Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XIV: El último invento del tío Víctor. (I)

Sábado, 08 de Mayo de 2010
Manuel García Rodríguez
Publicado en el número 312

Era tal el empeño que don Modesto vio en el tío Víctor por fabricar su máquina de escribir de madera, que le entró la curiosidad por saber hasta dónde era capaz una persona de aprender cuando en ello ponía todo su esfuerzo, voluntad y atención.

 

Prólogo

 

Por aquella época, la vida en este barrio de Las Lomadas (San Andrés y Sauces) igual que la mayoría de los barrios de la isla de La Palma, transcurre lenta y plácidamente.

       La comunicación recibida del exterior era muy escasa. Las noticias locales, trasmitidas de boca a boca, eran el único tema de conversación intervecinal.

       Las ambiciones por tener más y más no son tan imperativas como para vivir en estado de ansiedad y angustia. Entre otras razones porque, en la mayoría de los casos, a lo más que se aspiraba era a obtener día a día el alimento suficiente para garantizarse la propia supervivencia.

       Era la tía Juliana un ejemplo viviente del conformismo, de la tranquilidad, de la huida de las complicaciones que conlleva el querer saber o tener más y más. Sin embargo, su marido, el tío Víctor, representa el desvivirse por lograr el éxito, el desear el aplauso de las gentes y el ansia por recibir honores y méritos.

       Lo que en vedad me movió a escribir este relato es mi convicción de que, en esta vida, la posible felicidad no está en querer, poseer o saber muchas cosas… "Saber disfrutar a diario de la propia vida" es un arte a aprender cada día.


El autor

 

 

“Quítate de delante, Juliana”, que te llevo en flor…

 

Fueron éstas las últimas palabras del tío Víctor antes de caer, él y su avión, en medio de unas tuneras de grandes y afilados picos que estaban situadas unos metros más abajo, junto al camino que desde la carretera general del norte, bordeando el Barranco de Los Sauces, nos conduce a los montes de Las Lomadas. Camino de Marcos y Cordero.

 

No hay duda de que el tío Víctor fue un genio en su época y de ello hay constancia no solo en Los Sauces, sino también en el resto de los pueblos de isla de La Palma. A decir de algunos, aunque en ello hay dudas, no sabía ni leer ni escribir, y jamás fue a la escuela. Lo que sí era cierto es que el tío Víctor, desde su más temprana edad, fue un aprendiz nato y que sus aprendizajes los recibía por imitación después de una atenta observación a los artesanos de la época en sus cotidianos trabajos. Observaba atento todo aquello que llamaba su atención; en especial, todo cachivache que a sus manos llegaba.

 

Conocía a la perfección el sistema de pesas y medidas, la volumetría de cuanto tocaba, los mecanismos de parada y puesta en marcha de cualquier motor, la manipulación que otros hacían de las cosas, los materiales de construcción. En una palabra: era relojero, arquitecto, escultor, constructor, inventor. Y todo eso sin haber recibido conocimientos teóricos en ninguna de las áreas del saber.

 

Su primer invento fue la construcción de una máquina de escribir de madera. Sí, como lo oyen, “de madera”.

 

Conocedor don Modesto, el maestro del barrio, de las habilidades del tío Víctor, había invitado a éste para que le limpiara y decorara su jardín. Así que mientras el tío Víctor trabajaba en el jardín organizándolo todo, veía, a través de la ventana, como don Modesto tecleaba la máquina de escribir y ello despertó en él una desmedida ansiedad por conocer cómo aquel misterioso aparato era capaz de transformar los impulsos de los dedos de don Modesto en letras.

