Hacía mucho, muchísimo tiempo, que Ernesto vigilaba, casi a diario, a Elena. Sentía por ella una atracción muy especial, tan especial era que la idea de perderla no le permitía vivir tranquilo. El pensamiento que Elena estuviese enamorada de otro hombre le destrozaba el alma de tal manera que pasaba muchas y muchas noches pensando que por culpa de Luis él sería infeliz toda su vida.
Era Elena, sin duda alguna, la mujer más bella y hermosa de Los Quemados, y a decir de muchos, la más bella de todo el pueblo de Fuencaliente. Hija de ricos viñateros de la localidad, había recibido desde muy pequeña una educación muy refinada, como hija única, ya que sus padres no habían escatimado esfuerzo alguno con tal de que ella recibiera lo mejor de lo mejor.
Por aquella época se había establecido en Los Quemados una familia que, en el pasado, había emigrado a Venezuela; y tras algunos años de penurias y miserias, por fin habían logrado adquirir una considerable fortuna con la que compraron algunos terrenos en Maracay (Venezuela), donde se establecieron para dedicarse al comercio y a la agricultura.
Tras largos años de intenso trabajo habían mejorado aquellos terrenos y consiguieron amasar una considerable fortuna. Con dinero ya suficiente, regresaron a La Palma, donde compraron otros terrenos en Fuencaliente con la idea de vivir tranquilamente el resto de su vida.
En aquellos tiempos se estaban repoblando los terrenos ganados al mar por la lava del Volcán de San Juan, y ello auguraba con ser un buen negocio. Así que aparte de los adquiridos en Fuencaliente, compraron otros terrenos en la mejor zona platanera del Puerto Naos y, aunque pudieron haberse quedado a vivir plácidamente en esa próspera zona, sin embargo, por ese amor al terruño que siente todo palmero, decidieron -como decíamos- establecerse definitivamente a vivir en Fuencaliente.
Era Luis el único hijo de esta familia y, aunque había recibido una educación esmerada y unos estudios superiores, su familia le aconsejó que, puesto que su padre ya era mayor, fuese él quien se dedicara por completo a administrar las propiedades de sus padres, cosa que llevaba con buen acierto y con plena dedicación.
Eran los padres de Elena y los de Luis vecinos y amigos desde la infancia y, aunque durante muchos años las distancias separaron a las dos familias, el nuevo reencuentro propició una amistad aún más sólida y duradera.
Panorámica de Fuencaliente (FEDAC, Archivo José A. Pérez Cruz). 1930-1935
Apenas llegado Luis de Venezuela, casi desde el primer día, no apartó sus ojos de Elena, de la que ya tenía referencias a través de cartas familiares. Sin embargo, en el barrio se sabía que Ernesto no vivía sino para adorar, en su soledad, a Elena, mas ésta, quizás debido a sus diferencias sociales, no comprendía que un simple obrero o jornalero llegase a ser su marido algún día. No desaprovechaba Ernesto ninguna oportunidad que le permitiera acercarse a ella y, por más que él trataba de demostrarle lo que sentía, ésta hacía oídos sordos a sus palabras, y más que contestar a sus preguntas se reía constantemente de él y le demostraba con evidentes signos de repulsa sus sentimientos. Estos desplantes y estas manifestaciones de desprecio y burla fueron engendrando en el alma de Ernesto, no un odio a Elena, a la que en su soledad interior seguía queriendo locamente, sino un macabro odio hacia Luis, al cual consideraba el culpable de todos los desprecios que de Elena recibía. Pensaba Ernesto que si Luis no hubiese regresado de Venezuela, Elena hubiese sido para él. Era por lo tanto Luis su enemigo, y lo maldecía a diario una y mil veces. Este odio hacia Luis y a todo lo que a éste se refería se veía incrementado día a día cada vez que en los caminos del barrio o en el bar de la plaza se encontraba con él. En más de una ocasión Ernesto deseó la muerte a Luis. Consideraba que, desaparecido de este mundo, ya él no tendría obstáculo alguno para conseguir el amor de Elena. Este malévolo deseo se acrecentó considerablemente desde aquel momento en que quiso acercarse a la casa de Elena para observar todos sus pasos.
