Una tenacidad que explica su resistencia a ser asimilado por la urbe y a mantener su ayuntamiento propio hasta 1911; una identidad que, aunque hoy transformada por la destrucción de parte del barrio y el desarraigo cultural característico de su absorción por una gran ciudad, hizo pervivir en la historia a lo largo de las centurias un orgullo y una conciencia de pertenencia a un colectivo singular y específico en una ciudad de mayorías mulatas. Los sancarleños eran por antonomasia en el sur dominicano los isleños, un conglomerado cultural perfectamente definido e identificado en el cosmos de una sociedad mestiza como la dominicana.
La historia de San Carlos de Tenerife
La historia de San Carlos da comienzo en 1684 con la arribada de 97 familias, un total de 543 personas, desde las Islas Canarias, conducidos en buques del sevillano Ignacio Pérez Caro a cambio de privilegios mercantiles y el cargo de Capitán General de la Isla. La falta de salubridad afectó sobremanera a los recién llegados. En los primeros momentos hubo intención de distribuirlos por todo el territorio, pero luego se decidió concentrarlos en un solo punto, El Higuerito o El Higuero, a seis leguas de la capital, que se convertiría en el primer emplazamiento de la villa de San Carlos de Tenerife. Al principio se consideraba idóneo e incluso se le había señalado tierras para su ejido y se le habían suministrado dinero, maíz, hachas y herramientas y se había erigido su ayuntamiento. Mas, al poco tiempo, estalló en ella una grave epidemia que si no salimos con toda brevedad de aquel sitio perecemos todos1. Era la viruela, que cobró 126 víctimas y dejó en mermadas condiciones al resto. Los supervivientes deambulaban por la capital sustentándose en malvivir con el acarreo de leña de los montes y con la alimentación a base de frutas silvestres. La Corona instó al gobernador a busca otro emplazamiento.
Finalmente se eligió por ellos mismos para su fundación el lugar que consideraron más idóneo, un promontorio cercano a Santo Domingo, que prácticamente delimitaba con sus murallas en contra de la opinión del cabildo capitalino, que deseaba su distribución entre los barrios de San Antón, San Miguel y San Lázaro. Pese a ese objetivo encubierto de la elite capitalina de controlar la nueva población encuadrándola bajo su control, San Carlos sería la única localidad del contorno de Santo Domingo que contará con jurisdicción y cabildo propio. El 18 de mayo de 1688 ya estaba constituido en ayuntamiento. Sólo la decidida intervención de la Audiencia hizo prevalecer los intereses poblacionistas de la Corona frente al afán detentador de tierras de la elite capitalina, que alegaba derechos de propiedad imaginarios, nacidos de su ansia de rapiña de tierras, que le posibilitaba su control del cabildo y sus lazos y relaciones con el poder militar y los magistrados, a pesar de su latente incapacidad de rentabilizarlas.
Pese a tales obstáculos, San Carlos siguió expandiéndose con su propio crecimiento vegetativo y con el asentamiento en él de nuevas familias procedentes de las Islas Canarias.
El clérigo estaba mostrando dos características consustanciales a la nueva localidad; por un lado, su carácter de campesinos pobres sin medios para mostrarse como blancos dentro de una ciudad en la que la mayoría de la población era mulata y los de su color eran las clases privilegiadas; y por otro, ante tal integración, por tal posición social, se veían necesariamente abocados a la integración, el mestizaje y la asimilación. De ahí que la pervivencia como villa de agricultores humildes, pero sin mezcla, era la única forma de preservación de tal estatus. Ese carácter diferencial lo mostraron abiertamente con la importación desde el Archipiélago de una imagen de su Patrona, la Virgen de Candelaria, notoriamente blanca, pese a que su original era negro.
Un nuevo intento capitalino de desmantelamiento en plena Guerra de Sucesión austriaca
Un nuevo dictamen, el del ingeniero Félix Prosperi, puso de nuevo en 1735 en la picota al pueblo de San Carlos de Tenerife. Nació de la constante presión de la elite capitalina por extinguir una jurisdicción delante de sus mismas miras, como él mismo reconoció en su informe. Para ella era, como diría de nuevo el técnico, en una frase que hemos visto reiteradamente proclamada, un padrastro al tiro de mosquete de la plaza de Santo Domingo. Con tales argumentos, enmarcados en la Guerra de La Oreja, el cabildo de Santo Domingo obtuvo del Monarca, expedida por vía reservada, la Real Cédula de 16 de agosto de 1742 que aprobaba la demolición de San Carlos. Pero, afortunadamente para los isleños, la aplicación de tal decisión en pleno conflicto bélico podría ocasionar serios contratiempos y una activa oposición de sus vecinos, que la desaconsejaba totalmente. Por carta de 15 de octubre de 1743 el Capitán General Pedro Zorrilla especificó al Consejo de Indias las razones que le llevaron a no ponerla en ejecución. La decisión inicial del Capitán General y de la Audiencia de avalar la necesidad de la subsistencia de San Carlos, y su aprobación finalmente por el Consejo de Indias, culminaba y daba sentencia final a la materialización de lo obvio, contra la que se había resistido con todo tipo de armas y pretextos el cabildo de Santo Domingo, por no tener delante de su vista, en pleno corazón de sus dominios, un pueblo de labradores blancos con personalidad jurídica propia, con un territorio judicial y político determinado en el que no podían entrar, y siempre dispuesto a defender sus derechos e intereses. El crecimiento de San Carlos era ya incontrovertible y su carácter como sostén alimenticio para la subsistencia de la capital era más que evidente. Dar marcha atrás era ya sumamente pernicioso y de consecuencias fatales en todos los órdenes, por lo que tenía que imponer la única decisión viable: la permanencia de la villa de San Carlos.