 

- ¿Me deja Vd. ver ese aparato de cerca? -dijo el tío Víctor a don Modesto-.
- Cómo no, hombre. Pasa y escriba si quiere.
- No, don Modesto, yo no quiero escribir; solo quiero ver si yo consigo jacer una igual.
- ¡Pero hombre! ¿Cómo cree usted que puede hacer una máquina igual que esa? -preguntó sorprendido don Modesto, mientras hacía señas al tío Víctor para que se acercara más a su máquina-.
- Si me pongo la jago -contestó el tío Víctor, dando a sus palabras aire de seguridad absoluta-.
- ¿Y dónde tiene usted la fundición de hierro para hacer las piezas que lleva la máquina? -preguntó don Modesto pensando que aquello era una broma-.
- No, don Modesto, si la jago la jago de madera.
- ¿De madera? ¿Una máquina de escribir de madera? Eso es imposible -le contestó don Modesto disimulando una risa incontenida-.
- Usted déjeme a mí, que cuando yo le digo la que la jago la jago.

 

Era tal el empeño que don Modesto vio en el tío Víctor por fabricar su máquina de escribir de madera, que le entró la curiosidad por saber hasta dónde era capaz una persona de aprender cuando en ello ponía todo su esfuerzo, voluntad y atención. Sabía don Modesto que, básicamente, para que un alumno se adueñase de un saber, eran necesarias tres condiciones y las recordaba desde que en antaño estudió Pedagogía en la Escuela de Magisterio de La Laguna.

 

Recordaba toda su carrera docente. Durante el ejercicio de su profesión había tenido alumnos muy inteligentes, brillantes, capaces de aprender mejor que el mimo cuanto enseñaba. También es verdad que los había muy torpones, a los que le decía o mostraba las cosas mil veces, por activa y por pasiva, pero no había manera de que los conceptos, los procedimientos y las actitudes penetrasen dentro de su molleja. Tenía, como digo, don Modesto mil y una experiencias como docente pero jamás, jamás había visto a una persona como el tío Víctor, con tanto empeño por fabricar una máquina de escribir “de madera”.

 

Iglesia de Monserrat en Los Sauces en una foto antigua (www.padronel.net)

 

 

- Don Víctor, mañana se terminan las clases y me voy de vacaciones, así que le propongo una cosa.
- Usted dirá, don Modesto.
- Le voy a prestar mi máquina de escribir durante el tiempo en que yo esté de vacaciones.
- Pero si yo no sé escribir -dijo el tío Víctor con aire de asombro-.
- ¿No dice usted que quiere fabricar una de madera?
- Sí, así es, que se lo digo yo. ¡Carajo, que si me fijo en la que usted tiene le aseguro que le jago otra igual!
- ¡Pues manos a la obra, hombre! Aquí tiene usted su máquina.
- Bueno, me la llevo y esté usted tranquilo, que no se la rompo.

 

No más llegó el tío Víctor a su casa, soltó el saco de tres listas que le protegía de la lluvia y con el mayor cuidado del mundo colocó sobre una vieja mesa la máquina de escribir, que llevaba agasajada en su cuerpo cual madre que lleva a un recién nacido.

 

- ¡Qué coño estás a jacer ahora! -preguntó la tía Juliana a su marido como adivinando qué otras aventuras tenía in mente-. Ven a cenar, hombre, que se está enfriando el gofio escaldado.

 

Por respuesta la tía Juliana recibió silencio. Así que, mientras esperaba a su marido para la cena, por no perder el tiempo, se dio una vuelta por la casa para cerrar bien las ventanas, por miedo a un ladroncito que, según le habían dicho los vecinos, andaba merodeando por el barrio de Las Lomadas.

 

- Pero, hombre, ¡qué carajo estarás tú jaciendo que no vienes a comer! -insistió de nuevo la tía-.


 
Aún más silencio obtuvo la tía Juliana por respuesta. Así que tanto silencio le picó la curiosidad y se acercó muy despacio y silenciosamente a su marido.

