre es peligroso meterse a redentor; pero más aun cuando se anda cerca de la edad en que a Cristo le crucificaron. Seguiré escribiendo en el periódico, pero confinado en mi sección “Ciencia y Arte”, mientras esta sección no moleste a los señores. Haré también algún artículo; pero inocente como las cándidas palomas de la plaza de Santa Ana. De todo lo demás no soy responsable.
     Sólo me resta dar las gracias a los muchos que me han animado en mis campañas y decir como Unamuno en su conferencia: Ya ven ustedes que no es tan fiero el león como lo pintan.

 

 

Salud, pues, a los señores. Por hoy ya está bien. Espero que el nombre de Juan Téllez López aparezca en la próxima edición del Diccionario biográfico de literatos, científicos y artistas militares españoles, y en el de Periodistas canarios. Cuando publique sus cartas con Unamuno, será el momento de hablar más de él, y citar las veces que he encontrado el nombre del pensador en sus escritos de prensa.

 

Presento de Juan Téllez López un cuento futurista escrito en 1901, pero vuelto a publicar en Las Palmas en mayo de 1910; el artículo que manda a La Vanguardia de Barcelona, desde Casablanca, contando sus experiencias y asombros a los pocos meses de estar destinado en Marruecos, donde da una lección de cómo enfrentarse a lo nuevo y de su curiosidad intelectual. Algunas ideas y expresiones no tienen hoy vigencia, pero en su conjunto opino que el texto es valioso y merece ser leído hoy, por lo que dice y por cómo lo dice. También, abusando de la paciencia del lector, presento un texto en que habla de su “impresión” ante las fiestas del Pino de Teror, que puede servirnos para ver el ambiente de época, antes de llegar la institucionalización (¿la falsedad?) de la fiesta.

 

 

 

EL HIJO DE LA MUERTE1

 

Los que vivieron en el siglo XXX no tenían más que una preocupación; encontrar algo grandioso, sublime que sobrepujara a todo lo conocido y que dejara en mantillas a los descubrimientos prodigiosos que había heredado de los siglos anteriores.

     Corría ya el año 2950 y nada…, por más que los talentos más grandes de la época no salían de los laboratorios, el tiempo implacable pasaba y era de temer que no se encontrara aquella especie de piedra filosofal.

     ¿Cómo –se decían– será posible que los pigmeos del siglo XIX descubrieran los ferrocarriles, la navegación por el vapor, el telégrafo, y tantas otras cosas…; los del siglo XX la navegación aérea, la comunicación con Marte…; los del siglo XXV, la combustión del agua, la transmisión cerebral…; y nosotros no hayamos podido dejar a nuestros descendientes nada digno de la Civilización y del Progreso actuales? ¿Va a ser el siglo XXX un siglo estéril?

     No es de extrañar, pues, la emoción indescriptible que produjo en todos los ánimos la siguiente noticia de la Gaceta de la Federación Terrestre, periódico que se publicaba en Tokio:

 

“El descubrimiento del siglo. ¡Por fin!”

Comunican de Ursóplis, de la ciudad occidental que en épocas anteriores se llamó Madrid, que el dinamista número 1.821.896 ha descubierto el medio de que la vida sea eterna. Su procedimiento consiste en la inyección hipodérmica de un líquido que da al organismo la aptitud de tomar la energía directamente del medio, sin necesidad del alimento: por consiguiente no habrá desasimilación y desde la inyección de la linfa vital, cada cuerpo conservará su actual substancia para siempre.
¡Honor a Ursópolis, al dinamista 1.821.896 y al Siglo XXX que ha suprimido la muerte!

 

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Calcúlese la emoción de nuestros tataranietos, y el deseo que en cada uno de ellos se desarrollaría de hacerse inmediatamente la inyección por miedo a que cualquier vil pulmonía diera al traste con ellos antes de ser inmortales. Se organizaron inmediatamente trenes aéreos baratos, inmensos trenes botijos que de todos los puntos de la tierra se encaminaban a Ursópolis; mas como bastaba una gota pequeñísima para cada persona, y cada uno podía inoculársela con un alfiler simplemente, a los seis u ocho días toda la humanidad se había inmortalizado.

