Con anterioridad a la colonización europea del Archipiélago, todas las islas compartían un idioma común. Aquellos primeros isleños hablaban una lengua milenaria, la tamazight, vehículo de comunicación utilizado en el tercio septentrional del continente africano por el grupo étnico más antiguo de los que pueblan hoy esas tierras. Conocidos como amazighes o bereberes, se les considera descendientes de las comunidades libias o maxies, documentadas en fuentes egipcias desde la segunda mitad del IV milenio.
Esto por lo que hace referencia a su composición más o menos actual, aunque una parte de sus antepasados remotos (mechtoides) habitaría la zona desde hace unos diez mil años. No obstante, durante el I milenio a.n.e., cuando la expansión fenicia por el Mediterráneo tomó contacto con estas poblaciones, ya parecían mostrar una caracterización sociocultural muy similar a la que se observa en épocas más recientes.
Pero quién puede esperar una gran homogeneidad en comunidades que, desde hace tanto tiempo, ocupan un territorio tan vasto y diverso. En efecto, su límite oriental lo fija un pequeño enclave en el desierto líbico, el oasis de Siwa, que la geopolítica contemporánea dejó tras la frontera de Egipto. Y desde ahí se extiende todavía esta identidad ancestral hasta la costa atlántica, que encontró en las Islas Canarias su confín más occidental. Un ámbito no menos estrecho y contrastado en latitud, pues se proyecta desde el litoral mediterráneo hasta el sur del Sahara y parte del Sahel. Pero, aunque la realidad física condiciona en cierto grado los modos de vida, otros factores también han contribuido a trazar la abigarrada fisonomía que siempre han exhibido estas sociedades norteafricanas.
Sin instituciones políticas e ideológicas cohesivas y duraderas, una cultura de transmisión básicamente oral como es la amazighe ha tenido ocasión de fertilizar, al cabo de tan dilatadas coordenadas espacio-temporales, una abundante variedad de manifestaciones. Sólo en el plano lingüístico, la dispersión dialectal alcanza proporciones extraordinarias, con líneas de intercomprensión que, entre algunas hablas, empiezan a desdibujarse de forma cada día un poco más acusada. Aunque, pese a las diferencias de pronunciación, vocabulario o incluso de sintaxis, la estructura gramatical de la lengua reproduce parámetros comunes bastante estables.
Mapa de la distribución actual de los núcleos de hablantes amazighes en el Continente
A la pequeña escala del Archipiélago, muchas de las constantes descritas hasta ahora anidaron también en las Islas. Cada una de las siete hablas amazighes de Canarias se configuró en torno a la convergencia de dos flujos dialectales. Una de esas fuentes nutricias, la que más presencia adquirió en la definición del conjunto, pertenece al dominio que hoy se denomina tuareg o meridional, porque tiene su asiento preferente en la zona sur del Sahara argelino, Níger y Malí. Sin embargo, antes de la invasión islámica producida en el siglo VII, su núcleo más significativo residía en las regiones nororientales del arco libio-tunecino, que pudo haber constituido uno de los focos de partida para el poblamiento insular. La otra influencia dialectal, a la que se suele dar el nombre de septentrional, presenta ingredientes más variados y se distribuye de manera desigual según la isla receptora. No obstante, las hablas del Marruecos central suministraron también un caudal muy relevante a todo el Archipiélago, aunque ciertas modalidades ubicadas en el entorno de la Cabilia argelina y el Atlas sahariano o del Atlas rifeño al Atlas Medio o en las estribaciones y valles del Anti-Atlas dejaron su impronta en algunas islas concretas. En suma, un mosaico idiomático tan complejo, pero a la vez uniforme, como el que luce la totalidad de la lengua amazighe desde tiempo inmemorial.