 

- ¡Qué diablos jaces, muchacho! Pero… ¡qué, carajo es eso!
- Calla, mujer, y aprende. Esto se llama una máquina de escribir.
- Válgame Dios, y tú vas a aprender a escribir ahora, a tu edad.
- No, Juliana, voy a jacer una igual.
- Buena va la burra, ya el conejo me volvió a desriscar la perra... Lo que me faltaba oír era esto... Sabes qué te digo: que yo a cenar voy, si vienes cenas y si no se la jecho al perro, que mal no le viene al desgraciado, que entre las pulgas y la jambre está que se lo lleva el diablo.

 

Colocado el tío Víctor ante la máquina de escribir, parecía un penitente haciendo oración ante un altar. La miraba y remiraba. Estudiaba con detenimiento cada una de sus piezas. Ponía papel en el rodillo y le daba una y mil vueltas en libre y en posición de escribir. Apretaba una tecla y se fijaba atentamente en el funcionamiento. Así pasó la mayor parte de la noche hasta que, ya llegada la madrugada, el hambre por un lado y el sueño por otro le dieron, el primero, el segundo y ya, casi al amanecer, el tercer aviso.

 

Cuando a la cocina llegó, con intención de cenar, encontró el gofio escaldado que la tía Juliana le había dejado sobre la mesa la noche anterior, más duro y frío que un trozo de hielo. La cuchara incrustada dentro del gofio parecía una puñalada trapera recibida; y el tocino, ya convertido en fría manteca, repugnaba con solo mirarlo a distancia. Al lado de la cazuela estaba el cucharón, como invitándole a que se sirviera el caldo que, por cierto, ya se había puesto en tal estado de descomposición que fue urgente su traslado forzoso al cacharro del cochino.

 

Quedó silencioso… Tan embebido estaba en sus pensamientos que casi no atinaba a encontrar el dormitorio. Y si por fin consiguió llegar a éste fue gracias a los profundos ronquidos de la tía Juliana; tan altos eran éstos que desde el camino los oían los vecinos más madrugadores del barrio que, por delante de la casa, pasaban podona y correa en mano, camino al monte.

 

- Pues tú no vas pa el monte hoy, muchacho -le decía al oído la tía Juliana al tío Víctor mientras que éste, agotado ya, dormía como un bendito-.
- Carajo, si no me llamas casi me quedo dormido.
- Tú, embebido con tu maquina de escribir y las vacas pasando jambre y más jambre en el pajero -le repetía su mujer dándole a sus palabras un aire de acusación particular-. Deja, coño, que de aquí en adelante vas a vivir con lo que escribes -insistía ella, una y otra vez, con cierto ritintín. Más su marido o no la oía o se hacía que no la oía, y continuaba dándole vueltas y más vueltas a su imaginación-.

 

El tío Víctor se dio cuenta de que estaba cogiendo hierba para las vacas cuando, de repente, la punta de la amolada podona estuvo a punto de llevarle de cuajo un dedo de la mano izquierda. Su pensamiento estaba completamente concentrado en la máquina de escribir y en estas cavilaciones andaba cuando oyó un mirlo que, posado sobre un moral, lanzaba al aire su repetitivo, insistente y monótono canto.

 

 

No fue el mirlo lo que llamó la atención al tío Víctor -pues cansado de oír a estos pájaros estaba-; fue el frondoso moral. "Carajo -pensó-: de moral puedo yo jacer una parte de la máquina y de brezo la otra... Mañana mismo voy a casa del compadre José a pedirle la herramienta que él tiene, que pa jacer las letras sí que me va a servir".

 

Era el compadre José (al que algunos apodaban El Zorro) lo que se dice un artista. Artesano de La Galga, había heredado de sus antepasados el arte de fabricar cachimbas, cucharas de madera, morteros, jaulas: en una palabra, todo lo que por aquella época era susceptible de hacerse en madera.