En la oscuridad de la noche permanecía impávido expectante, merodeando los alrededores de la casa de Elena. Consumía horas y horas vigilando la casa como astuto ladrón, con la sola intención de contemplar, aunque sólo fuera, la silueta de Elena tras los cristales cuando, por casualidad, ésta pasaba junto a las ventanas. Fue en el atardecer de un apacible domingo de aquel cálido mes de septiembre cuando, como siempre, Ernesto vigilaba la casa. Ya casi daba por terminada su habitual guardia e intentaba emprender el regreso, cuando a punto estuvo de caer al suelo víctima de la tremenda impresión que recibió porque, esta vez, a través de los cristales de aquella ventana, pudo observar a Elena en los brazos de Luis. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y una rabia incontenta brotó de lo más hondo de su corazón. Jamás en su vida había sentido tan diabólica sensación y, desde ese momento, juró y se prometió a sí mismo que Elena, aunque no fuese suya, tampoco lo sería de Luis.
A partir de ese día, cuidadosamente vigilaba a Luis muy a diario. Lo veía salir de mañana rumbo a Puerto Naos en su flamante Mercedes. Una rabia incontenible se apoderaba de todo su ser, y pensaba una y mil veces que el culpable de todas sus desgracias era Luis y sólo Luis.
La culpa la tiene el dinero, se decía interiormente, no me quiere porque soy pobre, porque no tengo ni dinero, ni terrenos, ni un Mercedes. Maliciosamente seguía pensando que, desaparecido Luis de este mundo, vendría para Elena una época de tristeza y soledad, mas pasados los primeros meses, ella se recuperaría de toda su desgracia y dirigiría la mirada a otra parte. Estaba seguro que sería a él. Esta convicción era el único punto de apoyo que tenía para seguir viviendo en este mundo, y ello le inducía a seguir adelante con sus malévolas intenciones. Al igual que el martillo del herrero cae incesantemente sobre el yunque produciendo un repetitivo y monótono sonido; así, el malévolo diablo tentaba y tentaba a Ernesto una y otra vez, con tanta insistencia que casi parecía un auténtico loco.
Necesitado Luis de mano de obra para atender su frondosa plantación de plataneras de Puerto Naos, hizo tal comentario en el bar del pueblo estando Ernesto presente. Sin pensárselo dos veces, y acercándose disimuladamente a Luis, se ofreció como obrero para realizar los trabajos requeridos en la finca. Pensaba Ernesto que estando al cuidado de los bienes de Luis tendría más oportunidades de ver a Elena. Por desgracia, el hecho de estar a las órdenes de Luis propició en él un sentimiento de inferioridad no reprimido; ya que en realidad para él, Luis no sólo era el dueño del corazón de Elena, sino que además era el jefe a quien debería obedecer durante la jornada laboral.
Arando con yunta en Fuencaliente (La Palma), en una foto de la FEDAC (Archivo José A. Pérez Cruz) del año 1930-1935
Un mal día, de esos que a veces se repiten, como consecuencia de un trabajo mal hecho en su finca, Luis llamó la atención de Ernesto y le reprimió de malas maneras con palabras altisonantes. En ese momento, todo el odio que Ernesto tenía interiormente reprimido salió a superficie y le dijo:
- Eres un desgraciado, un maricón y un cabrón -y continuó profiriendo maldiciones contra él-.
- Ahora mismo te vas de esta finca y no vuelvas más -respondió Luis, mientras hacía intentos de agredirle físicamente-.
En esos momentos Ernesto sacó de su cintura el cuchillo que llevada, y a punto estuvo de clavarlo en el corazón de Luis. Mas quiso la buena suerte que otro de los obreros que en la finca trabajaba, al oír aquellos gritos, acudió al lugar y pudo interponerse entre ambos contendientes. A partir de ese momento Ernesto se prometió asimismo que se vengaría de Luis de alguna manera.
Los días pasaron y Ernesto, ya sin el amor de Elena y sin trabajo, se consideró el más miserable de todos los seres vivos que pueblan esta tierra, y todo por culpa de Luis. Una y otra vez le pasaba por la cabeza acabar con la vida de Luis y, aunque ponía interés en disuadir esa idea, sin embargo, el diabólico pensamiento insistía e insistía una y otra vez… Noches y noches sin dormir, sintiéndose el más despreciado de todos los seres humanos.
Abrió Ernesto un viejo cajón, que escondido en su destartalada bodega tenía, y de él extrajo un revólver que allí, desde antaño, su padre escondía. Lo miró una y otra vez y cuidadosamente comprobó su funcionamiento. El diablo, otra vez, le tentaba y en su interior le decía: Acaba con la vida de Luis, ya… ya… ya… Sin embargo, todavía existía en algún rincón de su corazón un residuo de cordura. Volvió a guardar el revólver e intentó tranquilizarse.