Por el momento, la investigación filológica no ha completado el perfil dialectal de cada isla, aunque sus magnitudes principales despuntan ya con nitidez. Material lingüístico para avanzar en esas indagaciones existe todavía en abundancia, igual que una estrategia científica suficiente para sortear con ciertas garantías, de una parte, los obstáculos metodológicos que surgen siempre en un trabajo de esta índole y, de otro lado, las recurrentes contaminaciones ideológicas y políticas que, con mayor o menor sutileza, deslizan exaltaciones, condenas y anexiones, ajenas por completo al desarrollo equilibrado de la ciencia y la cultura.
El estudio de las hablas ínsuloamazighes, que opera con procedimientos históricos y comparativos, requiere incluir esas modalidades extintas en un prolijo análisis interdialectal, pues apenas se ha comenzado a profundizar en la evolución diacrónica de la lengua matriz. Con este propósito, primero que nada debe someter los ingredientes perpetuados a una criba fonética y semántica, es decir, hay que limpiar los vocablos de errores y torsiones para determinar su forma y sentido correctos. Un proceso, delicado, en el que ambos aspectos van muy enlazados, porque la tamazight confía el significado de las palabras a la secuencia de consonantes que integra cada enunciado. Así, no cuesta nada imaginar el trastorno que supone equivocar la lectura de una fuente europea, donde, por ejemplo, resulta fácil encontrar cualquiera de los fonemas posteriores representado indistintamente por las grafías g, h, j o x, en el mejor de los casos. Una confusión de la que tampoco se libran las voces vigentes aún en el patrimonio oral.
Pero, incluso si se ha realizado esa decantación con el esmero preciso, una peculiar versatilidad de la lengua obliga a manejarse con mucha cautela. Fondeada en cierto conservadurismo gramatical, a menudo la tamazight, antes que innovar, dota de diferentes valores a elementos que ya tiene en circulación. Una situación que, en consecuencia, demanda prestar mucha atención a los contextos, tanto lingüísticos como sociales, con frecuencia poco diáfanos y detallados en el caudal isleño disponible.
Aunque algo de esto ocurre también en otros idiomas. La circunstancia quizá más ilustrativa afecta a las palabras que se escriben o pronuncian igual pero poseen un sentido distinto (homónimas). En español, cuando alguien dice: «¡Mira la estela!», puede hacer alusión a la ‘señal que deja la embarcación en el agua cuando navega’, una ‘lápida conmemorativa’ o una planta de la familia de las Rosáceas, el ‘pie de león’. Tres conceptos independientes por completo para un vocablo, estela, que, en el caso de presentarse aislado y deformado, como sucede con numerosas voces ínsuloamazighes, provocaría seguro algún que otro quebradero de cabeza a la hora de atrapar su significación pertinente.
Cuando, por ejemplo, las fuentes coloniales transcriben: «admenena comorante, almene coram, almene coran, amenacoran, atmene coran», sólo queda agradecer que hayan tenido también la delicadeza de anotar la traducción, ‘¡Válgame Dios!’, algo que a veces se ahorran, pues, de lo contrario, el análisis etimológico, que descubre aquí la locución Ad?mm?m Aqqoran, se habría movido con menos convicción. Y es que este ad?mm?m habla de ‘súplica o ruego’, pero también se acredita en La Palma un adjetivo adamman para el ‘color pardo’ o, en Gran Canaria, un substantivo plural idamman para los típicos ‘óvidos sin cuernos ni lana’ y para la ‘sangre’ que establece un ‘parentesco’. Eso por no mencionar que, de hecho, el lexema [D•M] a partir del cual se forman estas voces, posee una treintena de acepciones.
Una a una, cientos de palabras que han sido devueltas a su estado original informan acerca de unas hablas y un pasado que, pese a su honda desnaturalización, aún aportan rasgos distintivos a la canariedad actual. Dejar que cualquier expresión de fanatismo distorsione este acervo y su alcance real, como otro ingrediente más de esas pugnas sociales ancladas en un antagonismo complementario, supone resignar ante el doctrinarismo la creación continua de identidad, de racionalidad electiva, de la subjetividad crítica tan amenazada en el mundo de hoy. ¿Para qué sirve una memoria infecunda, una personalidad cultural sin más horizonte que el dogma o la mercancía?