 

- Buenos días, compadre -saludó, como de costumbre, el tío Víctor a su compadre José-.
- ¡Oh! Buenos días nos dé Dios -le contestó don José sin dejar de hacer lo que en ese momento estaba haciendo-.
- ¿Y está usted ahora de zapatero? -le preguntó al verlo haciendo unos zapatos de cuero por encargo de un vecino-.
- Es que pa ahí dentro tengo arrinconado todos esos cachivaches, y ahora la gente está falta de perras y no se vende nada de nada. Así que en algo tiene uno que ganarse la vida.
- ¿Entonces ya no jace cachimbas, ni nada de eso?
- No, de momento no, hasta ver si algún día se vende lo que ahí dentro está almacenado.
- Bueno, espero que pa el año que viene llueva algo y pueda uno salir pa adelante, por lo menos habrá mejor cosecha de papas y boniatos y las vacas acogerán algo de carne porque lo que es ahora están como un espicho -comentó el tío con intención de animar un poco al improvisado zapatero-.
- Pos mientras esto no se arregle, yo aquí seguiré haciendo zapatos hasta ver en qué para todo esto.
- Pues me da que entonces sí podrá usted jacerme el favor que le vengo a pedir.
- Usted dirá, que pa servirle en lo que pueda siempre me tiene a disposición.
- Yo venía a ver si me prestaba la herramienta de jacer cachimbas pa yo jacer una máquina, de esas de escribir.
- ¿Una máquina de escribir? -preguntó con asombro el compadre José mientras dejaba de trabajar y se sacaba los espejuelos para ver mejor la cara del tío Víctor-.
- Sí, lo que oye -le respondió él, dando un acento de plena seguridad a sus palabras-.
- Pero, hombre, si usted quiere escribir a máquina yo le presto una que era de cuando mi abuelo fue funcionario del Ayuntamiento de Puntallana y que yo ya no la uso.
- Gracias, compadre, pero es que quiero cumplir con una promesa que le hice a don Modesto, el maestro, y yo cuando doy una palabra la cumplo, ¡carajo!
- Si eso es así, llévese usted la herramienta y la trae cuando quiera, que yo, como le dije, ahora no la estoy usando; que pa jacer zapatos con la lesna, el cuero y los jilos me basta.

 

Ni el mismo tío Víctor recuerda cómo aquella tarde llegó al pajero de las vacas. Con la mente puesta en la máquina de escribir, cargó el mulo con dos fejes de tagasastes y se quedó pensando y pensando… Si no llega a ser porque su perro que, víctima del hambre, desesperadamente ladraba y ladraba, todavía está al pie del mulo pensando en la construcción de la máquina de escribir.

 

- Este hombre se me va a joder de la cabeza - comentaba la tía Juliana con Petra, su vecina-.
- ¿Por qué, mujer?

- Pues tu no sabes que el jodido” está empeñado en jacer eso que llaman una máquina de escribir.
- ¿Qué me dices, vecina?
- Lo que oyes, vecina, lo que oyes. Yo no sé cómo convenció al maestro, pero el pillo mañas sí que tuvo pa que éste le prestara la máquina de escribir y en casa la tiene. Yo tengo un disgusto del carajo pa arriba, Petra.

- No será pa tanto, mujer -le dijo Petra por ver si tranquilizaba a la tía Juliana-.
- ¿Qué no? Si tú vieras lo que yo vi, no decías que no es pa tanto.
- ¿Qué viste? Y no me pongas esa cara, que parece que viste al mismo demonio en persona.
- No, al demonio no lo vi, pero sí vi todas las letras de la máquina de escribir del maestro desparramadas sobre la mesa que tenemos en el cuarto de las papas.
- ¿Dijiste las letras? -preguntó Petra sorprendida-.
- Las letras, sí, mi hija, y él estaba sentado midiendo con eso que llaman metro el tamaño de la máquina de don Modesto, el maestro. Él se la prestó, pero lo que se dice verla de nuevo de seguro que no la va a ver más.
- ¿Sabes lo que te digo, Juliana? Ahora déjalo que termine, al menos así se dará cuenta de que ha metido la pata hasta el fondo y se ocupará más de las vacas y de su mujer que de los inventos.