     Como primera providencia cerráronse todos los establecimientos en que se vendían artículos de comer y beber y dejaron de trabajar el cincuenta por ciento de las personas: los agricultores, industriales y comerciantes se dedicaron a divertirse todo lo posible… Pero ¿cabe la dicha completa en esta deleznable tierra? En medio de la alegría inmensa que en todos producía la seguridad de no morir, sentíase un malestar extraño, la nostalgia de la mesa…

     El placer grandísimo (grandísimo, sí; no seamos hipócritas) de sentarse rodeado de la familia, ante una mesa bien servida; de cortar un trozo de carne y ponerlo en el plato…, de dividirlo en trocitos, con el cuchillo y el tenedor e ir trasegándolo seguidamente…, el gusto de tomar una sopa bien caliente…, de beber un vaso de vino; el placer inmenso de sorber una taza de café mientras brilla el alcohol en la copita de cognac y se saborea el tabaco de un buen cigarro…; las expansiones familiares a que da pretexto la comida, los piscolabis con los amigos, las golosinas y extraordinarios con que se celebran las fiestas…; todo esto se había ido con el invento del dinamista…

     Pero con ser mucho, no era nada en comparación de lo que pasó después; el aparato digestivo, falto de funcionalidad, fue reduciéndose cada vez más y acabó por desaparecer. Las mandíbulas y los dientes se cayeron y la boca desapareció y con ella, el nido de los besos, y la hermosura femenina; se atrofiaron el estómago, los intestinos, el hígado; y en aquellos individuos el vientre retrocedió hasta la columna vertebral, quedando las mujeres convertidas en galgos y los hombres en lagartijas…; y ¡adiós conversaciones científicas, artísticas, amorosas…; adiós discursos, discusiones, enseñanza…; adiós citas de amor!

     ¡De qué buena gana hubieran retrocedido aquellos desgraciados! Pero no era tiempo; la linfa era como las leyes; no tenía efecto retroactivo.

     Como no había desasimilación, se atrofiaron todos los aparatos excretores; y desaparecida la necesidad de absorber oxígeno y expulsar ácido carbónico, se acabó la respiración y con ella el pecho; la misma marcha siguieron la sangre, el corazón, los vasos y por lo tanto la médula espinal, el bulbo, el mesencéfalo… Se atrofiaron los huesos y ¡adiós locomoción, escritura, imprenta, trabajo!

     Con la sangre, marchó la reproducción y por consiguiente el sexo; ya todos eran absolutamente iguales; ya no había hombres ni mujeres, ni ancianos, ni criaturas; ya era imposible el amor, el placer de los placeres…. La igualdad más absoluta reinaba en el mundo; el género humano se había quedado reducido a millones de seres incapaces de moverse y que sentían como antes. Para que el martirio fuera mayor, les quedaba la memoria, la terrible memoria que recordaba a todos los inmensos placeres que habían perdido; y la imaginación, la espantosa imaginación que les martirizaba presentándoles, con un furor insano de todos los instantes, la palabra “eternidad”… ¡Sí! La muerte no existía y siempre vivirían… ¡Cruel sarcasmo!

     Por dicha, los animales fueron comiéndose tranquilamente aquellos cerebros que parecían nacidos en el suelo como plantas de una flora nueva y la humanidad desapareció en castigo de soberbia por haberse opuesto con su orgullo infinito al precepto divino: “Todo es hecho de polvo y al polvo ha de volver…”

     Y cuando el último cerebro desapareció en las fauces de un gato, Dios permitió que pronunciara las palabras siguientes:

     “Por haber querido vivir siempre hemos matado el placer, el placer es el hijo de la muerte.”

