Hermanos de arreo.
Cuenta este narrador de múltiples oficios y gran sentido del humor que su padre se llamaba Cipriano López Vargas y su madre Encarnación Ramos Llanos. Doce hermanos, ocho varones y cuatro hembras. Las hembras nacieron primero y después vinieron siete varones arreo, uno detrás de otro; después nació una hembra y después un varón.
Arreo quiere decir que todos los años mi madre tenía uno, apenas se arrimaba al viejo que era una fiera ahí venía un hijo. Mi padre fue a Cuba cuando se quemó la caña, cuando la danza de los millones. Estuvo un año y pico, trajo mil y pico pesetas, doce onzas y medio, en ese entonces era dinero. Aquí un hombre de peón nunca ganaba ese dinero. Ni un alcalde. Antes un alcalde no ganaba el sueldo que gana hoy, ni un concejal, eso era gratis todo. Él se fue porque en su casa eran ocho varones también. Se fue el más viejo y estuvo de lotero y allá quedó. Le pagó el pasaje a mi padre y se fue para allá. Contaba que en ese entonces Cuba estaba bien. También contaba que un barco que salió de aquí cargado de paisanos (Valbanera) se desapareció antes de llegar a la Bana. Eso contaba él. Cuentos de Cuba yo oía mucho, sobre todo poesía de Manuel García:
Si a tu madre quieres ver ponte en camino hoy no tengas cuidado o no que el asunto está arreglado. Dinero mucho ha costado para conseguir tu perdón. Y a sus amigos les dijo: a darle un último beso donde está mi madre voy. |
Lo estaba acechando, lo engatusaron así para matarlo. Decían que era un bandolero, que herraba el caballo al revés, en vez de ponerle la herradura para adelante, como se pone, la giraba para atrás, de tal manera que el caballo caminaba para allí y la huella señala que estaba para acá. Lo buscaban para un lado y salía por otro. Antes que lo mataron. La mataron porque lo llevaron engañado a ver a la madre. No había quien lo cogiera, ni la guardia rural ni nada. Sé muchas poesías arrimadas a Manuel García. Esas poesías las aprendí de mi madre. Ella oía un cantar o un rezado y enseguida se lo aprendía. De curas y rezados sabía demasiado. Cuando un chico se enfermaba y cuando lo llevaba el médico ya lo había curado con tazas de agua, hierbas y eso. Cuando vino se casó con mi madre que había sido criado por un tío suyo que le decían Antonio Ravelo. Mi abuela había muerto y mi abuelo le entregó a la niña de tres años a su tío para que la criara. La trajo para estas tierras y después cuando tenía seis años añitos volvió para quitarle a la chiquilla. El tío Antonio Ravelo González era un hombre sano y fuerte. Un cacho de hombre. Cogió al padre de mi madre por la camisa y lo levantó del suelo. Antes no se decía "coño" sino "puñales". "¡Puñales, como tú me lleves a la chica te mato!" Le despegó los pies del suelo y lo mantuvo en el aire. Ese cuento me echaba él mucho después porque era como nuestro abuelo. Yo lo llamaba abuelo pero realmente era tío de mi madre. Era el padre nuestro. Fue el padre de todos. Todos los hijos que hizo mi padre los crió él y la viejita, Leonor Hernández de León. Le dio a la chiquilla y después de se la quiso volver a quitar y ahí fue donde se llenó de genio.
La escuela fantasma.
De ocho años yo fui a una escuela que había en Icod el Alto. El maestro se llamaba Pedro Velásquez. Todavía es vivo. Cuando lo veo por el Realejo le digo:
– ¡Adiós, don Pedro! ¿Ya no me jala por las orejas?
Mi padre me mandó a la escuela porque yo estaba buscando hierba para las vacas y le decía a mi padre:
– Usted me va a dejar burro aquí y no me manda aprender ni a poner mi nombre. Todos los chicos están yendo a la escuela y yo cogiendo hierbas.
Los de mi casa poco estudiaron. Aprendimos unos con los otros a firmar y esas cosas. Mi padre se picó y fue y me apuntó a la escuela. Tenía que ir el padre. Una semana fui. No aprendí sino la i y la u. El maestro me decía "tienes que estudiarte este cuadrito y cuando yo venga quiero que te lo tengas estudiado". Lo que era a le decía que era i. Lo que era i le decía que era a. No sabía. Me echó manos a la oreja y me la despegó. Miré para él y me dije "tú no me vuelves a ver más aquí dentro". Y no fui más. Yo no le dije nada a mi padre porque si no me caldeaba. Claro, la culpa la tuve yo. Una, no respeté lo que mi padre me dijo, y otra, que quería jugar a los trompos. Cuando mi padre se enteró me dijo que para estar así mejor era que me fuera a arrancar hierba. Me quitó de la escuela y así salí burro. Las madres cuando se cabreaban decían: "¡este demonio de muchacho me tiene condenada!"