 

Oía el tío Víctor todos los sermones con que a diario le obsequiaba su mujer y era como si no los oyera, ya que por un oído le entraban y por otro le salían sin dejar constancia de ello en su ocupado cerebro. Gracias a que el pajero de las papas, en el cual el tío Víctor tenía su taller, estaba situado cerca del pajero de las vacas y del mulo, y eran precisamente estos animales los que con sus constantes ruidos y belidos llamaban desesperadamente al tío Víctor para que les suministrara algo de alimento.

 

- Tú no vengas a comer, carajo... Tú sigue con tus coñerias... Mira que ahora, después de viejo, hacerse escritor. ¡Ah, Dios mío, por lo que le ha dado a éste ahora... Esto es lo que me faltaba! La culpa la tuvo el maestro por poner en manos de éste desgraciado esa máquina de escribir, que si no fuera porque es ajena yo sé lo que iba a jacer con ella. Se la tiraba pa abajo, pa el barranco de Los Sauces, ¡coño!

 

Pasó el mes de Julio y era ya entrado Agosto cuando el tío Víctor estaba a punto de terminar su obra maestra. Con más paciencia que la de un santo, una a una había desmontado las distintas piezas de la máquina de escribir de don Modesto. Con extraordinaria habilidad había copiado, en madera, cada una de las piezas y tranquilamente las había vuelto a colocar en su debido lugar.

 

- ¿Que jaces ahora ahí, metido dentro de esas tuneras? -preguntaba la tía Juliana a su marido-.
- Estoy cogiendo tunos -le contestó éste con irónica risa-.
- ¿Cogiendo tunos? ¡Pero si están más verdes que la hierba!

 

Se acercó la tía Juliana muy despacio para observar lo que hacía su marido metido dentro de las tuneras y pudo comprobar que éste, provisto de una cuchara sopera, estaba cogiendo cochinilla y que la metía dentro de un viejo cacharro. Ello despertó la curiosidad a la tía Juliana, pero no dijo nada a su marido.

 

- Yo sí tengo ganas de saber qué es lo que está preparando éste con la cochinilla -se preguntaba constantemente. Y para saber cuál era el misterio vigiló constantemente al tío Víctor y, por supuesto, al cacharro de la cochinilla-.

 

Su sorpresa fue mayúscula cuando vio al tío empapando en tinte de cochinilla una cinta de tela, que era la misma que a ella le faltaba en su camisón de dormir.

 

- Pero, ¡coño!, con que fuiste tú el que me arrancó un trozo del camisón -gritó la tía Juliana con toda su fuerza-. Y yo pensando que habían sido los ratones. Ya otra vez el conejo me volvió a desriscar la perra. Esto va a terminar mal. Me lo temo -insistió-.
- Pero ahora, ¿qué vas a teñir por ahí? Eso es lo último que te faltaba: meterte ahora de tintorero.
- Déjame tranquilo Juliana. ¿No ves que estoy preparando la cinta de la máquina de escribir?

 

 

No fue necesario que don Modesto, el maestro, llamara al tío Víctor para pedirle la devolución de su máquina de escribir. El mismo día y hora en que regresó don Modesto, allí estaba el tío Víctor con su máquina cuidadosamente envuelta en un paño.

 

- Aquí tiene Vd. su máquina -dijo a don Modesto-.
- Y la de madera, ¿qué?
- Pues en casa está y bien guardada que la tengo.

 

Se moría don Modesto de curiosidad por ver la máquina de escribir del tío Víctor, y con un poco de incredulidad le preguntó si la máquina escribía:

 

- Vaya que si escribe. Yo mucho escribir no sé, pero cuando le mando el dedo sobre una tecla, allá que la misma letra sale escrita en el papel. Por si usted no me cree, don Modesto, mañana mismo se la traigo.
- Pues la verdad es que ganas de verla sí tengo.