 

 

 

IMPRESIONES DE MARRUECOS. LA MURALLA2

 

Parecerá inverosímil lo que voy a decir, pero, por desgracia, es absolutamente cierto. Tres meses llevo tratando a los españoles residentes en Casablanca –algunos viven en la población veinte o treinta años– y no he podido conseguir que me canten una canción mora, que me digan el nombre de los accidentes del terreno, que me den nociones exactas de las costumbres bereberes ni que me ayuden a penetrar en un interior musulmán. A tal punto llegan en su ignorancia de todo a lo que los indígenas se refiere, que no he encontrado “uno siguiera” que sepa el año de la Hégira en que estamos; y, ¡cosa inaudita!, la mayor parte han oído de mis labios, por primera vez en su vida, que las torres de las mezquitas se llaman minaretes, y que el moro que canta desde ellas se llama el “muecín”. Lo mismo que les sucede a los españoles, les ocurre a los franceses, a los ingleses y a los alemanes, y lo que pasa en Casablanca, pasa en Rabat, en Mogador, en Safi y en Tánger. Los europeos de Marruecos viven yuxtapuestos a los indígenas, sin tener con ellos otras relaciones que las indispensables para el cambio de productos; carecen en absoluto de todo instinto científico y artístico, y les importa un bledo la vida mental de los moros, sus costumbres, su modo de ver las cosas, su religión y sus diversiones.

     Ninguno ha leído el Corán, ni ha procurado enterarse de la filosofía y de la literatura musulmanas, ni se visita con los naturales del país. Cuando ha llegado a la ciudad ha entablado relaciones con los demás europeos, dejando a los hebreos en su Mellah y a los moros en su Tenaquer. Un hebreo, como no sea rico, y un moro, aunque lo sea, no es más que un instrumento, una máquina que vende barato, que compra caro y que regala para ser protegido.

     El resto es indiferente. Con tal de que trabaje y comercie, ¿qué importa su atraso mental, sus ideas respecto a la mujer, su triste vida de continua explotación por el Sultán, por los amines y por los jeques y su resistencia al progreso? ¿No dispone Europa, cuando esta resistencia es excesiva, de sus fusiles y de sus cañones para imponer la civilización? ¿Es que un moro es realmente un hombre?

     Si no diera ganas de llorar, sería cosa de risa el asombro que se pinta en el rostro de estos europeos cuando se les interroga sobre ciertos detalles de interés científico o artístico. ¿Qué nos importará la forma de la cabeza en los chauias, o sus monumentos funerarios, o lo que hacen dentro de las mezquitas o lo que cantan, o el nombre que dan a las constelaciones y a los accidentes del terreno? ¿Son estas cosas, acaso, pieles o granos, lanas o monedas? Ocupémonos de lo nuestro y dejémosles lo suyo, siempre que no nos perjudique. Si son felices o no, allá ellos… Y para ayudarles a ser dichosos, enseñemos a estos desdichados a jugar, a emborracharse y a padecer esas enfermedades cuyo nombre no puede figurar en la cuarta plana de los periódicos.

     ¿Os parece inverosímil, exagerado? Pues no lo es. Entre las colonias europeas y los moros hay una muralla de mampostería que no permite ver, ni oír, ni relacionarse cerebros y corazones, Por encima de la muralla pasan productos, dinero, y, algunas veces, balas y bombas; pero no pueden pasar las ideas ni los sentimientos.

     Si nuestro idioma la atraviesa, es por la maravillosa fuerza de expansión que afortunadamente posee; no porque los españoles se hayan preocupado de enseñarlo a los moros ni a los hebreos.