Los actos celebrados para conmemorar la proclamación de Fernando VI como rey mostraron en 1746 la identidad diferenciada de San Carlos. Coincidiendo con la fiesta de su Patrona, el 2 de febrero, se celebraron tales festejos en la villa. En la crónica redactada por el escribano del cabildo de Santo Domingo, el tinerfeño Domingo Martínez de Velasco, se reflejó que en la tarde del 1 no se hicieron fiestas en esta ciudad a causa de haber transitado muchos de sus moradores, nobles y plebeyos de ambos sexos al pueblo de San Carlos de Tenerife, extramuros de ella, para más solemnizar la Real Aclamación que tenían dispuesta sus vecinos canarios, la que éstos practicaron con el mayor lucimiento que pudo caber en un pueblo tan corto, que apenas llega al número de 150 vecinos, y éstos todos labradores pobres. Hizo oficio de Alférez Mayor el alférez José Martínez Fajardo, o bien fuese por ser el más acomodado para poder sostener y desempeñar en la villa en tan grande y glorioso oficio, como lo hizo, o para acreditarse más amante vasallo de Su Majestad que los otros vecinos de ella2.
Avenida en el San Carlos de Tenerife actual (www.skyscrapercity.com)
La tarde del 2 de febrero, coincidiendo con la festividad de su Patrona -como decíamos-, Nuestra Señora de Candelaria, los canarios vecinos de la villa de San Carlos entraron en la ciudad con una marcha muy lucida trayendo un jardín de flores con su jardinero y un navío fabricado sobre ruedas secretas tan bien construidos que sólo su materia y tamaño los hacían fingidos. Los que venían dentro lo conducían de modo que parecía andaba el uno y navegaba el otro por sí mismos. Traía el navío para mayor engaño de las vistas figuradas las ondas del mar en unos lienzos que pendían de sus cintas inferiores y cubrían hacia aquella parte todo el vaso, como si en ellas se sostuviese la nave. Llegando, pues, a las casas concejiles donde estaba la Corte, hizo el navío salva con los cañones de artillería que, a proporción de su tamaño montaba, haciendo lo mismo la Compañía con los fusiles. El jardinero y un marinero que representaba ser el capitán del navío recitaron loas dedicando el obsequio a las Reales majestades y desembarcando una tropa de los navegantes. Jugaron airosamente una contradanza con espadas desnudas y otras dentro de la nave. Cantaron muchos versos del asunto al son de violines y dando muchos vítores al Rey acometieron al Castillo fingido en la plaza, dándole una carga cerrada con los fusiles y haciendo salva el navío con sus cañones, a que respondió el castillo con sus pedreros, en cuyos juegos se ocupó la tarde alegremente3. El texto no tiene desperdicio porque aúna varios elementos por los que los canarios de San Carlos muestran ante el cabildo de la ciudad, cuya jurisdicción ha querido suprimir, y ante sus vecinos, sus rasgos de identidad diferenciada, que era lo que a toda costa querían defender y hacer prevalecer. En el día de su Patrona exhiben por un lado su carácter de pueblo de campesinos con el jardín como símbolo y, por otro, sus manifestaciones festivas propias. Las carretas en forma de barcos conducidos por bueyes, los milicianos vestidos en forma de librea, que luchan contra los del castillo en una batalla naval, las loas cantadas a la Virgen y en este caso a los Reyes, los bailes de espadas de los matachines... Todos eran elementos característicos de la fiesta del Noreste de Tenerife, de donde procedían la mayoría de los fundadores de San Carlos, y que expresaban la lucha entre el bien y el mal que simbolizaba la librea en su diálogo entre el Castillo y la Nave4. Con ellos mostraban a los pobladores de la urbe los rasgos de su idiosincrasia que los identificaban y los distinguían de los capitalinos.
Su consolidación como centro de abastecimiento de Santo Domingo
San Carlos siguió creciendo en población de forma significativa a lo largo del siglo XVIII, convertido en pueblo agrícola suministrador de frijoles, casabe, maíz y arroz a la capital. Nuevos inmigrantes procedentes de las Islas Canarias dieron su sello peculiar en el marco capitalino a la villa de los isleños. Su procedencia tinerfeña y particularmente lagunera fue uno de sus componentes que les diferenciaba de otras regiones del Santo Domingo colonial en la que predominaban otras islas o estaba más repartido. Sobre 1785, Walton definió a sus pobladores, que situó en torno a esa misma cifra, como los más trabajadores de la isla. Sus áreas de cultivo se ufanaban otrora de bellos jardines, aunque la tierra no era de la mejor calidad5.
Notas
1. GUTIÉRREZ ESCUDERO, A. “Vicisitudes de una villa de canarios en La Española: San Carlos de Tenerife, 1684-1750”. IX CHCA. Las Palmas, 1992. Tomo I, p. 710.
2. A.G.I.S.D. 941. Actos de la proclamación de Fernando VII en Santo Domingo. 1746.
3. A.G.I.S.D. 941. Actos de la proclamación de Fernando VII en Santo Domingo. 1746.
4. HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, M. Fiestas y creencias...
5. WALTON, W. Op. cit. Tomo I, pp. 126-127.
Foto de portada: detalle de un mapa del siglo XVIII de la República Dominicana.