 

Después de echarle de comer a las vacas, el tío Víctor, aprovechando que la tía Juliana no andaba por allí, metió cuidadosamente la máquina de madera dentro de un saco de los más limpios que poseía, y disimulando que iba para el monte, se marchó, vereda abajo, camino a la casa de don Modesto.

 

Dos grandes sorpresas había tenido don Modesto en su vida: una fue cuando le salió la lotería de Navidad y la otra cuando vio la máquina de escribir del tío Víctor. Por unos momentos se quedó mudo, y aunque no pudo explicárselo al tío Víctor, sí que le vino a la mente aquello del aprendizaje significativo de la teoría de David Ausubel, y lo de la zona de desarrollo próximo de Vygostky, y se dijo a sí mismo que toda la pedagogía estaba centrada en el interés que produce la motivación que tiene el alumno por aprender y en su curiosidad por investigar.

 

Hasta no hace mucho, la famosa máquina de escribir fabricada en madera estaba en el Museo de Rayas de don Germán, mas últimamente alguien me dijo que, dada su innovación tecnológica, la habían llevado para exponerla en Madrid.

 

No terminó aquí el invento del tío Víctor aunque, eso sí, a diario, la tía Juliana le tenía amenazado con dejarlo sin probar y sin dormir en el mismo catre que ella si continuaba con sus majaderías.

 

- Ah, Víctor, y yo que oigo decir por ahí que ahora venden unas máquinas para lavar la ropa. ¿Tú has oído algo de eso?
- Algo he oído, pero me han dicho que para que lave le hace falta luz eléctrica, y tú bien sabes que nosotros de eso aquí, en Las Lomadas, todavía no la tenemos.
- Pues, hombre, mira cuando vayas pa Los Sauces si ves alguna y averiguas cómo funciona. A lo mejor tú eres capaz de jacer algo parecido aunque, pa decir verdad, no creo que tú llegues a tanto.

 

Aquello de que no creo que tú llegues a tanto movió el amor propio de tal manera al tío Víctor que si no insultó a la vecina no fue por falta de ganas, que mandarla pa el carajo sí tenía. Mas lo pensó mejor y se prometió a sí mismo demostrar a la vecina de lo que él era capaz.

 

Tenía el tío Víctor mucha amistad con el cura de Los Sauces y a su casa acudió en busca de la necesaria información previa a la puesta en marcha de su ambicioso proyecto.

 

- Buenos días, don Pedro.
- Hombre, ¿y qué te trae por aquí? ¿No vendrá a confesar? -le contestó el cura con cierto aire de ironía-.
- No, que usted bien sabe que yo no mato ni robo a nadie, y que las únicas cóleras que me agarro son con Juliana, porque ésta siempre anda peleando conmigo.
- Pues tú dirás, Víctor.
- Es que yo quiero ver una lavadora...
- ¡Una lavadora! ¿Para qué quieres tú ver una lavadora? -preguntó el cura al mismo tiempo que una mueca de asombro se dibujaba en su cara-.
- Pa jacer otra igual.
- Pero hombre, cómo vas tú a hacer una lavadora... eso es cosa de fabricantes.
- Usted, que conoce gente aquí, en el pueblo, jable con alguien que tenga una pa que me la deje ver.
- Bueno hombre, vete para tu casa y mañana vienes, que yo te acompaño a la casa de don Tadeo, que me han dicho que él tiene una lavadora.

 

Pensaba don Pedro que dándole tiempo al tiempo el tío Víctor se iba a olvidar del tema de la lavadora y le dejaría tranquilo.

 

Aquella noche el tío Víctor no durmió. La lavadora le venía una y otra vez a su mente. "¿Cómo será?", se preguntaba constantemente. Tan embebido estaba con sus pensamientos puestos en la lavadora que a punto estuvo de colocar la albarda del mulo en el lomo de una vaca sin percatarse de que era al propio mulo al que debía de poner la albarda. El error cometido le fue puesto en conocimiento por la propia vaca ya que ésta, al sentir sobre su lomo tan extraño objeto, envistió con el cuerno derecho al tío con la macabra idea de sacárselo del medio, cosa que no consiguió por un milagro de la Providencia.

