La Pizarro tenía órdenes de tocar en la isla de Lanzarote, una de las siete Canarias grandes, para informarse si los ingleses bloqueaban la rada de Santa Cruz de Tenerife. Desde el 15 de junio había inquietud acerca de la ruta que había de seguirse. Los pilotos, para quienes el uso de los relojes marinos no era muy familiar, habían mostrado hasta entonces poca confianza en la longitud que regularmente obtenía dos veces por día, mediante el transporte de tiempo, tomando ángulos horarios mañana y tarde. Vacilaron en virar al sureste por miedo a alcanzar el cabo Nun, o por lo menos dejar la isla de Lanzarote al oeste. Por último, el 16 de junio, a las 9 de la mañana, cuando nos encontrábamos ya a 29º26' de latitud, el capitán cambió de rumbo y se encaminó al este. La precisión del cronómetro de Louis Berthoud fue pronto reconocida, a las 2 de la tarde tuvimos tierra a la vista, apareciendo como una nubecilla pegada al horizonte. A las 5, habiendo bajado más el sol, se presentó tan claramente la isla de Lanzarote, que pude tomar el ángulo de altura de un monte cónico que señorea majestuosamente sobre las otras cumbres, y que creímos fuese el gran volcán que había causado tantas devastaciones en la noche del primero de septiembre de 1730.
La Bocaina, entre Lanzarote y Fuerteventura, según Torriani
Nos arrastró la corriente hacia la costa con más rapidez de la que deseábamos. Avanzando descubrimos primero la isla de Fuerteventura, célebre por la gran cantidad de camellos que se crían en ella y poco después el islote de Lobos, en el canal que separa Fuerteventura de Lanzarote. Pasamos una parte de la noche sobre cubierta. La luna alumbraba las cimas volcánicas de Lanzarote, cuyas faldas, cubiertas de cenizas, reflejaban una luz plateada. Brillaba Antares cerca del disco lunar que sólo se había elevado pocos grados por encima del horizonte. Era una noche de admirable serenidad y frescor. Aunque estuviésemos no muy lejos de las costas de África y de la orilla del trópico, de todas formas, el termómetro no subía por encima de los 18º C. La fosforescencia del océano parecía aumentar la cantidad de luz en el aire. Por primera vez llegaba a leer el vernier de un sextante de Troughton de dos pulgadas cuya división era pequeñísima, sin alumbrar el limbo con una bujía. Algunos de nuestros compañeros de viaje eran canarios y al igual que todos los habitantes de las islas, ensalzaban con entusiasmo la belleza de su país. Pasada la medianoche, gruesas nubes negras que se elevaban detrás del volcán tapaban a intervalos la luna y la hermosa constelación del Escorpión. Vimos luces que iban de acá para allá en la orilla. Al parecer eran pescadores que se preparaban para sus trabajos. Durante toda la navegación, nos habíamos ocupado de leer los antiguos viajes de los españoles y aquellas luces movedizas nos recordaron las que Pedro Gutiérrez, paje de la reina Isabel, vio en la isla de Guanahaní la noche memorable del descubrimiento del Nuevo Mundo.
El 17 por la mañana el horizonte aparecía brumoso y el cielo ligeramente cubierto de niebla. Los contornos de las montañas de Lanzarote aparecían por ello más destacados. Aumentando la humedad la transparencia del aire, parecía que los objetos se hacían más cercanos. Este fenómeno es muy conocido por los que tienen la oportunidad de hacer observaciones higrométricas en parajes desde los cuales se ve la cordillera de los altos Alpes o la de los Andes (...).
Mapa de Lanzarote de Torriani (s. XVI)
Toda la parte occidental de Lanzarote que vimos cerca posee los caracteres de un país recientemente trastornado por el fuego volcánico. Todo es negro, árido, y desnudado de tierra vegetal. Distinguimos con el anteojo basalto estratificado en capas bastante delgadas y fuertemente inclinadas. Varias colinas se parecen al Monte Novo, cerca de Nápoles, o a esos montículos de escorias y cenizas que la tierra entreabierta ha levantado en una sola noche al pie del volcán de Jorullo, en México. El señor Viera destaca en efecto, que en 1730 más de la mitad de la isla cambió de aspecto. El gran volcán que arriba he mencionado, al cual los habitantes llaman el volcán de Timanfaya, arrasó la región más fértil y mejor cultivada; nueve villas fueron entonces destruidas por completo con el desbordamiento de las lavas. Un violento temblor de tierra había precedido aquella catástrofe y durante varios años se sintieron sacudimientos igualmente fuertes. Este último fenómeno es tanto más intenso cuando se presenta después de una erupción, cuando los vapores elásticos han podido abrirse paso a través del cráter, tras el derrame de las materias fundidas. La cima del gran volcán es una colina redondeada que no es completamente cónica. Según los ángulos de altura que tomé a diferentes distancias, su elevación absoluta no parece exceder en mucho las 300 toesas (584 m). Los montículos cercanos y los de Alegranza y Montaña Clara apenas miden de 100 a 120 toesas (de 195 a 233 m). Sorprende que no sean más elevadas unas cumbres que, vistas desde el mar, presentan un espectáculo tan imponente. Claro está que no hay cosa más incierta que nuestra impresión sobre la magnitud de los ángulos que poseen objetos muy cercanos al horizonte. Es por ilusiones de este género por lo que los navegantes han mirado como elevadas en extremo las montañas del estrecho de Magallanes y las de la Tierra del Fuego, antes de las mediciones hechas por los señores Churruca y Galeano, en el cabo Pilar.
La isla de Lanzarote tenía antiguamente el nombre de Titeroigotra. A la llegada de los españoles sus habitantes se distinguían de los demás canarios por vestigios de una civilización más avanzada. Tenían casas construidas con piedra sillar, mientras que los guanches de Tenerife vivían, como verdaderos trogloditas en cavernas. Predominaba entonces en Lanzarote una institución particular de la que no hay ejemplo sino entre los tibetanos. Una mujer tenía varios maridos, que gozaban alternativamente de las prerrogativas debidas a un jefe de familia. A un marido no se le consideraba como tal más que en el transcurso de un ciclo lunar mientras ejercía sus derechos y los demás permanecían confundidos con los criados de la casa. Es de comprender que los religiosos que acompañaron a Jean de Bethencourt y que trazaron la historia de la conquista de Canarias, no nos hayan dejado más informaciones sobre las costumbres de un pueblo en que subsistían costumbres tan extrañas. En el siglo XV, Lanzarote poseía dos pequeños estados distintos y separados por una muralla, tipo de monumentos que sobreviven a los odios nacionales y que se vuelven a encontrar en Escocia, el Perú y China.
Fragmento tomado de Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Mundo: LAS CANARIAS... y otros escritos [1799-1804], Fundación Canario-Alemana Alexander von Humboldt, Nivaria Ediciones - MMV, 2005, con estudio introductorio, notas y bibliografía de Nicolás González Lemus, y traducción del mismo junto a Daniel Ardila Cabañas.