Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Santa Brígida, tierra de escritores y poetas.

Domingo, 14 de Noviembre de 2010
Pedro Socorro Santana (Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida)
Publicado en el número 339

... Y así, desde diversos rumbos y con distintos sueños, la proverbial armonía que destila Santa Brígida, fruto de la sabia interacción del hombre y la Naturaleza, ha sido inspiración para artistas, escritores y poetas que un día decidieron quedarse o morir en ella.

 

Desde diversos rumbos y sobre diversos medios arriba el viajero a Santa Brígida. Es posible que alguno ignore el tiempo que va a permanecer, y cabe suponer que otro igualmente desconozca dónde se va a hospedar, pero a todos cautiva este pueblo cercano a la ciudad, donde la belleza de la Naturaleza ha dejado en el mismo corazón del Monte huellas imborrables.

 

Numerosos naturalistas y botánicos, atraídos por la fama del volcán Vandama y la belleza de la comarca, la visitaron, analizaron y publicaron sus observaciones en libros y revistas de países europeos. Uno de aquellos viajeros, a lomos de caballerías y proveniente de la Corte, hace su entrada en La Vega después de atravesar una invisible frontera, casi imperceptible pero cierta. Estamos en 1799 y aquel personaje de perfil anguloso llega a la hacienda de San José, propiedad del capitán Pedro Bravo de Laguna y Huertas. Se trata de José de Viera y Clavijo (1731-1813), un inquieto clérigo, primer historiador de Canarias, poeta y botánico. Cuenta la tradición que él mismo plantó las viejas encinas que dan sombra a la hacienda y tan feliz debía de estar allí que a la quinta de su amigo dedicó un poema que empieza así:

 

 

Ved aquí un paraíso sin serpiente
Donde no hay fruta al gusto prohibida
Donde todo árbol es árbol de vida,
Su Adán agricultor, su Eva inocente.

 

 

Cerca de allí, en medio de las frondas del Lentiscal que, aunque menguadas ya en 1818, bosque aún era, los hermanos Pérez Macías, uno subteniente de las milicias y el otro capellán, construyen una hacienda sobre las cenizas del volcán de Vandama. Allí, entre viñas y huertas, Benito Pérez Galdós (1843-1920) soñaba en los felices años de su adolescencia junto a la Caldera. Apenas tiene ocho años cuando al resguardo de una epidemia del cólera que amenaza a la isla en 1851, construye un castillo con trozos de madera y papel que hoy decora una de las estancias de aquella casa solariega, como testimonio de la afición y aptitudes que acreditó don Benito desde pequeño en sus prolongados retiros en El Monte.

 

Monte Arriba, por el viejo camino ya convertido en carretera, un frágil oficinista, contable en una firma inglesa, llega en el verano de 1925. Viaja acomodado en el coche de hora junto a su esposa y su pequeña hija, en busca de un aire más puro para sus débiles pulmones. Una casa de alquiler en la Plaza Doña Luisa es su meta. Y es que una tuberculosis galopante anda minándole la existencia a Alonso Quesada, el insigne poeta de El lino de los sueños. Allí, en medio del decaimiento de la enfermedad, corrige los últimos detalles de Los caminos dispersos, un poemario que es presentado al Premio Nacional de Literatura. Y aunque su nombre suena entre los miembros del jurado, el premio recae finalmente en Marinero en Tierra, la obra de otro gran poeta, gaditano él, llamado Rafael Alberti. Y en aquella modesta casa expira el cronista de la ciudad junto a su amigo Saulo Torón, otro buen poeta. Sus pulmones dejaron de admitir el aire que lo arañaban. Treinta y nueve años tenía este creador de poesías irónicas, impregnadas de una fuerte melancolía y de pesimismo, reflejo de su vida.

 

 Alonso Quesada                                    Francisco Morales Padrón                             Rafael Mesa y López

 

Dos años antes, 1923, había nacido en una casita cercana a la parroquia el hijo de un carpintero y una ama de casa. La vivienda tiene su entrada por la calle de Enmedio, pero se asoma a la vía principal del pueblo, a través de un balcón desde el que ve la Cabalgata de los Reyes Magos, las procesiones, los entierros, las fiestas y los primeros desfiles patrióticos al llegar la guerra. Francisco Morales Padrón se llama aquel niño, cuyas vivencias en la villa, cuando todavía vestía pantalón corto, relata en su Adviento de adolescencia; una declaración de amor a su pueblo natal de este hijo ilustre, que desde su estancia en Sevilla ha enriquecido incalculablemente la historia de España y de toda América.