 

Cuando a la realidad llegó, el tío dio gracias al cielo por permitir que su mujer no estuviera presente, pues adivinaba que si la tía Juliana llega a presenciarlo poniendo la albarda a la vaca, después del consabido responso terminaría por llevarlo al médico para someterlo a tratamiento psiquiátrico.

 

- ¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho yo? -se preguntaba don Pedro cuando al día siguiente vio aparecer por la Iglesia al tío Víctor-.

 

 

Con cristiana resignación, el cura acompañó al tío Víctor a casa de don Tadeo, que por aquel entonces, aparte de director del Colegio, era Juez de Paz de Los Sauces y persona de reconocida honorabilidad. Puso don Tadeo en marcha la lavadora para que el tío Víctor observase el funcionamiento.

 

- Don Tadeo, ¿puede Vd. parar esta máquina? -preguntó, con todo respeto, el tío Víctor.

 

Con sumo cuidado el tío abrió la tapa posterior de la lavadora y contempló detenidamente todo el mecanismo y su funcionamiento, pero especialmente se interesó por el tambor.

 

- ¿Qué le parece esto? -preguntó el cura-.
- Pues por lo que yo veo esta máquina lo que jace es darle vueltas a ese bidón que dentro tiene y que ustedes llaman el tambor.
- ¿Está usted seguro de que ya lo entendió todo? -preguntó Tadeo al tío Víctor antes de salir del cuarto de la lavadora-.
- Sí, hombre, sí... Es lo mismo que lavar la ropa dándole vueltas dentro de un bidón en vez de estrujarla contra la piedra de la pileta.

 

No más llegó el tío Víctor a su casa, la tía Juliana le preguntó:

 

- Que tendrás tú ahora en la molleja, que te veo más distraído que un perro jarto dentro de una conejera.
- Nada, mujer, pensando en qué echarle de comer mañana a las vacas.
- Ni que fuera la primera vez que tú jechas de comer a las vacas -le contestó ella con aire de incredulidad-.
- Mujer, tú sabes que ya la hierba verde se terminó y ahora será echarles algo de afrecho y hierba seca...

 

Bien sabía el tío Víctor que de vacas nada, que su interés estaba en conseguir hacer girar la ropa sucia dentro de un tubo o bidón con agua, y jabón. Pensó en veinte mil estrategias para conseguir hacer lo mismo que hacía la lavadora de don Tadeo, pero sin necesidad de corriente eléctrica.

 

- ¡Carajo, ya lo tengo! -exclamó mientras observaba una vieja bicicleta que le había comprado al antiguo cartero del pueblo-.

 

Con un bidón bien preparado, colocó en la base interior del mismo un punto de apoyo central, y mediante un eje vertical provisto de algunas aspas, lo hizo terminar en el piñón, que previamente había extraído a la bicicleta, de tal manera que la catalina de la bicicleta con su cadena estaba conectada al tal piñón.

 

Ahora, cuando con sus manos daba vueltas al pedal de la bicicleta a través de la cadena, la fuerza se trasmitía al piñón y éste conseguía hacer girar el eje colocado dentro del bidón y, consecuentemente, la ropa, que en su interior había depositado con agua y jabón, daba vueltas y más vueltas a voluntad del tío Víctor. Una llave colocada en la boca del bidón y otra de salida en su base, servían para renovar el agua a la lavadora cuando él creía que procedía tal cambio.

 

Cuando dio por terminado el artilugio, aprovechando que la tía Juliana no estaba en casa, agarró toda la ropa sucia que esta tenía en la cesta y la metió en su flamante lavadora.

 

 

(Continuará)

 


 

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