     ¡Predicar en desierto! Ya lo sé. Pero, ¡soñemos, alma, soñemos! Este Mohgreb admirable, que, bajo un cielo espléndido, posee maravillosos tesoros, verdes praderas, fauna riquísima y una fuerte raza, dotada de grandes sentimientos, que se manifiestan en sus melodías, en sus edificios polícromos y en todas sus obras; este imperio, que es nuestro, porque en él viven los descendientes de los moros y de los hebreos españoles y porque en él se habla nuestro idioma, podría ser otra España si hubiera en la España actual quien se preocupara de derribar esa muralla terrible… Bien está que el Ejército, el Comercio y aun los frailes, sirvan de introductores, pero con todo esto no se penetra en el alma de un pueblo, no se le transforma; no se le pone a nuestro nivel…

     Hay en Marruecos una obra gigantesca, una gran labor que realizar digna de la patria de Don Quijote: devolver a los moros la cultura que ellos nos dieron cuando Córdoba era la metrópoli intelectual del mundo. En cada ciudad del imperio, al menos en Tánger, en Casablanca y en Tetuán, debería crearse un gran centro de enseñanza, una especie de Universidad popular, sin embelecos burocráticos; pero con personal joven, entusiasta, culto y bien retribuido, cuya misión sería aprender bien el árabe, enseñar el idioma nacional, atraer a los naturales del país con audiciones fonográficas serias, con proyecciones de cinematógrafo, con pequeños Museos, con lecturas y “aun con dinero”, para inculcar en sus espíritus los primeros rudimentos de la cultura, y, por último, estudiar a fondo, y en todos sentidos, el Mohgreb, casi ignorado hoy por nosotros. La obra, sin dada, sería lenta; cuán grande y productiva! Y ¡cuán digna de España, sobre todo!

     Porque de la misma manera que una familia de buenos sentimientos no tiene derecho, moralmente, a ver con indiferencia que unos vecinos se mueran de hambre y de ignorancia, una nación culta no debe consentir que el pueblo más próximo viva en un estado de casi salvajismo. Pero este estado no se modifica con ferrocarriles, con telégrafos y con teléfonos “para los europeos”, sino con instituciones de cultura “para los indígenas”. Apoderarse de un terreno, edificar en él una casa suntuosa y no preocuparse del antiguo dueño más que para venderle o comprarle productos, dejándole que siga viviendo sin vivir, será muy civilizador, pero no es humano. Y nosotros no podemos ignorar que a nuestras puertas, al otro lado del Estrecho, hay un pueblo cuyos hombres son esclavos de los caprichos de uno solo, y son a su vez déspotas en su casa, que pueden disponer a su antojo de la vida de sus mujeres. ¡No! Queramos o no queramos, tenemos que ver y oír lo que en el Mohgreb ocurra, porque es un país vecino y porque sus naturales son carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; y para eso, es preciso derribar con las armas de la cultura esa muralla impenetrable que nos separa y que está edificada con los prejuicios y con la ignorancia de cinco siglos…

 

 

 

 

DESDE GRAN CANARIA. LA VIRGEN DEL PINO3

 

A raíz de la conquista de Gran Canaria por los españoles apareció en un pino de la villa de Teror una imagen de la Virgen. Al lado del milagroso árbol se construyó un santuario, y todos los años, el 8 de Septiembre, se celebra en ese santuario la romería más típica y concurrida de Canarias.

 

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Para ir a Teror, que está a más de 500 metros sobre el nivel de Las Palmas, hay que meterse en un viejísimo y destartalado coche, que llaman “de hora”, y que debería llamarse “de las cuatro horas”, pues algo más de doscientos cuarenta minutos tarda en salvar las cuatro leguas escasas de distancia entre la suidá y la villa. Pero apenas se sienten las molestias del viaje. A medida que se ascienden y se recorren las infinitas vueltas y revueltas de la carretera, van quedando atrás los arenales y los pelados riscos de Las Palmas y apareciendo cañadas deliciosas, por cuyo fondo corre el agua entre verdes praderas. Y cuando a la vista del viajero se presenta el valle de Teror, con sus casitas blancas, sus maizales, sus arroyos y todo su encanto misterioso e indefinible, una sensación de frescura, de quietud, de paz, invade el espíritu…

     En medio del valle, el pueblo; un buen pueblo castellano, fuerte y rudo como los que rodean a la Sierra de Gredos o a la Peña de Francia con sus calles empinadas, con su suelo de agudos guijarros, con sus árboles tras de los muros recios, con su santuario enorme y su enorme convento.