Recorría los viñedos, subía y bajaba a los montes, pateaba incesantemente la orilla del mar, todo con la esperanza de que sus macabras ideas desaparecieran para siempre de su cabeza. Habían pasado los días y los meses y ya parecía que los ánimos de Ernesto se habían tranquilizado, cuando una noticia, que circuló por el pueblo como la pólvora, vino a sumergir a Ernesto en la más profunda de las amarguras. Se casan Luis y Elena: esa era la noticia que volvió a trastornar el diario vivir de Ernesto.
Era el atardecer de un apacible día del mes de septiembre cuando Ernesto recibió tan fatídica noticia. Corrió hacia la bodega, abrió el viejo cajón y, sin pensárselo dos veces, metió en su bolsillo aquel viejo revólver… Sabía Ernesto que Luis, antes de arribar a su domicilio, pasaría obligatoriamente por un solitario lugar cerca de la zona conocida como Teneguía, donde, por aquella época, el volcán permanecía como dormido, aunque vigilante. Se dirigió allí y esperó en una situación emocional que rayaba ya en plena locura.
Serían las doce de la noche cuando oyó allá, a lo lejos, el sonido del motor de aquel Mercedes. El corazón parecía salírsele del pecho. Se agazapó tras una gran roca y, cuando le pareció que el coche ya casi estaba a pocos metros, se dejó caer al centro de la mal acondicionada pista de tierra y arena por donde necesariamente habría de pasar el Mercedes. Sintió los frenos cerca de su cabeza y, al momento, percibió la sombra de Luis que se acercaba más y más. Oyó cómo lo llamaba y le decía que se apartarse del camino si no quería que su coche le pasase por encima.
Repentinamente Ernesto se dio la vuelta, apuntó a la cabeza de Luis y… apretó el gatillo de su revólver.
El sonido de un disparo retumbó en aquel solitario lugar… después se oyó un gemido y otro. Al final, aquel lastimero quejido cesó y el profundo silencio de la noche se adueñó del lugar. Luis permanecía tendido en el suelo; una bala le había atravesado su cráneo.
Ernesto, más que corría, volaba en busca de algo, sabía que no muy lejos de aquel lugar tenía una azada y algunos otros aperos de labranza. Y, azada al hombro, regresó al lugar del crimen. Se apartó unos metros de la pista y cavó y cavó con todas sus fuerzas durante más de dos horas. Arrastrando el cuerpo, aun caliente de Luis, lo dejó caer en la fosa que había cavado para él y lo cubrió con tierra, colocando sobre su tumba varias rocas de las que por allí encontró. Se había sacado un peso de encima.
- ¿Qué hacer con el Mercedes? -se preguntó-.
Erupción del Teneguía
No lo pensó mucho. Se sentó al volante y, acercándolo al borde de la pista, lo empujó ladera abajo hasta que cayó en el fondo de una hondonada.
La desaparición de Luis dejó al pueblo sobrecogido. La guardia civil y los vecinos organizaron batidas por todos los barrios. Se rastrearon los montes y se buceó por las playas de Fuencaliente, pero Luis jamás apareció. Elena cayó en una grave depresión que le mantuvo más de un año postrada en cama. Al final, se entregó a Dios y fue acogida en un convento de las carmelitas descalzas.
No habían pasado más de tres años cuando, en el atardecer de un día del mes de octubre, se oyó por todo el pueblo un fuerte ruido ensordecedor procedente de las mismas entrañas de la tierra. Un humo aguo, oscuro y urente se esparció por todo el pueblo. Era la erupción del Teneguía.
Ya entrada la noche, cuentan que vieron a Ernesto acercarse más y más al volcán. Está loco -se decían unos a otros-, está loco. Le gritaron insistentemente que se detuviera en su camino. Mas una voz parecía que le llamaba desde las entrañas del mismo volcán. De repente, Ernesto se quedó parado en seco, como petrificado; y cuentan que en ese mismo momento gritó ¡Luis está en ésta su tumba!
Lo que sucedió después fue indescriptible, fue algo jamás visto por el ojo humano. De la tumba de Luis salió una bola de fuego, que abrazó completamente a Ernesto, dejándolo trasformado en cenizas, a las que un intenso viento reinante en el lugar se encargó de transportar y esparcir en la inmensidad del mar. Esta fue la venganza de Luis.