Don Antonio Molina González cuenta con 86 años de edad. Vive actualmente en el Camino El Trazo (La Caridad, Tacoronte). En una casa que levantó en un solar que le cedió su suegro: tenía veinte duros cuando empecé a hacer dos colgadicitos, dos cuartitos. Cuenta con el calor de sus seis hijos, cinco mujeres y un hombre, y con el de su esposa, natural de Guamasa, doña Amelia Bacallado Díaz, convaleciente de tanto y tanto trabajar, con quien contrajo matrimonio cuando nuestro personaje contaba con 25 años de edad. Les dan sombra las grandes y esbeltas acacias que plantó hace años y que han querido talar, oponiéndose: el día que me muera, que las corten.
Su infancia, en compañía de los padres y sus ocho hermanos, discurrió en El Portezuelo (Tegueste). No fue a la escuela. El sistema educativo nunca ha entendido que en el campo los hijos tienen que ayudar a sus padres. Y porque, según sus propias palabras, hablando verdad no había ni escuelas, soy analfabeto porque no me mandaron a la escuela cuando era chico; no había escuelas, no había medios. Desde los 11 a los 14 años trabajó en la cantera de don Bartolo, descalzo, ganando una peseta al día: hasta casi oscureciendo; antes no se trabajaba ocho horas, tenía yo diecisiete o dieciocho años cuando pegaron las ocho horas. Ahora bien, siempre ha sido consciente de lo que significa saber. Cuando contaba con 20 ó 21 años, él y otros compañeros contrataron a un señor para que les diera clases: lo que quiera que aprendí, lo aprendí con él, a defenderme un poco. Años después luchó denodadamente para que su único hijo varón se instruyera.
Según nos relató, la guía de su vida ha sido la agricultura, el trabajo del campo, siguiendo la estela y el ejemplo marcado por su padre. Cuando tenía catorce años de edad se trasladó a San Lázaro (La Laguna), a la casa de su tío y padrino don Pedro Molina González, en el tiempo en el que se respetaba dicha figura y a quien se pedía la bendición. A los veinte años marchó con sus padres a la finca de don Lázaro Álvarez en La Caridad, acompañado de todos sus hijos: ayuntó a los nueve cuando estuvo de medianero. Hemos escuchado decir, en repetidas ocasiones, que la riqueza de los pobres eran los hijos, por cuanto podían coger, siendo varios, propiedades de gran tamaño. Años después, personalmente, ejerció como medianero, guayero o encargado en otras grandes fincas en las que llegó a cultivarse avena, chochos, trigo, centeno, millo, papas, viña..., además de contar con verduras para la casa, uno o más cochinos productores de carne y manteca, y gallinas que inicialmente se tenían sueltas y más tarde -cuando avanzaron los años- en corrales: porque se metían a destrozar.
En un tipo de agricultura como la que hemos brevemente despuntado, la tenencia de animales era esencial. Entre otras cosas por el estiércol, motor de la vida en el campo, elaborado, principalmente, a partir de deyecciones vacunas. Tuvo en sus comienzos una novilla. Y más tarde, cuando le dieron en arriendo una finca en el Camino El Trazo, una yunta de vacas, animales que le costaron siete mil pesetas. El estiércol fertilizaba los terrenos propios y, cuando era sobrado, una parte llegó a venderse. Las vacas -por promesa, tradición...- las llevaba al San Antonio de la ermita de San Juan en Tacoronte, enyugadas, rateadas (atadas por la cabeza), e incluso sueltas, a través de unas vías de comunicación tan distintas a las actuales.
Todo el trabajo llevado a cabo no era suficiente, por lo que debía complementarse con otras ocupaciones: yo me levantaba de madrugada a segar la hierba [a mano, primero con hoz; más tarde, después de la guerra, con guadaña] pa que mi mujer la recogiera. Fue peón yesista, peón de maestro albañil, encargado de obra, pesador de papas, comprador de hierba destinada a hacer estiércol para fincas de tomates, comprando papas, marchante de ganado: compré hasta burros y caballos pa volverlos a vender. Y vacas que nunca llegó a arigonar: yo compraba una vaca con arigón y se lo quitaba, antes de llegar a mi casa se lo quitaba, me parecía feo aquello; a los toros sí (...) yo las enseñaba una con otra que supiera. Llegó a tener treinta y tres reses vacunas, animales que sellaron y acompañaron su discurrir vital: cuando sacaron la última vaca, me dio una fatiga; y mi mujer me dijo: "¿qué te pasa?"; yo le contesté: "nada, nada".
Por su amplio sentido de la laboriosidad y la responsabilidad, se pujaba muy alta su contratación. E incluso en dos ocasiones se dirigieron a él para que fuera a trabajar a Venezuela, pagándole inclusive el viaje, en una época en la que tal hecho era tan corriente y común: tenía vacas, tenía mis hijos (...) de aquí se fue mucha gente, pero vinieron sin un duro.
Pero también la época de don Antonio Molina fue tiempo de desigualdades e, inclusive, de denotada pobreza. Conversamos sobre las mujeres que venían a recoger papas de grelo, a rebuscar trigo, chochos...: usted decía eso no puede ser, niños chiquititos y todo, ahí no se escondía nadie. Recoger bostas del camino para echárselas a la tierra. Y hasta quienes recurrían al canto para hacer olvidar el hambre: unos parientes míos no tener que comer y cantando (...).
Contrastando ayer y hoy, hizo referencia al acusado retroceso agrícola y ganadero: hoy no se ve más que casas y bardos de zarzas. Afirmando que contempla mal el mundo presente, golpeado por el hambre y la miseria, tan salpicado por el conformismo y la vida cómoda, consideraciones difíciles de comprender para quien tanto faenó: hoy me pongo a pensar la gente comprando ropa pa botarla y antes no se podía ni comprar, antes se rompía uno la ropa y había que coserla (…). Aquí hay gente que no le va a trabajar la tierra ni por Dios, y tienen necesidad.
A don Antonio Molina le avala su memoria. La palabra viva y sincera de quien ha padecido difíciles circunstancias: he estado en la muerte, me han operado cinco veces. Se ha expresado en condición de trabajador incansable al que le dolían las penas ajenas, vigilante atento de un horizonte próximo y diáfano: su propia familia.
Artículo publicado en El Baleo nº 55.