     Y de ese santuario y de ese convento, sendos relojes que dan todos los cuartos y repiten las horas, os advierten que la vida pasa y pasa, implacables, y en los intervalos, un campaneo incesante os recuerda que la muerte llega “tan callando”...

 

**

 

A las diez de la noche, el silencio es imponente. La luz, la única luz de la plaza se apaga. Hay en el cielo, en el aire, en los campos, ese algo inefable de la noche en plena Naturaleza, lejos de los artificios de la civilización… Una estrella que corre, una luz que parpadea en las tinieblas, una voz lejana, el chirrido de un grillo… Y en medio de esa obscuridad y de ese silencio surge del santuario un coro de voces…

 

Altísimo Señor,
que supiste juntar…

 

– ¿Qué es? –preguntamos a la mujer que nos sirve.

– La adoración nocturna –nos contesta.

 

     Y luego comienza a contarnos cosas estupendas, milagros de la Virgen y del Niño. Hace años hubo fuego en la iglesia; y la imagen se salvó sola, huyendo de lugar en que estaba a otro respetado por las llamas. En la huida milagrosa perdió un dedo, y ha sido imposible pegársele. Una monja del convento, estando cosiendo un vestido del Niño, le pinchó sin querer, y él comenzó a llorar, quejándose amargamente.

     Yo no sé cómo será una peregrinación en Lourdes; pero estoy seguro de que en ella no habrá más fe, más entusiasmo. Es una locura. Desde la tarde anterior al día de la fiesta, millares de personas, hombres robustos, mujeres, ancianos, niños, acuden desde todos los puntos de la isla, la mayor parte a pie. A la vista del santuario tiran una docena de cohetes; llegan después a la puerta de la iglesia, se arrodillan con una vela en la mano y van así hasta el altar de la Virgen. Allí besan el suelo, se quedan en cruz, en éxtasis, como iluminados, y vuelven a la puerta del templo para arrodillarse de nuevo y repetir la ofrenda. Algunas mujeres llevan niños en los brazos; otras dan tres, cuatro o más vueltas al santuario: muchas atraviesan de rodillas la plaza, y me han referido que hace años el obispo hubo de prohibir que los peregrinos siguieran en esta postura a la procesión por las calles.

     El espectáculo es conmovedor; aquel hormiguero humano que va y viene de rodillas durante horas y horas; los rostros de los peregrinos; su actitud hierática ante el altar; la fe con que depositan su ofrenda –en dos días recoge la Virgen más de seis mil pesetas– parecen cosas de otros tiempos. Y de otros tiempos parece un buen cura que en un sermón nos explicó que, así como el hijo debe ser esclavo de su padre y no tiene derecho a discutir jamás sus órdenes, y el súbdito debe ser esclavo de sus gobernantes, sin que estos tengan que dar nunca cuenta de sus actos, el cristiano debe ser esclavo de la Iglesia y obedecerla ciegamente, sin meterse jamás a averiguar el porqué de sus decretos.

     Y luego, esos millares de personas se difunden por los caminos, cantando dispuestos a volver al año siguiente y repetir:

 

Gracias a Dios que ha llegado
gracias a Dios que llegué
a visitar a la Virgen
para besarle los pies.

 

     Otros cantares tan ingenuos y sencillos como este:

 

Viva nuestra reunión
y que vivan los presentes
y también los aüsentes
y que viva nuestra unión.

 

     Un rincón como Teror parece soñado por Fray Luis.

 

 

 

Notas

 

1. España, 22-V-1910, domingo, p. 1: “Cuentos del Domingo. El hijo de la muerte”. Con La nota siguiente: “Este cuento fue escrito y publicado en 1901; pero no he querido tocarlo porque creo, con Benavente, que una vez publicado, el autor tiene la obligación de dejar sus obras como las hizo.”

2. La Vanguardia (Barcelona), 2-VIII-1908.

3. Las Canarias y nuestras posesiones africanas (Madrid), 24-IX-1910.

 

 

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