 

Pero mientras unos se van, otros son los que regresan. Alguien debe sentir añoranza de su tierra. Es Rafael Mesa y López (1885-1924), que comienza en las trincheras Las luces de la noche sin fin cuando actuaba como voluntario de guerra contra los alemanes. Gran parte de su infancia la pasó en la casa familiar de El Monte, propiedad de su hermano, el político. Pero un buen día se embarca Rafael y tanto reside en Madrid como en París, Buenos Aires o Montevideo. Anchos son los horizontes de este escritor bohemio, de gran temperamento y palabra combativa que, tras una vida andariega, muere en la inmundicia en su propia ciudad, sin poder desarrollar las inmensas posibilidades que tenía. Rafael es, se define él, un periodista de nervio, atiborrado de palabras y de empuje, capaz de escribir su propia nota necrológica un año antes de morir, aprovechando el día de los Inocentes.

 

En plena posguerra llega también al pueblo una mujer poeta. Asunción se llama pero todos la conocen por Chona Madera (1901-1980). La Fonda Melián, frente al viejo reloj de la Heredad, se convierte en la residencia temporal de esta dama solitaria que hechizó el silencio en su obra El volcado silencio (1944). El único vivo es el silencio. En aquella habitación de severo mobiliario, abierta al patio interior por donde la luz desciende igual que en una Anunciación, la incansable mano fatiga la pluma para escribir las más profundas composiciones poéticas: Mi presencia más clara (1950), Las estancias vacías (1961) o La voz que me desvela (1965), muchas de ellas impregnadas por el paso irreversible del tiempo de lo que no fue, pero pudo haber sido.

 

  Chona Madera                          Juan del Río Ayala                          Manuel Socorro Pérez

 

Por esos años, y en busca del sosiego y la tranquilidad de que aún gozaba la villa, fabrica su casa y echa raíces el escritor que un día dio nombre a un colegio: Juan del Río Ayala (1904-1969). Santa Brígida lo elige como su primer Cronista Oficial debido a su gran inquietud por la historia, la arqueología, las costumbres y por ser un gran conocedor del alma canaria, a la que colma de poemas: La Flor de la Maljurada (1955), La Leyenda de Ibaya (1963) y, cómo no, su afamada obra teatral sobre la conquista, Tirma (1945), convertida más tarde en película, rodada en Gran Canaria y protagonizada por Silvana Pampanini, Marcelo Mastroianni, Gustavo Rojo y José María Lado, entre otros.

 

En una casa de campo vecina a la suya, que también asoma a la carretera ya asfaltada, vive la familia del presbítero Manuel Socorro Pérez (1894-1979), teólogo y doctor en Filosofía, que nace en Cueva Grande, en La Vega de San Mateo, en donde transcurren sus primeros años de escuela. Al tiempo que es director del Instituto de Las Palmas, en la ciudad, el profesor Socorro comienza a escribir numerosas novelas, entre ellas Marcela (1970), cuya protagonista es una niña muy inquieta que desde la nada se licencia en Derecho, rompiendo con la rutina de las mujeres del pueblo ansiosas sólo de contar pronto con novios. Tiene igual nombre que la otra Marcela del Quijote, a quien Manuel Socorro, silencioso e introvertido, dedicó sus trabajos más relevantes: La Ínsula de Sancho en el reino de Don Quijote (1948) o El Mar en la vida y las obras de Cervantes (1952).

 

Por otros rumbos de Santa Brígida vio la primera luz del sol otro de los poetas más representativos de nuestra tierra: Andrés Sánchez Robayna nace en una casa de El Tejar, rodeado de naranjos, flores y ñameras. 1952 es la fecha. Desde su cuna se ve la casa natal y solariega del ya conocido pintor Colacho Massieu (1876-1954), lugar donde también se cría su sobrina Lola Massieu (1921-2007), que coronaría una brillante carrera. Adentro o al aire libre, los Massieu pintan, con afán innovador y toques de maestría, algunos de los rincones y personajes de la Villa. En ese marco natural de La Angostura comienza muy pronto a escribir Sánchez Robayna. Su primer poema serio que aún conserva lo escribió con 12 años este conocido profesor de la Universidad de La Laguna bajo el que se esconde un gran poeta. Lo extraño de todo es que era un poema de carácter metafísico sobre las manos de bronce de Dios, nos dice el creador, ese que aprendió pronto a amar, cerca de los naranjos, la pedrería de la luz del sol cortado por las hojas de la hierba.

 

Andrés Sánchez Robayna                                           Luis Junco                                      Pedro Lezcano

 

Durante los veranos otro gran escritor canario, Luis Junco Ezquerra, venía de niño a la casa de su abuelo Mauricio, conductor del coche de hora e inquilino de la vieja casa del barranco, situada al final de la calle Muro y tan llena de recovecos donde esconderse. Luis Junco es un ingeniero de formación que en 1988 cambió la ingeniería por la enseñanza. Ganaba mucho menos pero incorporaba a su trabajo una dimensión humanista. En 1980 ganó el Premio de Novela del Centro de la Cultura Popular Canaria, y a partir de entonces se puso a escribir de manera reiterada, mientras daba clases de astronomía y matemáticas. Vecino hoy de esta villa, Luis Junco conoce como pocos los entresijos y los rincones de este pueblo. Precisamente, su ambiente misterioso y rural ha enmarcado en una de las novelas más exquisitas de los últimos tiempos: Una carta de Santa Teresa, cuyo protagonista es Isidro Ezquerra Corrigüela, su bisabuelo, el primer médico oficial que tuvo el pueblo, en 1888.

