Penetrar en las razones que movieron a una comunidad antigua para asignar cierto nombre a un lugar no siempre resulta fácil. Son numerosas y cambiantes las variables que, a través de la historia, interactúan en la relación de las personas con su medio. Si algún rasgo significativo del paisaje se mantiene constante o sucedió un acontecimiento extraordinario, bien debido a causas naturales o sociales, la huella que estos fenómenos dejan en la denominación territorial suele superar la desmemoria humana o, por lo menos, aportar un estimable punto de referencia para la investigación etimológica. A veces, el rastro sólo perdura en fuentes escritas, pero más a menudo ni siquiera podemos contar con esa opción, en particular cuando la designación tuvo su arranque en el mudable y efímero acontecer de la vida cotidiana.
Pese a todo, los estudios toponímicos no carecen de recursos para abordar
incluso las situaciones más estériles, aunque ello requiera desplegar
estrategias integrales de indagación. La consistencia de las hipótesis depende,
claro, de la calidad que atesoren los informes disponibles y los procedimientos
analíticos, pero la interdisciplinariedad, es decir, la colaboración de
especialistas en suelo, fauna, vegetación, historia, etc., constituye una
demanda indispensable para alcanzar lecturas con un margen suficiente de
fiabilidad.
Por descontado, muchas incógnitas encuentran una solución sencilla desde el simple conocimiento lingüístico. Algunas palabras remiten a objetos o estados concretos; otras alientan en contextos tan diferenciales que no supone mayor problema detectar el significado más adecuado. Pero cuando una lengua posee una gran diversidad dialectal o la modalidad de habla que se estudia ha desaparecido como vehículo de comunicación social o, todavía peor, se conjugan ambos obstáculos, el escenario se ensombrece hasta límites bastante onerosos.
Las antiguas hablas amazighes de las Islas Canarias presentaron un perfil propio dentro de su idioma troncal, la tamazight, lengua vigente en el norte de África desde hace más de tres mil años. En cada isla, cohabitaron dos flujos dialectales durante unos mil quinientos o dos mil años, hecho que debió de generar también particularidades insulares. Por tanto, se trata de una realidad lingüística compleja, fragmentada y difusa, que sin embargo cada día conocemos un poco mejor, aunque nunca se sabe dónde aguarda la siguiente sorpresa.
Esto podemos decir que ha ocurrido con un topónimo tan poco sospechoso como Fuerteventura. El azote del viento o los riesgos de la peripecia náutica han sido invocados para explicar esta designación isleña, cuya ideación romance no había muchos motivos para cuestionar. Nada hacía presagiar que fuera la traducción de un topónimo nativo.
Por el relato vertido en Le Canarien, la crónica normanda de la primera colonización europea del Archipiélago, hoy nos consta que el nombre indígena atribuido a esa Isla era Erbane (o Erbban), lo cual significa algo así como ‘frontera pétrea’, en clara alusión a la pared o muro principal que atravesaba sus dos demarcaciones socioterritoriales. Una idea en la que parece abundar un hecho llamativo: la población del bando nororiental de Fuerteventura y la meridional de Lanzarote compartían el gentilicio mahorata (mahor-at) o, en su forma románica, mahoreros, que identificaba a los ‘hijos del país (natal)’, como si el resto fueran extranjeros o, en este caso, de distinta adscripción tribal. Esas fracciones étnicas coincidentes en ambas islas portarían una común ascendencia tuareg, diferenciada de otro aporte de origen más septentrional, aunque también amazighe.
Y es en torno a esta especie de segregación cantonal que la investigación se ha visto asaltada por una revelación inusitada. Según ha constatado la arqueóloga Mª Antonia Perera Betancort en los trabajos etnográficos que realiza para su tesis doctoral, los pobladores isleños de Jandía no se consideran habitantes de Fuerteventura. La factura geomorfológica de esta península, que le confiere cierta independencia respecto del conjunto insular, tampoco habría pasado inadvertida para los primeros residentes amazighes, pues ese topónimo H??nn?d? señala un ‘lugar cerrado, encerrado o resguardado’ (aunque acaso lo fuera sólo por la pared de su nesónimo). Esta circunstancia física, junto al arraigo del régimen señorial impuesto por la conquista europea, parecían explicar ese criterio secesionista de su gente. Pero nada más lejos de la realidad, aunque también en la geografía hallemos la resolución del enigma.
Jandía linda en su frontera septentrional con una vasta comarca que se extiende hasta el centro de la Isla. Su denominación habitual, Pájara, en principio nadie diría que señala algo distinto de una zona frecuentada por cualquier tipo de aves. Pero este inocente topónimo contiene una sorpresa mayúscula, ya que también pertenece al acervo ínsuloamazighe. En algunas hablas del dominio tuareg perdura, sin el ensordecimiento de la consonante inicial, con el mismo aspecto trilítero [B·Gh·R], b?gh?r, que exhibe el vocablo isleño. Ahora bien, en el dialecto del Marruecos central figura bajo la forma [?·R] a?r(i), lo que permite observar en el radical [B] el morfema expresivo de intensidad b-. Todo esto sólo lleva la traducción aún más cerca del sentido que ha quedado acuñado en la toponimia insular como ‘fuerte ventura’, es decir, ‘gran fortuna, riqueza o prosperidad’.
Visto así el asunto, a los habitantes de Jandía no les falta un ápice de razón para insistir en su diferenciación. Igual que, a juzgar por casos como el expuesto aquí, ciertos enfoques historiográficos, aquellos más o menos refractarios a incluir en sus análisis del pasado información etnográfica, quizá harían bien en revisar ese postulado.
Fondo de Cultura Ínsuloamazighe
http://www.ygnazr.com/eseghber.htm
5.I.2009