 

Santa Brígida también seduce al poeta Pedro Lezcano Montalvo (1920-2002), el famoso autor de "La Maleta". Por estas calles se le ve pasear como Pedro por su casa a este modesto mito insular que al pueblo alfarero dedicó "El escultor de barro". El ilustre inquilino vivió desde los años ochenta del siglo pasado en el casco, en la que llaman hoy la casa del poeta. A pesar de ser el señor presidente es muy sencillo en el trato, pues ha decidido vivir aquí alejado de la pompa institucional y del boato. A la sombra de la vieja parra del patio, escribe, juega sobre un tablero cuadriculado o acaricia a su pequeño perro sato. De la climatología tasauteña y de la fresca brisa mañanera, nos habla también el poeta. El frío de Santa Brígida es siempre el mismo en las primeras horas del día, aunque el verano apacigüe sus raíces de humedad: abraza las paredes y se cuela en la cama como una amante celosa. Eso me hace recordar al frío de cuando era niño, en el pueblo de mi madre, en La Mancha.

 

Otros, en cambio, nos dejaron cuando más se echaba en falta su querencia. Un fatal accidente sobre el asfalto se cobró la existencia de Orlando García Ramos, cuyos primerizos rasguños de guitarra los amenizó junto a la vieja acequia de El Monte, muy cerca de donde había nacido este gran folklorista, cofundador del programa Tenderete, que animó durante muchos años el escenario de la música popular canaria y es autor del libro Voces y frases de las islas Canarias (1991).

 

Orlando García Ramos                              Rafael Franquelo                           Andrea Déniz y Félix Martín

 

Y así llegamos a las últimas décadas, en las que Santa Brígida acoge a notables visitantes que han mudado de lugar, que no de cielo, para compartir un sentimiento vital que a veces se traduce en libros o en algún poema. Aquí, en el mismo casco, reside el periodista, escritor y poeta Santiago Gil, con media docena de novelas y dos libros de poemas: Tiempos de Caleila (2005), premiado con el accésit del XIII Premio Internacional de Poesía Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y El color del tiempo, ganador del XVIII Premio Esperanza Spínola. Asimismo es autor de un libro exquisito de memorias infantiles guienses, Música de papagüevos.

 

También en el casco reside el gran biógrafo de la ciudad, Alfredo Herrera Piqué, escritor y ensayista, autor de una extensa obra en la que destacan sus libros La ciudad de Las Palmas, noticia histórica de su fundación; Las islas Canarias, escalas científica en el Atlántico y ensayos militares. Vecina suya es la poeta, nuestra bibliotecaria, Ana Déniz, que se asoma a su blog con unos poemas de gran belleza plástica, que despuntan, que ya destacan.

 

Trepando la colina, en el barrio de El Madroñal, junto al Molino del Pilar, ha establecido su vivienda Rafael Franquelo, actual director de la Sala de Exposiciones Lola Massieu, ácrata como es debido y generoso como nadie, el narrador de Catre de Viento (1993), con Víctor Ramírez, y poeta de El óxido de la vida (2001). También en la Vega de Enmedio reside Domingo Rodríguez Marrero, nuestro activista de la música popular y maestro de mi infancia en el internado, autor de El Color del tiempo, un libro en el que recoge historias que vivió de chiquillo en su barrio de La Isleta, en la década de los 50, en plena posguerra.

 

En la Vega de Abajo, en el pago de Los Olivos, reside Andrea Déniz, una veterana en el ímpetu de la poesía, amante de las plantas, y también Félix Martín Arencibia, también poeta, el de las Verdades verdes desde el palmeral de Satautey (1991), su primer poemario y, sin duda, un narrador impregnado del medio y de la presencia siempre cercana de las palmeras, a las que este pueblo debe su antiguo nombre: Tasaute. De todos ellos disfrutamos hoy de su amistad y de su grata presencia.

 

Y así, desde diversos rumbos y con distintos sueños, la proverbial armonía que destila Santa Brígida, fruto de la sabia interacción del hombre y la Naturaleza, ha sido inspiración para artistas, escritores y poetas que un día decidieron quedarse o morir en ella. Todos quedarán entre nosotros para siempre, sonando en labios ajenos o en nuestra intimidad más serena.

 

 

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